El malvado Zaroff lo es por dos motivos, posee un genio creativo y perverso, y lo sabe perfectamente. Pero como les sucede a tantos de estos temperamentos, trata de justificar pertinazmente su conducta y proceder; por otra parte, tan cruel como humana.
La naturaleza se escinde de forma múltiple en la excelente El malvado Zaroff (The most dangerous game, RKO, 1932). De un lado, tenemos la naturaleza explicita del paisaje, agreste y selvático, con sus propias tragedias a nivel interno; y de otro, al ser humano que forma parte de la misma, y que se divide, a su vez, entre lo que reconocemos como civilizado e incivilizado, con una tenue línea fronteriza.
Se trata de un argumento reutilizado (no siempre aprovechado) en futuras ocasiones, desde Huída hacia el sol (Run for the Sun, Roy Boulting, 1956) hasta, indirectamente, Acorralado (First Blood, Ted Kotcheff, 1982). En el caso que nos ocupa, la justamente mítica película fue una producción de Merian C. Cooper (1893-1973) y David O. Selznick (1902-1965), escrita por James Ashmore Creelman (1894-1941) y Richard Connell (1893-1949), según un relato de O. Henry (1862-1910), y realizada al alimón por Irving Pichel (1891-1954) y Ernest B. Schoedsack (1893-1979).
Una aldaba es la primera imagen que nos es mostrada. Esta da acceso a la fortaleza del conde Zaroff (Leslie Banks), un bastión edificado por los portugueses tiempo ha. Hasta él arriba el cazador profesional Robert Rainsford (Joel McCrea), después de que la embarcación en la que viajaba encallara en los arrecifes y se hundiera. Robert es el único superviviente (del hundimiento y de los tiburones), pero se sorprenderá al comprobar que existen otros visitantes de naufragios anteriores. Concretamente, Eve Trowbridge (Fay Wray) y su hermano alcoholizado Martin (Robert Armstrong); junto a dos marineros de los que nunca más se supo. Todos conviven en la alcazaba, mientras, supuestamente, es reparada una lancha capaz de sacarlos de allí.
Aunque como es de suponer, las intenciones del conde son mucho más oscuras y no tardarán en desvelarse. Para ello cuenta con la ayuda, como en toda buena película de terror de la época, de un siniestro acólito llamado Iván (Noble Johnson). Tras la imagen de esa aldaba, traspasamos el plano de lo alegórico para adentrarnos en un categórico y descarnado relato de supervivencia, extensible a todo el planeta, con sus particulares salas de trofeos.
Para el conde se trata de una cualidad instintiva; la del cazador avezado que se enfrenta intelectual y corporalmente a otro de su misma condición. Zaroff ha desplazado unas señales visuales para hacer embarrancar todas las naves y así proveerse de presas. Forma parte de su ritual de caza; atracción a la que el conde no ha renunciado a pesar de que explica que cuando perdí el amor por la caza perdí el amor por la vida, y por el amor mismo. O dicho de otro modo, cuando recobra la afición por la caza, recupera todo lo demás. Lo cual acontece en aguas del Pacífico, en un entorno tan selvático como fantástico y, por descontado, ignoto tanto moral como geográficamente. Todo un precedente de la fabulosa isla de King Kong (Merian C. Cooper & Ernest B. Schoedsack, 1933).
En este sentido, sobresalen los planos del pantano entre la niebla y las peligrosas cataratas; hasta que, finalmente, asistimos a la táctica narrativa del cazador cazado; como también sucede a veces en la vida. Zaroff no solo representa la crueldad de lo atávico y lo primordial, “endulzado” con cierto determinismo como cazador, sino igualmente la sofisticación con la que este se adorna; por ejemplo, cuando interpreta unas románticas piezas al piano.
Aspecto último que debemos al talento musical de Max Steiner (1888-1971). Debidamente restaurada, la composición fue editada en 2001 por el sello Marco Polo (8.225.166), junto con la extraordinaria -musicalmente hablando- The son of Kong (Ernest B. Schoedsack, 1933). Por todo ello, El malvado Zaroff es un trofeo para paladares cinéfilos exquisitos. Al fin y al cabo, tal y como Jean Francois Revel (1924-2006) determinó, la primera de las fuerzas que mueven el mundo es la mentira. Y lo difícil es darse cuenta de que esto es verdad.
Escrito por Javier C. Aguilera
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