Para el sábado noche (CXVI): Trilogía El Padrino, de Francis Ford Coppola

01 mayo, 2022

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Amerigo Bonasera estaba sentado en la Sala Tres de lo Criminal de la Corte de Nueva York. Esperaba justicia. Quería que los hombres que tan cruelmente habían herido a su hija, y que además, habían tratado de deshonrarla, pagaran sus culpas. Así comienza la novela El Padrino (The Godfather, 1969; Grijalbo, 1970, Orbis, 1983), del escritor estadounidense, de ascendencia italiana, Mario Puzo (1920-1999). Recuerdo que Puzo también participó de un modo u otro en los guiones de Terremoto (Earthquake, Mark Robson, 1974), Superman (Íd., Richard Donner, 1978), Cotton Club (The Cotton Club, Francis Ford Coppola, 1984) o El siciliano (The Sicilian, Michael Cimino, 1987), entre otros.

Ese inicio escueto y preciso nos da ya una idea del leitmotiv del conjunto de la narración. Cuando la ley falla, la justicia en forma de Padrino se instala en el pensamiento y modo de vivir de los que, con su esfuerzo, han cimentado un porvenir en un suelo que, de origen, no es el suyo. Me refiero a los inmigrantes. Estos establecieron las normas, o para ser más precisos, las trasladaron de sus lugares de procedencia, con la isla de Sicilia por bandera. Se reconocen como iguales y se ayudan, aunque hay excepciones que han de ser barridas. Desconfían de los representantes de la ley, porque piensan que los trapos sucios hay que lavarlos en casa, y no solo por cuestiones de honradez gubernamental (no todos los funcionarios policiales eran corruptos). Luego, es tarea de los descendientes mantener dicho statu quo. Pero ningún compromiso que tenga relación con lo humano es perfecto. Sobre todo, cuando nos movemos por una gran variedad de intereses soterrados, que confluyen en uno solo: alcanzar el poder.


Así, el Padrino deviene en figura protectora y casi en título nobiliario. De una realeza especial, enfrentada a una ralea que, las más de las veces, no está a la altura del cargo al que aspira (ser el nuevo mandamás). Pero el control para el que lo trabaja, con atajos violentos si es preciso, aunque con la suficiente destreza como para mantenerse en su zona de influencia y dominio. Lo iracundo y vehemente, serán carta de naturaleza de los asaltantes al título, a los que se responderá con igual contundencia. Puede que no se sea el primero en atacar, pero sí hay que saber defenderse. Aunque esto conlleve, en buena medida, perder el rumbo, desconocer dónde está el límite, como le sucederá al personaje de Michael Corleone, interpretado por Al Pacino (1940), a lo largo del segundo título de la trilogía.

Este núcleo es, para mí, el primer gran punto de interés de la obra de Mario Puzo.

Argumental y conceptualmente, el segundo estriba en el hecho de cuándo queda marcado nuestro destino. Para algunas personas este queda fijado pronto, a raíz de unas circunstancias personales, ajenas o familiares. A otras les llega tarde la caída del caballo. Coexiste cierto determinismo en la figura de Michael Corleone, también en lo que se refiere al actor que lo encarna. De igual manera que Pacino no era la primera elección para el papel de Michael, el propio Michael no era el destinado, aunque sí el predestinado, a ocupar el puesto de Padrino dentro de la familia Corleone. Hasta qué punto esto significa para él una vida malograda, siendo lo que no hemos querido ser, o existe una completa y compleja adaptación a las circunstancias, es algo que compete al lector o espectador de este relato, más que a la narrativa derivada del mismo. En ella, Michael asume su rol con voluntad, es cierto, pero si sus actuaciones no son frustradas en la mayoría de los casos, sus consecuencias sí lo son.

Los acontecimientos se precipitan ya en la primera entrega, El Padrino (The Godfather, Paramount Pictures, 1972). No hemos tenido tiempo, se lamenta el líder y padre de familia, Vito Andolini Corleone (el sobrevaloradísimo Marlon Brando). En lo que es una concepción casi enfermiza de la familia; de trasfondo rígido y cartesiano, pero envoltura bien avenida y bullanguera. Se ha de tener en cuenta, además, que a Michael se le va a afear la conducta, en la segunda de las partes, por elegir una profesión, el ejército -en concreto, servir en la marina durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945)-, que no estaba prevista o formaba parte de esos esquemas rígidos. El bien de la Familia, con mayúscula, ha de prevalecer.

De esta suerte, aparece otra diana, la lealtad. Tus enemigos habrían sido los míos, le dice Vito al atribulado Bonasera (Salvatore Corsitto), que ha acudido a pedirle consejo después de que las leyes mundanas le hayan defraudado.

La principal víctima, tan física como los cadáveres que jalonan la tríada, es el amor. El de Kate y Michael, el matrimonio de su hermana Constanza, Connie (Talia Shire) con Carlo Rizzi (Gianni Russo), y el filial. Tercer punto de interés (entre otros muchos).

En palabras de Mario Puzo, estamos ante un hombre virtuoso que comete un acto deleznable, se horroriza ante ello y se convierte en algo aún peor. Se horroriza ante ello y calla, añadiría yo. El carácter de Michael Corleone es introspectivo. Algo que el padre sabía. Su valor residía en otra cosa. En este sentido, a veces lo más difícil, por no decir imposible, es pedir disculpas. Porque eso conlleva mostrar nuestra vulnerabilidad ante los demás. Es mejor replegarse, y justo eso es lo que hace Michael. Actuando con inusitado rigor de puertas para fuera, porque en este universo simbiótico y cerrado, si dejan de temerte, estás perdido.


En la segunda parte, El Padrino II (The Godfather Part II, Paramount Pictures, 1974), sobresaliente en su concepción y desarrollo, es cuando Michael se cree el papel que en principio no estaba asignado a él. Paulatinamente, se ve en disposición de dirigir la vida de cuantos le rodean. Su soledad lo abrasa, es un ser en progresiva penumbra. Algo que rubrica la fotografía de Gordon Willis (1931-2014). Se ha convertido en un hombre frío y evasivo, salvo con sus pocas personas de confianza. Por defender a su familia, a cualquier precio, se queda solo. Es todo cabeza, poco corazón (esta será una cualidad que no pasa factura hasta la tercera parte, menospreciada pero igualmente valiosa). Seco de trato, entregado exclusivamente a los negocios de los Corleone, Michael se muestra a contracorriente de sí mismo (o al menos, del que fue). Aquel en quienes los demás ya no se reconocen.

El Padrino II es, así mismo, película que demuestra cuán importante es la labor de montaje en el resultado final, y consecuentemente, en la impronta de la historia que se relata (sin que tal estructura haya de repetirse necesariamente, claro está).

En la tercera de las partes, objeto de un remontaje reciente por su realizador, Francis Ford Coppola (1939), la oportunidad de redimirse diría que atenaza a Michael, provocándole la misma ansiedad que le oprimía antes. Ahora que se te respeta tanto eres más peligroso que nunca, le espeta su ex esposa Kay (Diane Keaton) como un arma arrojadiza. Ahora bien, sentimos compasión por él. Más que nunca, porque su contrición es auténtica, y su redención dolorosa. Pero los lazos de sangre establecidos lo superan, aniquilando toda ilusión de armonía. Su destino estaba fijado desde un principio, aunque no se traduzca en la inmediatez de los años (Michael es longevo). Su muerte será en vida. ¿Qué me traicionó, la mente o el corazón?, se pregunta ante el féretro de su protector y amigo, Don Tommasino (Vittorio Duse), ante la proximidad de su propia desaparición (en monólogo suprimido del nuevo montaje). Sincerándose ante Kay, tenía un destino diferente al que había planeado. En efecto, esa doble realidad a la que se ha visto abocado es como el drama que se desarrolla sobre el escenario de un teatro de la ópera, equivalente al que ocurre de forma simultánea entre bastidores.

El poder es multiforme en El Padrino III (The Godfather Part III, Paramount Pictures, 1990). Se refiere al de Michael y los que le rodean, a la Iglesia (a una parte de la Iglesia), y muy particularmente, a Vince Mancini (Andy García), el hijo de su hermano Santino, Sonny (James Caan), espabilado y enérgico, ariano, destinado a repetir un ciclo que no puede volver a ser el mismo. O puede que sí. Ambigua y borrosa es la imagen de ambos ante el espejo, mientras Vince ayuda a Michael a afeitarse. Los dos creen sentirse a salvo, como todos los manipuladores, en tanto no se hagan públicos sus pecados. Paráfrasis de la actualidad. Pero respecto a Michael, existe la sospecha, Kay lo sabe todo, y también su hijo, Anthony (Franc D’Ambrosio). Lo que no obsta para que ella cargue con su propia falta, como habrá ocasión de ver.


Y ahora pasemos a la parte visual, de puesta en escena. Se ha atribuido gran parte del mérito de la trilogía a los creadores técnicos. Todos recordamos la sub exposición en la fotografía del referido Gordon Willis, sobre todo en la segunda parte de la saga, pero no podemos dejar de señalar la labor de montaje de los veteranos William Reynolds (1910-1997) y Peter Zinner (1919-2007), los espléndidos decorados de Dean Tavoularis (1932), o la música de Nino Rota (1911-1979), triste en el sentido más elogioso y evocador del término. De nuevo determinista.

Destaco, igualmente, un movimiento inverso con la cámara, que se corresponde a dos momentos particularmente trascendentales de la película inicial. En el primero de ellos, de alejamiento y que sirve de apertura, Bonasera narra sus problemas al Padrino. En el segundo, de acercamiento a Michael Corleone, esto es, de implicación, ilustra la toma de decisión de este en los asuntos de la familia, a los que hasta ahora solo se había acercado de tangencialmente.

Como sabemos, la acción se solapa en dos marcos temporales en la segunda entrega. Lo cierto es que la narrativa es bastante más fluida en esta modélica película. Los Corleone se han establecido en Nevada, dedicados al negocio hotelero, principalmente. O mejor, digamos que tienen allí su base de operaciones, pues pretenden invertir en la Cuba pre-castrista. Las estampas procuradas por la ambientación son magníficas. Como los desencuentros con el senador Pat Geary, del Estado de Nevada (G. D. Spradlin), que los desprecia pero los necesita y utiliza, como deja bien sentado. Cambiarán las tornas. La hipocresía de esta gentuza incrustada en la política es, así mismo, ejemplar. La legalidad que anhela Kay Adams para la familia es a todas luces imposible. Una utopía. Ya lo es fuera de los tratos con la política o la mafia… A ello se suma la ambición del picatoste Hyman Roth (Lee Strasberg, el antiguo profesor de interpretación de Al Pacino).


Sobresale en esta continuación la conversación privada entre Michael y Tom Hagen, su hermanastro y abogado de la familia (Robert Duvall), a solas, tras el atentado que sufre Michael en su propia casa. Los diálogos son certeros y excelentes en este meridiano. Valgan también como ejemplo la charla de Michael con el amigo de su padre, Frank Pentangeli (Michael V. Gazzo), en la que fue la antigua vivienda de su familia. La de Michael con Fredo (formidable John Cazale) en La Habana, o la que mantiene con su madre, en la que ambos parecen hablar distintos idiomas pese a emplear la misma lengua (el italiano). En hecho de que el citado Pentangeli ocupe la casa que conocemos en la primera parte, ofrece un aspecto simbólico que denota un buen guión (no basado esta vez de forma exclusiva en la novela). También es de señalar el último flashback, con el que culmina el segundo relato, y que ya deja a Michael solo, sentado a la mesa del comedor familiar. Ahí habría puesto yo el punto final.

Matar y estar con la familia, de modo casi simultáneo, es lo que hace el joven Vito (Robert de Niro) en El Padrino II. Para sobrevivir y escalar puestos. Y de paso, ayudar al que lo necesita. Por su parte, y como antes anticipaba, la sufrida esposa de Michael, Kay, no queda libre de culpa, ni mucho menos, pese a la presión que soporta. Asesina por medio de un aborto al hijo de ambos por nacer, para romper definitivamente su vínculo con Michael (!). Algo de lo que no se volverá a hacer mención con posterioridad, de manera injusta. Que se disponga o no de buenas razones para estos actos por parte de Michael, el joven Vito o Kay, es algo que nuevamente queda al arbitrio del espectador. Al fin y al cabo, ellos son los aventajados, mal que les pese, de un grupúsculo fatuo de vejestorios pagados de sí mismos, que, en las reuniones de todos los cabezas de familia, parece que vegetan.


Existen dos fotografías en la primera y tercera películas de El Padrino. La segunda parte es una descomposición de la primera de ellas. En un momento de la narración, principalmente durante una celebración, los personajes se retratan. Lo hacen doblemente, por sus acciones y por esta imagen que es legada en papel. ¿Qué queda de todos ellos al final de la proyección (de su vida)? En esta atmósfera de falso relumbrón, el lujo no estriba en las joyas, sino en la empatía, seguro pasaporte al otro barrio. El dinero es tan volátil que casi parece un pretexto, un macguffin, en la realización y avidez de estas personas. Lo importante es el poder.

Allende estos retratos fotográficos, incluido el que en la tercera parte le hace Mary (Sofía Coppola) a sus padres en la estación de ferrocarril, son muchas las imágenes que podemos retener de la trilogía. Es decir, que cuentan una historia por sí mismas (esencia del cinematógrafo). Permítaseme recordar algunas que, a un nivel particular, y a buen seguro para muchos de los lectores, constituyen la naturaleza de este tríptico revestido de tragedia griega que es El Padrino. Junto al beso en la mano, en señal de respeto, y otros ritos más feroces, como el mensaje siciliano en forma de pez, rescato el instante en que la policía, de incógnito, toma nota de los números de las matrículas en el aparcamiento del lugar donde se está celebrando la boda de la hija de Vito Corleone. Nadie puede sacar fotografías no autorizadas durante la ceremonia. Verbigracia, los obreros de la mudanza que dejan la casa de los Corleone vacía, al término de la primera parte. A partir de aquí, comienza una nueva etapa, de la que da buena cuenta esa puerta que se cierra sobre el rostro de Kay; a saber, sobre su confianza e inocencia. Para ella también comienza otra fase que podemos llamar calvario. De la segunda entrega, entresaco la imagen de Michael contemplando el cochecito de juguete de su hijo, un regalo de Navidad por mediación de Tom Hagen, que conlleva el regreso a una casa devastada por la nieve y la soledad. De la tercera, me gustaba la estampa inicial de la residencia abandonada en Nevada, que Coppola ha eliminado de su nuevo montaje (este también me agrada, en cualquier caso, resulta más “tradicional”). También el instante en que Michael deja pasar la bandeja con las joyas que se le ofrece, ante la mesa que reúne a todos los capos, en Atlantic City. Por supuesto, el sacramento de la confesión a manos del cardenal Lombardi (el estupendo Raf Vallone), el plano general de Connie y Michael enmarcados en el jardín de Sicilia, y la visita de Michael y Kay a la “verdadera” Sicilia, al cabo de tantos años.


Hay más dinero en las drogas que en cualquier otro negocio que podamos emprender, asegura Tom, el abogado de la familia Corleone, y como queda dicho, un miembro más de la misma, tras sus primeras indagaciones. Ellos dominan los sindicatos y el juego, pero advierten que su universo está a punto de mutar. En esta línea, las reuniones de capos devienen repulsivas y atrayentes a la vez, y han de ver con las inversiones de los Corleone en el desarrollo de la ciudad de Las Vegas, en pugna con esa nefasta inserción de las drogas, a las que los Corleone se han opuesto con fatales consecuencias.

Los sentimientos profundos, no los que “se exhiben”, son rara avis. Ya en la primera parte, a Michael le cuesta decirle a Kay que la quiere, estando en presencia de otros. De hecho, la traiciona casándose con otra mujer en primer lugar. Y más tarde, le miente cuando le asegura que no es cierto que haya ajustado las cuentas a la familia (lo que de momento da resultado).

Como conclusión de este artículo, dejo para el final una de esas imágenes a las que antes aludía. Probablemente la que más me entusiasma. De excelsa semántica y pragmatismo formal. La soledad del niño inmigrante recién venido a América, que observa a través de un ventanal, tratando de vislumbrar su futuro.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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