La costa de los mosquitos, de Paul Theroux, y adaptación de Peter Weir

25 septiembre, 2021

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El término medio, según Aristóteles (384-322 a. C.), es la razón que decide el hombre prudente; una posición intermedia entre el exceso y el defecto, el cual apunta al equilibrio entre las pasiones y las acciones. La persona virtuosa adquiere el hábito de actuar rectamente de acuerdo con esa justa medida, que evita tanto la exageración como la deficiencia, lo que requiere de cierto tipo de sabiduría práctica a la que el filósofo llama prudencia (phrónesis) (Ética a Eudemo y Ética a Nicómaco).

Vivimos una era extraña, donde la lógica, comenzando por la significación referencial del lenguaje, está siendo puesta en cuestión, no por ningún equilibrio virtuoso, sino por los extremos ideológicos más aberrantes. De los que no hay más remedio que defenderse. El escritor norteamericano Paul Theroux (1941) ya materializó esta amenaza, en petit comité, pero con implicaciones globales aterradoras, en la figura principal de La costa de los mosquitos (The Mosquito Coast, 1981; Tusquets - Círculo de lectores, 1984).

Una novela de la que podemos establecer ciertos parámetros narrativos y ontológicos básicos. Por ejemplo, que huir a otro lugar no hace que desaparezcan nuestros problemas. Otrosí. El protagonista, clásico pero particularísimo anti héroe, decide no proseguir con la escolarización de sus hijos en los centros educativos al uso, en pro de un contra culturalismo de raigambre cosmológica, ya que reniega de los contenidos de la enseñanza contemporánea (lo que incluye el apenas saber leer y escribir: una situación sostenida en la actualidad, precisamente, por los que más dicen defender la cultura, lo estratégico –sea esto lo que sea- y el ecologismo; y añadan lo que quieran). Con ello el autor pone de manifiesto lo influenciables que son los niños y adolescentes (o alumnos) ante la a veces desnortada idiosincrasia de los progenitores y demás custodios doctrinarios, antes de poder desenvolverse y, con suerte, hallar su propio camino. A menor calidad de la educación, mayor el asalto de personas poco formadas en los ámbitos del dirigismo y la comunicación, en las instituciones grupales y públicas.

Quisiera hacer notar, además, un llamativo aspecto formal de la novela. Figuras tan épicas como trágicas, tales progenitores se denominan a sí mismos Padre y Madre, en lugar de por sus nombres propios, a modo de dos (dislocados) arquetipos.

Paul Theroux
Padre es Allie Fox, un descontento con el mundo, al que responde con talante pejiguera, en un entorno social con base ciertamente real: la sensación de que la civilización se desmorona (como si la civilización no hubiera hecho otra cosa, con algunos periodos de relativa calma). Dicha desintegración de los cimientos de las culturas de oriente (sí) y occidente, no se refiere tanto a los conocimientos en los que se sustentan, sino a su aplicación política y manera de encararla (someterse o rechazarla) en un plano personal, que es lo que nos compete. Creo que es importante establecer este matiz. Allie Fox se enfrenta, con su individualidad, desbocada pero libre, al conjunto de individualidades que integran los distintos núcleos y conjuntos que no le satisfacen, y que nadan en una misma corriente (ya veremos que, de forma literal, Allie tratará de ir contra la corriente).

Estaba pensando en voz alta, sostiene en multitud de ocasiones. Y en efecto, no para de hablar y pensar para los demás, además de para sí mismo, como voz narrativa pura que se transcribe en forma de diálogo, en lugar de como convencional párrafo de novela psicológica, que es lo que es La costa de los mosquitos. Esta visión más psicológica pertenece al hijo mayor, Charlie, de trece años. Suya es la narración interiorizada que sostiene el relato.

Mientras Charlie se guarda los pensamientos para sí -y el lector-, actuando en consecuencia, Allie actúa como si todas sus ocurrencias y meditaciones debieran ser fuente de conocimiento público, o al menos estar dirigidas, como se suele decir, a quiénes pudiera interesar. Sería interesante establecer la Carta Natal de este personaje literario, de patrones reales, en posible trasposición con el propio autor (si ello fuera posible). Algo de certidumbre simbólica debe aportar la disciplina astrológica cuando es capaz de compendiar y establecer -aunque a veces no llegue a salir de su propio asombro- el número de ególatras y cortoplacistas que copan los cargos públicos. Fin de la digresión.

Allie Fox es inventor. Un genio para cualquier cosa mecánica, en palabras de su primogénito (parte I: capítulo I; los capítulos son acumulativos en las distintas partes). Esto lo convierte en un personaje rebosante de teorías acerca del mundo, del ser y el estar, algunas de ellas de lo más pintorescas, aunque no más que las que algunos esgrimen hoy en día de forma pública. Un paladín con elocuencia capaz de arrastrar -y arrostrar- a su núcleo familiar, que a la larga superará la prueba de la desintegración, no sin esfuerzo (por parte de las individualidades que escapan al yugo de lo autoritario y autárquico, sin dejar de constituirse en familia). Así, Allie critica el mercantilismo y la tecnificación; por lo visto, ajenos a los procesos de la invención. Profesa un ecologismo “salvaje” al que se verá abocado toda la familia. Aboga por las energías renovables (aún no sabe que repercuten en los impuestos indirectos de la factura de la luz). Ha idealizado Centroamérica, no políticamente, sino como locus amoenus, así como la vida del buen salvaje; la naturaleza, en definitiva. Imbuido en su retórica, es esclavo de sus propios compromisos mentales.

Collage
Pese a todo, Allie sabe usar las manos para llevar a cabo sus fértiles empeños, y ese movimiento lo demuestra andando. Atendía, según Charlie, a un desafío particular, algo que podía arreglarse con una idea o una máquina. Sentía que tenía respuesta a casi todos los problemas, siempre que alguien quisiera escucharle (I: I).

Lo cierto es que el protagonista detesta los grupos identitarios; en realidad, toda sumisión ideológica, sin darse cuenta de que él mismo va a caer en la trampa de la suficiencia mesiánica. Su sentido de pertenencia comienza siendo libérrimo, para acabar alterándose drásticamente, y en última instancia aniquilado. Sin posible remisión: esto es algo que corresponderá a sus allegados, a quienes le sobrevivan.

Poco a poco va desarrollando una psicología patológica. Era grande y atrevido en todos sus actos (I: II). Lo único que le ancla al respeto de la civilización que le vio nacer es una práctica gorra de béisbol. Personaje de gran profundidad, Allie se halla inmerso en sus contradicciones. Cree que la amenaza nuclear se va a concretar hic et nunc. De su estructura mental parte una aventura física: el traslado de él y su familia a otro espacio, físico y mental. Su inestimable afán de independencia se va a ver cañoneado por su intransigencia a no cejar en esa doble vertiente de su aventura, convirtiendo en acto las más desbocadas teorías; como algunos gobiernos que, en la actualidad, viven alejados de la realidad. Allie confunde la precariedad con el naturismo, la naturaleza con lo agreste, por mucho que la revista de cierta guisa confortable que permite la habitabilidad. Allí va buscando retomar su humanidad, pero resulta que la ha perdido hace tiempo; un aspecto que está latente antes de abandonar el país de origen. Reitero que nos encontramos ante un personaje de gran peso psicológico y poso dramático, por su complejidad, al borde siempre de lo verosímil, como tantas veces sucede con la realidad.

Imagen de la película
Paul Theroux nos propone la diatriba entre creatividad versus dependencia tecnológica. Un cortocircuito típico de nuestro tiempo. Ya en el capítulo tercero, el joven Charlie advierte que esta incapacidad (anti empática) de su padre, de conciliar ambas posturas, da al traste con muchos de sus proyectos. Por ejemplo, un simple cultivo, o la posibilidad de un negocio de paneles solares, aún en EEUU, a lo que se suma la denodada lucha con los elementos traicioneros, que le acompañará en su viaje ulterior a Centroamérica. De nuevo Charlie (salvo que se indique lo contrario, el resto de citas pertenecen a este personaje), indica que le gustaba empezar desde cero (se supone que habiendo aprendido de los errores previos, aunque esta progresión geométrica es la que se va a quebrar en favor del más puro obcecamiento).

Allie admite tener una misión que cumplir. Por eso estoy aquí, declara en repetidas ocasiones, como convenciéndose de su apostolado (I: III; XII). Allie Fox es, de este modo, comparado con un predicador, aún de forma indirecta (I: VII). De hecho, es buen conocedor de los Textos Sagrados. Y con un reverendo se va a topar en su viaje de ida. Uno de esos tostones protestantes que respiran bajo el signo de la Cruz, pero que realizan una labor de catequesis no muy distante de la de Allie; con la similitud de que cada uno de ellos involucra a su núcleo vital más cercano. Se trata del misionero Gurvey Spellgood. Aunque esta encomienda fervorosa es para Paul Theroux claramente artificial y mecanizada, como en una cadena de montaje (los nativos viendo los videos de Spellgood a través de la televisión), los personajes no están exentos de la humanidad que los ata a sus patrones normativos.

Hemos de tener en cuenta que el nivel de influencia -por no llamarlo de otra manera- a que se ha visto -libremente, eso sí- una parte de la población norteamericana, por parte de predicadores, telepredicadores y sectas de todo cuño, es apabullante, y que esto representa una ruptura con lo religioso protestante más que evidente en novelas, películas, y otras manifestaciones artísticas. Dicho corsé religioso también salpica e indignifica el aspecto trascendente del ser humano (por vía de la cienciología, sectas Edelweiss, y sus equivalentes). Sin duda, los EEUU, y otros territorios del planeta, disponen de un serio problema desde hace bastante tiempo (tal vez desde el octavo día).

Spellgood tiene una hija, Emily, más estúpida -o aniñada, siendo más clementes- de lo que reflejará la posterior versión cinematográfica. En este sentido, Charlie y Emily mantienen en el libro una relación más de niños que de adolescentes.


Indudablemente que Allie Fox es un cenizo respecto a la sociedad (o suciedad) que le rodea, de la que solo sabe entresacar sus aspectos más negativos. Algo que comprensa siendo una persona generosa, aparentemente equilibrada, dador de los beneficios de una tecnología sostenible más integradora, que a la larga se convertirá, ironía suprema, en la más desintegradora. En este sentido no hay duda, Allie trata de predicar con el ejemplo. Lo que se traslada al ámbito de los sentimientos. Me avergonzaba de Padre, a quien no le importaba en absoluto lo que pensaran los demás. Y le envidiaba por ser tan libre; y me odiaba por sentir vergüenza (I: IV).

Como ya he advertido, empieza sacando a los niños del colegio, lo que es un flaco favor. Yo deseaba secretamente ir a la escuela (I: VI), prosigue Charlie. La gracia está en la crítica hacia los que tratan de buscar “la iluminación” en países lejanos y exóticos (el mantra de Oriente), o en la naturaleza áspera y “primaria”, donde todo suele estar bastante oscurecido. Mientras despliegan su elocuente e incansable batiburrillo cascarrabias. Arrojado en unas cosas, Allie se muestra sumamente inocente en otras. En cuanto a Madre, su lealtad a Padre me dio fuerzas (íd.).

E insiste el chaval. Me dolía que Padre, al no permitirme asistir a la escuela, impidiera que aprendiese a escribir como él (íd.). No me gustaban las escuelas, menciona Allie, por su parte (I: VII). Con lo que, en efecto, está negando a los restantes miembros jóvenes de su familia el derecho a la instrucción, o al menos, su derecho a decidir por sí mismos. Que es precisamente de lo que va el libro.

La familia Fox deja atrás todo lo que de bueno y malo ha conocido hasta entonces (I: VII). La decisión les lleva hasta Honduras; más concretamente, a la región de Mosquitia, que está en la edad de piedra, según el capitán del barco que los transporta.

En un principio, a Charlie le estimula el viaje, por ser una forma eficaz de que nadie sea testigo de sus carencias, de las que va a ser progresivamente consciente. Me alegraba de marchar lejos, donde nadie nos veía (I: IX). Luego, esto no va a ser suficiente. El muchacho posee una creciente confianza en sí, en contraposición con la del padre, aunque aún habrá de pasar por una etapa, primero de referencia (nunca le había visto fracasar, íd.), y después de sometimiento. Nunca admitía que no sabía algo (II: XV). Las mentiras me incomodan, añade Charlie más adelante (II: XIX).

Allie procede a la adquisición de un poblacho destartalado llamado Jerónimo. Pero como explica el hijo mayor, ya no había magia, ni siquiera algo familiar (II: X). Se trata de un pueblo de caminos sin salida, perros muertos, buitres, pistoleros, una playa sucia, gallineros y carreteras que no llevaban a ningún lado (íd.). La vista desde el barco había sido como un cuadro, pero ahora estábamos dentro del cuadro (íd.).

Esta es la primera constatación de la decepción dentro del “paraíso”. Pero el periplo no acaba aquí. Tras una serie de prometedoras vivencias y desafortunados avatares, la familia prosigue adentrándose aún más en el interior de lo ignoto, geográfica y anímicamente, sumergiéndose Allie Fox en su propio corazón de las tinieblas.

Esto es inocencia, proclama el pater familias cuando pisa su particular tierra a la vista (II: XII), primitiva y rudimentaria, confundiendo de nuevo inocencia con incultura rampante. Trata de destruir la espiritualidad de los nativos porque la confunde, a su vez, con la envoltura religiosa. Parafrasea a Clarke (1917-2008), al atestiguar que ninguna tecnología suficientemente avanzada se distingue de la magia (II: XV).

Selva tropical, Río Plátano en Honduras
La rutina y el egoísmo naturalista que Charlie observa a su alrededor nada tiene que ver con la visión idílica y utópica en la que se empecina su padre, un intercambio poco menos que feudal con los nativos; ambas posturas se acaban contraponiendo. Anti religioso pero iluminado en sí mismo, Allie Fox es, pese a todo, un líder. Lo que está lleno de connotaciones perversas. Por eso se muestra arisco cuando míster Haddy, un nativo que posee un barco a motor, regresa con un pasajero imprevisto, míster Strauss, otro evangelizador (competidor) (II: XIII). Tampoco es de extrañar que los chicos busquen su propio refugio exterior (e interior), en un campamento, no muy alejado del núcleo central, llamado el Acre (II: XIV-XV). Un cobijo dentro de ese (des)amparo abrumadoramente natural.

Cultivar maíz, arroz y otras verduras, así como fabricar hielo, son quehaceres elaborados con mecanismos hechos a base de materiales locales, debidamente reciclados. La idea no es improductiva, como demuestra un sistema de alcantarillado y de calefacción para el invierno (con tubos de plástico). Los mejores retretes de todo Honduras (II: XVI), en plena selva. Poco menos que milagros para los lugareños.

Pero la fatalidad acecha, en forma de esa misma naturaleza, y por supuesto, a través de la malvada naturaleza del ser humano, personalizada en una cuadrilla de guerrilleros locales. Lo adelanta el propio Allie, inadvertidamente, al efectuar una excursión a otro poblado con objeto de llevarles una muestra de hielo: a partir de aquí, es todo cuesta abajo (II: XVIII).

Vi La costa de los mosquitos (The Mosquito Coast, Twentieth Century Fox, 1986), en su versión cinematográfica, en un cine ya desaparecido -para variar- de Granada (el Aliatar), en el momento de su estreno, y ya entonces me comentaban los compañeros de la E.G.B., tan extinta como el propio local, que era poco menos que un rollo. Como siempre he sido algo raro e independiente, para allí que me fui a verla. Y lo gordo es que me gustó. O mejor, dicho, me llamó la atención, a falta de haber leído la novela (han tenido que transcurrir muchos años hasta que lo he hecho, movido por la grata nostalgia y el interés de cotejar el original). También se decía entonces que la adaptación cinematográfica resultaba inferior al libro. No estoy de acuerdo.

Los que sostuvieron tal opinión, me da la impresión que, en la mayoría de los casos, no habían leído la novela, porque la película es totalmente fiel al espíritu y estructura del libro. Está tal cual, con la ventaja, por parte de la adaptación, de saber comprimir muchos pasajes espesos, a veces algo farragosos o reiterativos del escrito.

Desde luego que el sentido del humor hiperbólico está más desarrollado en la novela, sin demérito para la esencialización cinematográfica. Esta resulta obvia, pero puede resultar adecuada o un desastre en función de quienes la organizan (enseguida los menciono). Me inclino por los primeros resultados, por mucho que las aristas de algunas situaciones y personaje principal parezcan más suavizadas en la película. Y digo parezcan, porque beneficio del cine es saber hacer volar la imaginación entre plano y plano, por entre los intersticios de las secuencias en movimiento. El nudo gordiano, por lo tanto, permanece.

Advierte el novelista Fernando Sánchez Dragó (1936) en el prólogo a la edición del libro que yo poseo, antes referenciada, sobre la desaforada pretensión de querer cambiar el mundo por parte de algunos: el odio al progreso y el afán progresista, en difícil cálculo.

Pues bien, como ya hemos considerado, Allie Fox (Harrison Ford) se debate en un cosmos de diatribas. Ciudadano de su mundo, el sobado malentendido que invoca el retorno a la naturaleza se convierte en él en una personificación.


Vamos con los responsables. La adaptación fue elaborada por el también cineasta -y bien notable- Paul Schrader (1946), y la pieza de Paul Theroux no pudo hallar mejor intérprete, habida cuenta de los aspectos sórdidos morales y psicológicos que afectan a los personajes esgrimidos por el director y guionista. La música, en consonancia, fue aportada por Maurice Jarre (1924-2009), tras sus estupendas colaboraciones previas con el realizador australiano Peter Weir (1940). Personalmente me encanta, aunque se disfruta más en el CD que en la película, donde es apenas perceptible.

Como he anunciado antes, esta traslación es absolutamente fiel en fondo y forma a la novela. Incluidas las visitas del señor Haddy (Conrad Roberts) al campamento de los Fox, los episodios del desarrollo y construcción del congelador de proporciones gigantescas, apodado Fat Boy (Gordito) (II: XIV), el primer Día de Acción de Gracias (II: XIII), la funesta llegada de los forajidos y negreros, con la posterior encerrona y precipitación de los acontecimientos (II: XX), el desprendimiento de la hélice de una lancha que traslada a la baqueteada familia (IV: XXVI), y el castigo “colegial” en la canoa (IV: XVII). Entre la visualización de los inventos de Allie, destaca la bicicleta herrumbrosa que se convierte en un engranaje de trabajo manual, destinado a batir la ropa con agua caliente. Y en fin, la puesta en escena de la supervivencia por encima de la cultura metódica.

Entre tanto, Allie Fox no renuncia a su lugar en la historia -su historia- con el encendido del aparato congelador. El personaje posee un mayor encanto por quien lo interpreta, pero las antedichas aristas están presentes. Con lo que el contenido de la novela no se desvirtúa un ápice. De hecho, Schrader y Weir (y Ford) hacen al personaje más humano, si cabe, algo más creíble, o si lo prefieren, menos hiperbólico y mecánico. Lo mismo respecto a la esposa (Helen Mirren), aquí más integrada y participativa, menos perdida de vista o secundaria que en las páginas de la novela. Lleno de sugerencias es el momento en que la mujer se queda contemplando el fregadero con los cacharros, aún humeantes, que no va a volver a emplear y lavar en mucho tiempo.

También en la película hace acto de presencia eso con lo que nos enfrentamos a veces, la cerrazón de los coetáneos. Yo me dedico a los espárragos, no a los inventos, proclama el capataz y agricultor Polski (Dick O’Neill). Allie, que lo mismo sirve para un roto que para varios descosidos, no se arredra; antes de la descomposición final, es un hombre con suficientes recursos y positivista, a su modo. Se las apaña para arreglar un sistema de refrigeración, pero al encontrarse con la oposición en su sector laboral, sueña con fabricar -como inventor que es- el ecosistema perfecto, y busca la extracción de la energía geotérmica en plena selva. El hielo es la civilización (como prefiero el invierno, nada tengo que oponer). Eso sí, se cree que siempre tiene la razón.


En la película tampoco existe una animadversión tan manifiesta hacia el adolescente Charlie (River Phoenix), por parte del progenitor; al menos, no hasta el último tercio del relato, cuando se derrite la muestra de hielo. Se producen menos recelos y calenturientas aspiraciones. Allie encauza su partida como si de una excursión se tratara. Pero la edad de piedra no es tan maravillosa. La fascinación por este nuevo mundo pronto da paso a la decepción. Al fin y al cabo, ser un idealista es una cosa, y tener los pies fuera del tiesto terreno otra muy distinta; aunque el equilibrio entre ambas -el equilibrio nuevamente- suele ser escaso e infrecuente.

Como ya he señalado, Allie (Theroux) se refiere a la plaga de los misioneros protestantes, ya presentes en los cimientos del país de origen. Claro que, como sarcástica contraposición, nos aparecen líderes religiosos católicos que válgame Dios; porque esto es una lotería propuesta por un Espíritu Santo que, como poco, demuestra tener un torcido sentido del humor. Y como Dios castiga sin piedra ni palo…

Como reza el célebre poema de Alberti (1902-1999), las palomas también se equivocan.

La versión cinematográfica maneja las elipsis de forma hábil. Dicho está que la novela encuentra una buena traslación, bien sintetizada, en el meritorio trabajo de Paul Schrader y Peter Weir; quintaesenciada además con la perspicaz edición de Thom Noble (1936) y la fotografía de John Seale (1942). Como ejemplo destaquemos los planos solapados del escenario hondureño, bellamente retratado por la planificación general, que se adornan con las risas familiares que se escuchan en la selva, en una furtiva sucesión de imágenes cortas, de transición, como la propia duración de la alegría, y que se nublan con el paisaje.

Una nueva partida, esta vez dentro del “paraíso”, les aguarda (III: XX). Jerónimo fue un error, tuve que contaminar un río para darme cuenta (III: XXII). Sobreviene la edificación temblorosa de una cabaña en medio de la nada, y la primera discusión fuerte entre Padre y Madre (III: XXIII). Oposición que se extiende a otra visita del señor Haddy, y con el propio hijo mediano, Jerry (Jadrien Steele), de doce años (III: XXIV-XXV). La vivienda se deshace, huelga decir una vez más, que tanto en el aspecto material como en el de la convivencia.


En su transporte flotante, los Fox se hallan cada vez más alejados de la costa (de la realidad), con la coartada paterna, que no filial, de que los EEUU han sucumbido a un cataclismo nuclear. Prosiguen su andadura literalmente contra corriente, río arriba. Al poco se produce el reencuentro de Charlie con Emily, que junto a su hermano Jerry valoran el sometimiento de la madre. En el último tramo, Allie ocasiona un grave perjuicio -él cree que en justa retribución- a las propiedades de Spellgood (André Gregory), y lo que este representa. Lo cierto es que él es también un predicador de lo suyo, como ya ha quedado demostrado. No pasa mucho tiempo hasta que los chicos se rebelan (IV: XXVIII), con lo que se suceden las imágenes más amargas del relato.

La recapitulación final (o casi final), corresponde a Charlie, como no podía ser de otra manera (V: XXXI).

Aunque el destino del personaje central es el mismo que en la novela, en la película está expresado de forma más poética y visual. Menos sañuda. Y al igual que en la novela, el punto de inflexión será el intento de llevar hielo a los aborígenes del interior de la selva hondureña. La utopía es edificada, pero cuando se derrumba es muy difícil comenzar de nuevo, no tanto material como motu proprio. El segundo revés será la “muerte” de Gordito. Tanto esfuerzo para acabar con lo puesto.

Como toda buena obra o adaptación, La costa de los mosquitos depara una lectura continuamente actualizada. Cambien el temor a una guerra nuclear -o no- por el desastre de Afganistán o el mesianismo de algunos líderes, y obras de apariencia tan enrevesada como el mero existir actual se convierten en clásicos contemporáneos. Eso sí, siempre nos quedará la evasión, la tome cada cual como la tome. En esta tesitura, ante la posibilidad de escapar, se pregunta Charlie ante Jerry, ¿y dejar aquí a papá? El daño parece contagioso. Lo único que les va a quedar a los chavales es la lealtad entre ellos. Todo lo demás, ha sido franqueado.

Escrito por Javier Comino Aguilera

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