El autocine (CXIX): El sepulcro de los reyes, de Fernando Cerchio, y El valle de los reyes, de Robert Pirosh

15 marzo, 2024

| | |

Ah, el antiguo Egipto. Los plácidos atardeceres, los espectaculares monumentos, las consoladoras aguas del Nilo, su mágica cosmogonía. Con qué hermosas imágenes nos alienta el pasado. Muchas veces uno desearía poder contar con una máquina del tiempo como la que ideara H. G. Wells (1866-1946), y poder ir de visita a muchos de los enclaves del pasado, ¡a ser posible, sin riesgo de nuestras vidas! Pero disponemos de un mecanismo equivalente gracias al cine. El arte que mejor ha sabido aglutinar imágenes y sonidos, recuerdos del pasado y el presente. Es nuestra máquina del tiempo.


Imperfecta, como todo artilugio construido por el ser humano, pero ineludible. No es como formar parte de la historia, pero es lo que más se le acerca. Precisamente, uno de los temas desarrollados en la última aventura -desventura, más bien- de Indiana Jones (película irregular, aunque con evidentes zonas de interés).

Explicarnos cómo sería el antiguo Egipto no es tarea sencilla. Conviene echar mano de los historiadores, pero fabular tampoco es malo. Escrita por el futuro realizador Damiano Damiani (1922-2013) y el director de esta, Fernando Cerchio (1914-1974), nuestra primera parada en la historia del Egipto más desacomplejado y alternativo es El sepulcro de los reyes (Il sepolcro dei re, Euro International Film, 1960), pues como digo, a estas adaptaciones y reconstrucciones, más o menos imaginativas, sí que tenemos acceso.

Coproducción entre Italia y Francia, el relato de El sepulcro de los reyes arranca con el regreso victorioso de un puñado de combatientes, que viene de sofocar una rebelión en Siria. Lo hacen con algunos prisioneros, entre los que se encuentra el rey de aquel país (del que nunca más se supo), y su hija, la princesa Shila (Debra Paget, inestimable aliciente de la película), de la que, rizando el rizo, se dice que es descendiente de la misma Cleopatra (69-30 a. C.).

Shila establece contacto con el médico oficial del faraón, Resi (Ettore Manni), que, más que con un esclavo, cuenta con un fiel servidor, Tabor (Renato Mambor), en la línea del criado y confidente establecido por nuestros dramaturgos a partir del XVI. El joven faraón es un muchacho consentido e hipocondriaco, Nemorat (Corrado Pani), el futuro Keops, en uno de los apuntes más inspirados de la película. Muerto el padre, tan solo tiene a su madre, Tegi (Yvette Lebon).


En efecto, podemos ver El sepulcro de los reyes como una obra de teatro. Muchas producciones, independientemente de su vistoso acabado y presupuesto, cuidaban bastante los diálogos. El trabajo de los guionistas es, en este sentido, llamativo, y eleva el nivel de estos trabajos cinematográficos. Cierto es que el corpus de diálogo se desenvuelve con un sentido más dramático que histórico, pero los dimes y diretes suelen estar bien pergeñados. Es esa parte de reconstrucción imaginativa a la que antes aludía. Este caso no es una excepción. La película deviene en un socorrido pero grato relato sobre la piedad (y su ausencia), que se concreta cuando Resi acude al rescate de Shila, encerrada en la tumba pétrea del faraón. Pero también es una narración sobre el amor oculto, los sentimientos respondidos y no correspondidos, de los principales protagonistas. Shila no ama a su esposo Nemorat, pues no ha mostrado piedad alguna con los prisioneros de guerra, sus compatriotas sirios. A quien de verdad quiere es a Resi, y por suerte, Resi a ella. La esposa del faraón concreta bien toda esta situación cuando, por boca de Damiani y Cerchio, comenta ante Resi que me espera una vida de sufrimiento, pero puedo ser feliz (contando con él). La pareja urde entonces la muerte de Shila… para después salvarla.

Por su parte, Kefren (Erno Crisa) es el artero de la película. Este sacerdote de Amón conspira con su amante Taia (Andreina Rossi), que es quien hace de brazo ejecutor y “compañera de viaje” de los intrigantes. Completando este triángulo de la muerte está Marna (Ivano Staccioli), jefe de seguridad y superintendente de la necrópolis real. Con un pie en ambos mundos, el del bien y el del mal, se encuentra el arquitecto, constructor de la pirámide del faraón, Inuni (Robert Alda). Otro personaje de soporte es Sutek, sacerdote y colega de Resi, embalsamador de la corte del faraón (Pietro Ceccarelli).


Por comparación con Tierra de faraones (Land of Pharaohs, Howard Hawks, 1955), es lógico que El sepulcro de los reyes salga perdiendo. Pero tampoco merece tamaña desconsideración; la película de Cerchio es una pieza muy entretenida que, he de confesar, los buenos oficios del doblaje en español, aquí desempeñados con la mejor calidad, hacen que su visionado gane enteros. Especial inspiración merece, en el conjunto del relato, la sorpresiva muerte –ejecución- de Marna, asaeteado a traición. Un momento bien planificado y resuelto por el director.

A los interiores, sencillos y cuidados, se une el rodaje en algunos exteriores, de naturaleza descampada y campechana, característicos de una rigurosa pero gustosa serie B (esa imagen del río Nilo recreado en el estudio). Decorados de los que me agrada otra cosa, y es que aparezcan coloreados, y no a piedra desnuda, desprovistos de ningún pigmento, como suele ocurrir con frecuencia en otras “recreaciones” de época. Así mismo, es de destacar la música de Giovanni Fusco (1906-1968), bastante hermosa y sugestiva.

Como curiosidad, ya hemos advertido en el reparto al padre de Alan Alda (1936), Robert (1914-1986). Definitivamente, a la fascinación del antiguo Egipto se suma la de las producciones de serie B.


El siguiente trayecto nos lleva a estas mismas tierras, pero a distinto tiempo. El valle de los reyes (Valley of the Kings, MGM, 1954) se sitúa en el año 1900. Es una cuidada producción B de Metro Goldwyn Mayer, con Robert Surtees (1906-1985) a la fotografía, el imprescindible Cedric Gibbons (1893-1960), con Jack Martin Smith (1911-1993), a los decorados, y una apariencia total de serie A. La película se beneficia, además, de una excelente –qué cosa más rara- partitura de Miklós Rózsa (1907-1995), y de la ubicación de los personajes en escenarios reales (pese al empleo de algunas transparencias). Fue dirigida por Robert Pirosh (1910-1989), un realizador no demasiado conocido, tan solo filmó cinco películas, pero cuyo principal cometido fue el de guionista, vertiente donde brilló con títulos tan significativos y variados como Un día en las carreras (A Day at the Races, Sam Wood, 1937) y Me casé con una bruja (I Married a Witch, René Clair, 1942). Un tipo interesante.


A El Cairo, Egipto, llega Ann Martin (Mercedes como apellido original), interpretada por la estupenda Eleanor Parker (1922-2013). Concretamente, a las inmediaciones de la pirámide del rey Zoser (reinado 2682-2663 a. C.), en la necrópolis de Saqqara, en Memfis. Allí se encuentra el arqueólogo Mark Brandon (Robert Taylor), pendiente de una excavación y de la reconstrucción de las murallas de la antigua metrópolis. En pos de un descubrimiento que nunca se sabe cuándo puede llegar. Ann es la hija de un finado doctor en egiptología, apellidado Barklay, y está casada con el impetuoso Philip (Carlos Thompson). Ha llegado a Egipto con un propósito bien definido. Lo que pretende es confirmar las teorías de su difunto padre con alguna prueba física. Teorías que relacionan la historia de Egipto con el contenido bíblico.

Conviene aquí hacer un inciso, pues razones ha habido para esta imbricación entre la historia brumosa y las Religiones del Libro. En los años cincuenta se hizo muy célebre un volumen titulado Y la Biblia tenía razón (Und die Bibel hat doch recht / The Bible as History, 1955, Omega, 1956; Folio, 2006), del periodista Werner Keller (1909-1980). En el texto se acercaban posturas y estrechaban lazos entre lo recogido por el libro sagrado, al pie de la letra, y lo confirmado por las investigaciones arqueológicas, esto es, entre la religiosidad y el historicismo fundamentado en el aparato científico. Algo parecido a lo que está sucediendo ahora con la religión, o si se quiere, la espiritualidad, y los postulados de la física cuántica.


En suma, Ann desea culminar la labor de su padre confirmando la veracidad de las historias bíblicas en Egipto. El hecho de que Barklay fuera el antiguo profesor de Mark convence al aventurero de ayudarla en su empeño, que él cree, empero, un mero espejismo. De nuevo en palabras de Ann, lo que persigue es la localización de una tumba con indicios de que el pasaje del Antiguo Testamento acerca de José era cierto. Extrapolaciones literarias aparte, es decir, añadidos posteriores, tal cosa es posible. Una estatua de la decimoctava dinastía, adquirida por un colega de Mark en no muy legales circunstancias, les pone sobre la pista. El objeto es atribuido al reinado de Rahotep (1622-1619 a. C.), un faraón poco conocido, pero gobernante cuando, presuntamente, José, el hijo de Jacob, se hallaba en Egipto. Ann y Mark tratarán de descubrir otros objetos funerarios de la tumba de Rahotep. La empresa les conduce hasta el establecimiento de Valentine Arko (Leon Askin), un anticuario y estraperlista, amedrantado por el malvado Hamed Bachkour (Kurt Kasznar).


En su periplo, Ann y Mark son ayudados por el padre Anthimos (Aldo Silvani), miembro de la congregación del monasterio de Santa Catalina, en pleno Sinaí. Los protagonistas siguen entonces el rastro de Akmed Salah (Frank DeKova), antiguo guía de un potentado contrabandista, según se dice asesinado, al que localizan en un campamento de nómadas.

En El valle de los reyes, ambas perspectivas, lúdica e histórica, material y espiritual, se dan la mano. Sustentadas por un buen relato de aventuras, como demuestra la estupenda persecución en calesa por las calles de El Cairo. Un espíritu aventurero que se trasladaría a otras producciones como She, la diosa de fuego (She, Robert Day, 1965), La esfinge (Sphinx, Franklin J. Schaffner, 1980) o La joya del Nilo (The Jewel of the Nile, Lewis Teague, 1985), y que, por supuesto, ya figuraba en los magníficos Las minas del rey Salomón (King Solomon’s Mines, 1950) y La momia (The Mummy) en las versiones tanto de Karl Freund (1932) como la posterior de Terence Fisher (1959). La propia She, la diosa de fuego también había contado con una adaptación previa, que recuerdo con sumo agrado (She, Lansing C. Holden & Irving Pichel, 1935).

Por su parte, Mark no tiene mucha esperanza en encontrar tan feliz conexión, pero como le recuerda el padre Anthimos, la fe comienza donde acaban las realidades.


La película cuenta con diálogos excelentes. Y un nutrido desfile de ruinas y ruines. Sobresale la emboscada en Luxor, la inevitable y agradecida parada en un oasis, y el segmento, escueto pero adecuado, en el interior de la recién descubierta tumba de Rahotep, en el Valle de los Reyes. La cual contiene, además, una cámara secreta… inviolada. Un descubrimiento que antecede en veintidós años al de Howard Carter (1874-1939). Como tantos descubrimientos, sea en la ficción o en la realidad, a la investigación de campo y biblioteca se añade el nada despreciable valor de la casualidad. También está el paso por el llamado Quiosco de Trajano, monumento semisumergido ubicado en el Templo de Isis, en la isla de Philae (por desgracia, resuelto a base de prescindibles transparencias), y mucho mejor, la secuencia en el templo de Abu Simbel, antes de su traslado a su nuevo emplazamiento, en 1967. Enclave donde es hallada otra pista en forma de cofre de madera.

Algo parecido a Abu Simbel sucedió con el citado Quiosco de Trajano, que en la película contemplamos con ancestral asombro, semicubierto por las aguas, y que en la década de los sesenta fue rescatado para su preservación, y colocado en otro lugar. Una atractiva e inédita estampa.

Otro momento bien atendido es el de una sorpresiva tormenta de arena, en la cual, una piedra arrastrada por el viento enfurecido, puede quedar convertida en un proyectil mortal. Pasado el peligro, queda la imagen de una mano emergiendo del mar de arena. Materia desértica viva, ahora inerme.


El cine nos pone en comunicación con la parte más imaginativa y creativa del ser humano, la que más merece la pena, aunque se denuncien situaciones horribles. Como si fuéramos testigos de dicha historia, y también de la intrahistoria (esos pequeños conflictos dinásticos o familiares, y otros ardiles a pequeña-gran escala), navegamos por el rumbo de nuestra humanidad, colocándonos espejos cinematográficos más o menos diáfanos a nuestro paso, renovado con cada nacimiento. Esa otra vida, camino de perfección para los antiguos egipcios. De este modo, sumamos dos ladrillos más a nuestras visitas constructivas a la civilización perdida por excelencia. Ladrillos de adobe, en esta ocasión, tras los monumentos en piedra berroqueña de Sinuhé el egipcio (The Egyptian, Michael Curtiz, 1954) y la referida Tierra de faraones. Pero con adobe se protegieron bibliotecas y se mantuvieron grandes civilizaciones.



0 comentarios :

Publicar un comentario

¡Hola! Si te gusta el tema del que estamos hablando en esta entrada, ¡no dudes en comentar! Estamos abiertos a que compartas tu opinión con nosotros :)

Recuerda ser respetuoso y no realizar spam. Lee nuestras políticas para más información.

Lo más visto esta semana

Aviso Legal

Licencia Creative Commons

Baúl de Castillo por Baúl del Castillo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

Nuestros contenidos son, a excepción de las citas, propiedad de los autores que colaboran en este blog. De esta forma, tanto los textos como el diseño alterado de la plantilla original y las secciones originales creadas por nuestros colaboradores son también propiedad de esta entidad bajo una licencia Creative Commons BY-NC-ND, salvo que en el artículo en cuestión se mencione lo contrario. Así pues, cualquiera de nuestros textos puede ser reproducido en otros medios siempre y cuando cuente con nuestra autorización y se cite a la fuente original (este blog) así como al autor correspondiente, y que su uso no sea comercial.

Dispuesta nuestra licencia de esta forma, recordamos que cualquier vulneración de estas reglas supondrá una infracción en nuestra propiedad intelectual y nos facultará para poder realizar acciones legales.

Por otra parte, nuestras imágenes son, en su mayoría, extraídas de Google y otras plataformas de distribución de imágenes. Entendemos que algunas de ellas puedan estar sujetas a derechos de autor, por lo que rogamos que se pongan en contacto con nosotros en caso de que fuera necesario retirarla. De la misma forma, siempre que sea posible encontrar el nombre del autor original de la imagen, será mencionado como nota a pie de fotografía. En otros casos, se señalará que las fotos pertenecen a nuestro equipo y su uso queda acogido a la licencia anteriormente mencionada.

Safe Creative #1210020061717