El autocine (CXI): Asfixia, de Peter Newbrook, y La zona muerta, de David Cronenberg

15 junio, 2023

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Londres a comienzos de los años setenta. Un transeúnte es arrollado por dos vehículos. Pero el cielo aún debe esperar para este personaje. Digamos que no ha llegado su hora. Uno de los policías metropolitanos (un bobby; Joe Wadham), se sorprende y comenta que el sujeto no está muerto.

En esa misma década, concretamente en 1975, apareció en el mercado uno de esos libros llamados a convertirse en referentes. Clásicos inmortales, podríamos decir, o al menos, con bastante disposición para el renacimiento (múltiples reediciones). Vida más allá de la vida (Life after Life: The Investigation of a Phenomenon, Survival of Bodily Life; edaf 2016), del psiquiatra y filósofo Raymond Moody (1944). Donde se exponían los testimonios de personas cercanas al umbral de la muerte, que habían regresado para contarlo. Declaraciones que han existido desde la antigüedad: Moody no era el primero, aunque sí lo fue llamando la atención de una manera unívoca y lo más cercana a la ciencia posible.
 

En este ámbito de imprecisa certeza, espanto y recelo, se mueve el argumento de Asfixia (The Asphyx, Producciones Glendale, 1972), escrita por Brian Comport (1938-2013), en torno a una idea de Cristina (-) y Laurence Beers (1931-2008), y dirigida por Peter Newbrook (1920-2009). Director de fotografía que, al igual que otros colegas, sintió la llamada de la realización por medio de algún relato atractivo que quiso poner en escena. No solo por motivos de supervivencia, económicos, sino estéticos, caso de Karl Freund (1890-1969), Freddie Francis (1917-2007), Jack Cardiff (1914-2009) o William A. Fraker (1923-2010).

Pero todo ámbito argumental necesita de un adecuado ambiente visual y material. Ahí es donde cobran especial significado escenarios como el de una cripta familiar, el laboratorio del protagonista, o su salón-biblioteca, proporcionados por el veterano decorador John Stoll (1913-1990). Espacios adornados con la música del pianista Bill McGuffie (1927-1987), y potenciados por la fotografía de ese gran profesional que fue Freddie Young (1902-1998).
 
De esta guisa, retrocedemos al año 1875. Una mansión a las afueras de Londres, rodeada por un suntuoso bosque. Como los humanos nos vemos circundados por el misterio boscoso que supone la vida y la muerte. Con los alrededores (el jardín interior), mejor o peor arreglados. Allí habita sir Hugo Cunningham (Robert Stephens, al que todos recordamos por su rol principal en La vida privada de Sherlock Holmes [The Private Life of Sherlock Holmes, Billy Wilder, 1970]), enamorado de Anna Wheatley (Fiona Walker). Hugo tiene dos hijos de un matrimonio anterior, pues es viudo: Christina (Jane Lapotaire) y Clive (Ralph Arliss). Además de contar con un hijo adoptivo, Giles (Robert Powell), que es el mayor de los tres.

El resto de personal de la casa lo conforman el mayordomo Mason (John Lawrence) y la criada Rose (-).
 
 
¿Y cómo se conjugan aquí la vida y la muerte, caso de ser planos separados? Mediante la casual indagación que lleva a cabo sir Hugo. Casual porque está a merced de los nuevos adelantos técnicos. La apertura de conciencia de sir Hugo va pareja a los avances de la tecnología. Su indagación de unos aspectos más comunicantes de lo que percibimos por nuestros sentidos, no tarda en derivar en una auténtica obsesión. No es para menos, las nuevas revelaciones psíquicas son trascendentales, y van sincronizadas al desarrollo concreto de la fotografía. Una de cuyas variedades consistía en el retrato de personas fallecidas, de cadáveres. De hecho, ¿y si se pudiera fotografiar el alma en el instante de abandonar el cuerpo? Una tecnología relativamente reciente parece permitirlo.

En palabras de sir Hugo, necesito una respuesta. Lo que le pasa al científico es que es consciente de que dicha respuesta la tiene en sus propias manos, y no quiere que se le escurra. Tras la fotografía, el invento del cinematógrafo le hace progresar aún más en su teoría, apoyada por hechos hasta entonces pertenecientes únicamente a la esfera de lo religioso, pero que ahora pueden ser constatados a través del método científico, ahondando de paso en su monomanía.

Hugo se sirve de Giles como ayudante, a pesar de que el joven se muestra inicialmente escéptico. Conforme se van desarrollando las investigaciones en torno al ensanchamiento del citado método científico, su convicción se verá alterada gracias al desarrollo de esas nuevas tecnologías. Toda una evolución de los parámetros mentales, con la cual nos enfrentamos los seres humanos de forma periódica. Se supone que para bien.
 

Destaca la armónica composición entre los personajes dentro del encuadre, bellamente fotografiado por Freddie Young. Aún en los momentos de alejamiento o crispación. Personajes dispuestos por un realizador, director de fotografía, decorador, músico, etc., de la misma manera que nuestros destinos parecen organizados en un orden cósmico, que algunos incrédulos aún se empeñan en sacar de la vía de lo universalmente establecido.

La agonía (asfixia) ante la presencia de la muerte, es una manifestación breve. Según la mitología griega, representa el espíritu de dicha muerte. Una imagen nada beatífica, que se “materializa” en momentos de peligro (no necesariamente cuando el fin es inevitable, esto es, se pueden reproducir los parámetros de peligro cercanos a la muerte).

Como a Víctor Frankenstein, a Hugo se le plantea la duda de los límites; de si lo que está haciendo es ciencia, si el fin justifica los medios, si, como le recuerda Giles, hay cosas con las que no se debe experimentar.

La agonía es presentada como un ente vivo. Y por breve que sea su “desvelamiento” o “materialización”, puede ser apresada, como descubre sir Hugo. Esto amplía las fronteras del entendimiento científico y los márgenes narrativos de la película. La Parca es capaz de buscar a sus destinatarios (más que víctimas) pre-establecidos. Pero el fin de los experimentos de sir Hugo es vencer a la muerte.
 

¿Cómo? Atrapando la agonía de cada uno. En estos menesteres, Hugo se haya en buena disposición con sir Edward Barrett (Alex Scott), presidente de la naciente Asociación Parapsicológica Británica. Las constataciones fotográficas han venido siendo refrendadas por este colega, al menos, en un principio. A su vez, Hugo es un científico abierto en sus apreciaciones, y es generoso, como demuestra (según se nos narra) su ayuda a la hermana enferma de Mason. Esto no quiere decir que el protagonista deje de padecer un proceso de cerrazón consigo mismo, al negarse a compartir sus siguientes avances con los demás (salvo con Giles, a estas alturas, más confidente que ayudante).

Formando parte de la puesta en escena de Peter Newbrook, propenso al plano medio, corto o genérico, perfectamente imbricado en los distintos escenarios (la suya es una puesta en escena clásica), encontramos algún que otro apunte visual interesante. Como mostrar a sir Hugo y Giles en un mismo plano, cuando el primero involucra al segundo, pasando de la prometedora y entretenida teoría a la perturbadora práctica. Es decir, cuando ambos se adentran en terreno ignoto. Así mismo, Hugo se nos aparece en contraplano cuando se indispone con sir Edward (ambos están ahora desligados del mismo plano de realidad y conocimiento).

Hasta ese momento, sir Hugo ha experimentado la sustracción de la agonía con animales… no permitiéndoles morir. En consecuencia, proporcionándoles la inmortalidad. O tal vez la palabra justa sea “indefinidamente”, pues la indefinición parece ser la materia prima en estos experimentos, y nada dura para siempre. En cualquier caso, ha llegado la hora de experimentar con seres humanos.

Reparos, ciencia y moral, la Inteligencia Artificial que se nos avecina.
 

La zona muerta (The Dead Zone, 1979; DeBolsillo, 2003), es prima-hermana de Asfixia. Pertenece al grupo de novelas de talante paranormal del escritor norteamericano Stephen King (1947), habitualmente en la linde de lo sobrenatural. Fue una producción para Paramount de Dino de Laurentiis (1919-2010), figura siempre a reivindicar, y Debra Hill (1950-2005), habitual colaboradora de John Carpenter (1948). Escrita por Jeffrey Boam (1946-2000), del que recientemente comentábamos su trabajo para Indiana Jones y la última cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, Steven Spielberg, 1989), cuenta con la música del malogrado Michael Kamen (1948-2003), y la fotografía del no muy prodigado Mark Irwin (1950).
 
Su protagonista es el profesor de literatura John Smith (Christopher Walken). Estando con su prometida, Sarah Bracknell (Brooke Adams), le asalta una visión en plena atracción de la Montaña Rusa. Un torbellino interno en pleno torbellino externo. Que además deja al protagonista en clara indefensión, como le sucedía a la intérprete de Ojos (Eyes of Laura Mars, Irvin Kershner, 1978), cuando captaba las imágenes de un asesino en serie. John es profesor de literatura, pero no podrá seguir empleándose en este cometido. No obstante, el dato nos sirve para enlazar con el clásico de la literatura La leyenda de Sleepy Hollow (The Legend of Sleepy Hollow, 1820; Valdemar Gótica, 2009), de Washington Irving (1783-1859). A John le asedia una forma de muerte, que lo va consumiendo cada vez que padece una de estas premoniciones, en las que él se encuentra físicamente presente, saltando de un escenario a otro. Visiones que lo consumen, pero que deparan la vida a los demás, cuando sus advertencias son atendidas.


“Chapado a la antigua”, John Smith (nombre y apellido cercanos a los de Juan Nadie), procede de una familia humilde, y no se aprovecha de Sarah cuando esta lo invita a entrar en su domicilio. Lo que le ha sucedido es un total y completo cambio que le va a descolocar la vida (más que desorganizarla: lo que se le exige es una nueva organización). Este cambio se manifiesta, como suele ser habitual, tras un severo traumatismo, en este caso, producido por un accidente de automóvil. Alteración psíquica o apertura, mejor expresado, que conlleva una incursión a esa otra realidad que nos observa. El lugar donde no alcanzan nuestros sentidos habituales. Y la modificación psicológica de entender que, lo que nos sucede, es algo real. No imaginado.

Tampoco es casualidad que John acabe aislado (como Juan Nadie [Meet John Doe, Frank Capra, 1941]. Después de una experiencia –comprensión de la vida- de tal envergadura, se hace muy difícil que pueda volver a ser la misma persona, o pueda relacionarse con los demás en plena normalidad.

De momento, John va a dar con sus huesos a la Clínica Weizak, regentada por el doctor Sam Weizak. Un personaje nada negativo, para variar, interpretado por el gran actor Herbert Lom (1917-2012). Las razones por las cuales John no presenta ninguna cicatriz cuando despierta tras el accidente, son espeluznantes. Resulta que ha estado en coma casi cinco años.

Parte de su problema es que John hace públicas sus nuevas capacidades. Y estas cosas es mejor no airearlas en los medios. Quienes no las comparten, sienten envidia, y quienes no las entienden, las atacan. Ni siquiera se toman la molestia de analizarlas, si esto conlleva salir de los parámetros prefijados por un frío laboratorio.
 

Me llama la atención que la planificación del realizador canadiense David Cronenberg (1943) resulta algo cerrada. Como si no favoreciera la respiración, o esta se entrecortara. Esto sucede por dos motivos, desde mi punto de vista. El primero, que la filmación de la puesta en escena está encaminada, me figuro que por consejo directo del productor Dino de Laurentiis, al mercado videográfico. Al principio, las películas en formato ancho perdían mucha factura visual cuando se trasladaban a la cinta de video (no se respetaba el cinemascope), quedando la imagen cortada o, lo que es peor, comprimida. Esto se arregló en los últimos años ochenta, por el sencillo método de respetar el formato original, sin someterse a la disciplina de tener que rellenar todo el espacio de una pantalla de televisión, y con la llegada de los nuevos formatos digitales (DVD y Bluray, más respetuosos con el contenido). Lo segundo es más bien consecuencia de lo primero. Con dicha planificación, Cronenberg y otros colegas lograban transmitir a las imágenes cierto carácter atosigante y opresivo, potenciado por la pantalla grande (de cine).
 
A John le piden ayuda el sheriff Bannerman (Tom Skerritt) y su ayudante Frank (Nicholas Campbell), como último recurso para tratar de dar con la pista de un asesino y violador que está aterrorizando toda una población. No es la primera vez, ni será la última, que las fuerzas del orden echan mano de personas dotadas con un especial talento extrasensorial.

Pero, como ya he anticipado, las incursiones de John no están exentas de peligro. Cuando tengo esas visiones me siento como si muriera por dentro. Es decir, que de alguna manera, John está envejeciendo, sus capacidades lo están consumiendo. Ha de restringirlas a casos muy determinados. Como el de Chris (Simon Craig), un niño replegado en sí mismo (más que autista), hijo del industrial Roger Stuart (Anthony Zerbe).
 

Stuart está valorando su apoyo al senador Greg Stillson (Martin Sheen), candidato a la presidencia de la nación. El senador cuenta con la inestimable ayuda de su acólito y guardaespaldas Sony (Geza Kovacs). En su coacción al periodista Brenner (Leslie Carlson), Stillson proclama que voy a ganar por mucho, y ningún hijo de puta me lo va a impedir. Es uno de esos personajes ávidos de poder y sin escrúpulos, que a veces se escapan de las páginas de la ciencia ficción para asaltar la realidad. Alta política, no cabe duda.

Aquí se establece un curioso paralelismo. Distintas a las de John son las “visiones” que proclama Stillson. Típicas de un iluminado verborréico y egocéntrico. Un “elegido” (líder político-religioso a los que se pliega gustosa una nutrida mayoría, que desde la cuna hasta la tumba jamás ha variado su voto), para el que las personas son números, que suman y restan con objeto de hacer inmediatamente borrón y cuentas nuevas. He de cumplir con mi destino, proclama el candidato. Un destino irradiado por su yo. Si John es capaz de captar la suerte de muchos de nosotros, llegando a anticipar su propio destino, Stillson tan solo posee la visión, supuestamente gloriosa, de sí mismo. No por medio de ninguna anticipación premonitoria, sino por pura egolatría y narcisismo (y una desbaratada visión de la historia). Los destinos de John y Stillson están ligados, ciertamente, pero son muy distintos.
 
No obstante, ¿el destino se puede alterar, o solo contamos con la percepción de que disponemos de la capacidad de poder cambiarlo? Una percepción que tal vez forma parte del destino mismo. En este sentido, La zona muerta es el espacio donde se entrecruzan el espacio y el tiempo. Espacio donde nos parece que el futuro no está escrito, y se puede interactuar con él.
 

La zona muerta no es excesivamente epatante. No lo es al modo de algunas producciones actuales. Ni falta que le hace. Funciona a dos niveles, el visual y el argumental, y dentro del argumental, a un nivel más profundo, el teórico: lo que la narración propone (en los textos literarios hablaríamos de un lenguaje literal y otro figurado). La espectacularidad de sus imágenes se circunscribe a lo que estas implican por sí mismas. La zona muerta es una película de horror de cámara (valga la doble acepción, cinematográfica y musical). Otras piezas de Cronenberg, como Videodrome (íd., Universal, 1982), contaban con un presupuesto escueto, pero resultaban más gráficas y viscerales. La virtud de La zona muerta consiste, precisamente, en la contenida plasmación de la angustia de quien se siente solo y postergado, por poseer cualidades superiores a los demás.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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