Portada de la novela con imagen de Iggy Pop |
Las vicisitudes de la vida siempre hacen que nos planteemos nuestra situación, nuestro presente y, sobre todo, nuestro futuro. En la actualidad, no solo estamos en un momento de crisis económica, social y política, sino que también hay cambios que se han producido con mayor rapidez, algo que se refleja sobre todo en la juventud. Toda esta serie de cuestiones ya están desarrollando su propia literatura, aunque realmente no sea una novedad cuestiones como la crisis o el conflicto en la adolescencia hacia la madurez. Sobre ello ahonda precisamente Deseo de ser punk.
Belén Gopegui, su autora, ha sido reconocida por varios críticos como una de las mejores novelistas de su generación, cuestión que se refleja en la multitud de elogios que esta misma novela tiene junto a su sinopsis en la edición de Anagrama, casi como una necesidad mercantil de reflejar su carácter imprescindible en nuestras estanterías. La escritora tiene ya un largo recorrido desde que publicara La escala de los mapas (1993) y otras obras como Lo real (2001), que sería finalista del Premio de la Crítica, entre otros, o El padre de Blancanieves (2007), que recibió el II Premio La tormenta en un vaso. Se adentró, además, en la literatura infantil con El Balonazo (2008) y con la novela que traemos hoy podemos considerar que también en la literatura juvenil.
Seguimos en la obra la voz de la protagonista y narradora Martina, de dieciséis años, a quien el 4 de diciembre le cambió, en cierta forma, la vida, precisamente a través de la muerte del único adulto al que admiraba. No se trata de un retrato de la crisis actual, cosa que tiene su eco en la situación laboral, sino de la crisis en la adolescencia. Cuando, abandonado ya todo eco de la infancia, la joven descubre la conformidad del mundo frente a las injusticias, los espacios vacíos y el egoísmo, comienza a reflexionar sobre su situación, comienza a buscar su lugar y a criticar todo lo que le rodea. En este caso, ese espacio tendrá su representante en la música, donde rechazará todo el sentimentalismo del pop o lo pedigüeño de aquellas canciones de sus padres. Se trata de una época de la vida quizás ligada a los extremos, donde se rechazan ciertas actitudes por alienarse en un punto determinado, seguramente en la angustia que el rock transmite para Martina.
Belén Gopegui |
No encontramos moderación alguna en la prosa de Gopegui, que a su vez es fresca y directa, sino más bien una continua crítica hacia el sistema, hacia los sujetos que se quedan quietos y conformes con la vida. Se trata, sin duda, del desencanto transfigurado en forma de adolescente. Los datos concretos, las tramas reales o la historia no tiene demasiado interés más allá de lo que sirva para su reflexión; incluso se cierra dejando cabos sueltos, dejando esos palos de la vida que forman el carácter, según expresa la propia Martina en un fragmento. Esto provoca también cierta distancia entre la narración y los diálogos, estos últimos más flojos, superfluos y casi incoherentes, aunque resulten realistas.
Sin duda, quien lo tenga en sus manos o quien lea esta reseña recordará a la inolvidable obra de Salinger, El guardián entre el centeno, pero hay diferencias claras, a la vez que similitudes sutiles. Las semejanzas radican en esa primera persona juvenil y rebelde, así como en la relación que existe entre Holden y su hermana en comparación con la de Martina y su amiga Vera o las malas calificaciones académicas de ambos protagonistas. Las diferencias, sin embargo, son notables tanto en el carácter de esa voz juvenil, algo normal si atendemos al hecho de que ha transcurrido pasado más de medio siglo, como también en la propia narración de la novela. Salinger construye un relato donde nos encontramos con diferentes personajes adultos, adentrándonos en un mundo extraño para el joven, mientras que Gopegui solo lanza reflexiones por parte de una joven que, suponemos por lo que muestra la obra, ha visto cómo está el mundo a través de sus padres, su entorno más cercano y el periódico, leído por obligación de sus padres. Además, Martina señalará su distancia con Holden nombrándolo en el libro y dándonos la sensación, además, de que ella pretende salvar también a los adultos, no solo a los niños de aquel abismo del campo de centeno.
Además, aunque es real que hay jóvenes con el carácter de Martina, gran parte de su reflexiones parten de un eco más adulto, incluso aunque rechaza, curiosamente, música de la época de sus padres, su selección final es música de esa misma época, solo cambiando el género. Ella trata de crear una revolución, una que pueda repercutir más de lo que hizo finalmente la Revolución de los claveles del 74. Seguramente, muchos concordamos en la necesidad de un cambio, pero Gopegui da justo en el clavo cuando nos deja a Martina sola. Incluso aquellos que comparten aficiones no la entienden, los más jóvenes consideran que está chiflada y los adultos están demasiado ocupados o son demasiado conformistas con lo que sucede. El personaje en sí se tambalea en cuanto pensamos en su dominio del inglés, en esa especie de cultura musical y la comparación con los conocimientos que demuestra tener en realidad, no solo en el sistema educativo (del que siempre podemos dudar), sino en la comprensión de noticias, en sus diálogos o en su facilidad para aceptar las presiones sociales, donde cae precisamente en una fiesta, cosa ante la que muestra su rechazo.
No podemos ser conformistas con esta novela, porque esta fallará en cuanto el lector cierre el libro y no tenga ganas de, como Martina, comenzar una revolución, un cambio. Me quedo, no obstante, con la sensación agridulce de Lucas, ese adulto que dio demasiado de sí a los demás, que se entregó a las personas y que, por ello, se perdió a sí mismo. La curiosa relación entre Martina y Lucas es la trama personal que mejores momentos nos presta en la narración.
En definitiva, una novela generacional, una voz juvenil inconformista y revolucionaria, pero que deja con la sensación de que no tiene mayor sentido, como una manifestación justa que no obtiene resultados. Como nota final, aconsejo a todo lector de la novela que tenga a buena disposición las canciones que menciona, se pierde mucho, como señala Gopegui, leyendo solo la letra de una canción sin su música.
Escrito por Luis J. del Castillo
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