Tras las apreciables Próxima parada, Greenwich Village (Next Stop, Greenwich Village, Fox, 1976) o Una mujer descasada (An Unmarried Woman, Fox, 1977), el realizador estadounidense Paul Mazursky (1930-2014) abordó una adaptación de La tempestad (The Tempest, 1611) de William Shakespeare (1564-1616). Pero su Tempestad (Tempest, Columbia Pictures, 1982) no es una exacta recreación del original literario, sino una afinada paráfrasis donde sigue siendo relevante la relación entre padres e hijos, y entre el resto de los personajes principales de la trama. Así mismo, si el Próspero recreado por Shakespeare era un mago y un demiurgo consciente de su poder en todo momento, no sucede así en la película, donde al protagonista los elementos se le incorporan de improviso. De hecho, ¿conjura dichos elementos de la naturaleza o se sirve de ellos escenográficamente, como diría Jung (1875-1961), de una forma sincrónica? ¿Los desata o se deja arrastrar por ellos, ofertando su propia puesta en escena?
Philip Dimitrius (John Cassavettes) es un próspero -nunca mejor dicho- arquitecto de Nueva York. Pero la ciudad que nunca duerme se ha convertido para él en la ciudad donde nunca se descansa, física o mentalmente, por lo que se encuentra angustiado, sumamente hastiado por cuánto le rodea. En suma, en plena crisis depresiva, un proceso que se irá agudizando por una serie de circunstancias. Philip trabaja para el empresario mafioso Alonso (Vittorio Gassman), persona megalómana pero, y esto es un acierto del guión firmado por Leon Capetanos (-) y el propio Mazursky (el que no haya buenos o malos), hasta cierto punto cercana y comprensiva; lo que a la larga le clarifica la situación al arquitecto, en un momento en el que su esposa Antonia (Gena Rowlands) ha decidido retomar su carrera artística, incorporándose al elenco de una comedia musical (en el cual distinguimos al realizador en funciones de actor).
El caso es que Philip decide apartarse de todo este mundanal ruido, habida cuenta de que ya es incapaz de sentir apenas nada (salvo una severa consternación). Al igual que en la pieza teatral, cuando el relato arranca, el protagonista ya ha tomado posesión de “su” isla.
De cómo llegó y la forma en que se desenvuelve en dicho entorno, junto a su hija Miranda (Molly Ringwald) y su compañera y compatriota Aretha Tomalin (Susan Sarandon), con la única compañía del rústico Calibanos (Raúl Julia) y sus cabras, será algo que Paul Mazursky nos narre visualmente a lo largo de toda la película.
En otro buen apunte del guión, cuando Philip encuentra a Aretha, esta también se ha convertido en una exilada que trata de sobrevivir a las relaciones desafortunadas; en su caso, actuando en un bar griego, donde entona temas hebreos para los turistas.
Belleza, magia, inspiración, serenidad, silencio, intimidad y hasta encantamiento (doble calificativo para el concepto de magia), son algunos de los calificativos que Philip emplea para referirse a la isla del Egeo en la que recalan, un lugar de aspecto paradisíaco donde, en principio, el ser humano puede vivir en su elemento.
Pero elementos hay muchos, y el hecho es que, al tratar de “encontrarse a sí mismo”, Philip se ha construido una nueva prisión en la isla. Por ello, el emancipado náufrago no ceja en repetirse a sí mismo tales adjetivos, si bien, pronto sus acompañantes le ayudan a completar la ristra con otros tantos, como morosidad, encallamiento, sopor, ascetismo e incluso celibato. Allí, el grupo mata, más que pasa, su tiempo, sin duda determinante, pero que ya se halla detenido, tratando de recomponer las ruinas de un viejo teatro. En suma, en un lento transcurrir temporal, como (acertadamente) explicita el bello tango compuesto por Jerry Lieber (1933-2011) y Mike Stoller (1933), sinuoso, insinuante y hasta decadente, y que se incorpora a la climática banda sonora de Stomu Yamashta (1947; Casablanca/PolyGram, NBLPH 7269).
Ahora bien, como toda crisis comporta un cambio, este también afectará al grupo de urbanitas desubicados, sobre todo a la hija que, pese a todo, será en tal escenario donde se tope (literalmente) con el amor (entendido a la manera de los ochenta), en la figura del joven Freddy (Sam Robards), el hijo de Alonso.
En efecto, un buen día y transcurrido todo un ciclo solar, el grupo del gánster recala en la isla en compañía de Antonia, ahora compañera -más que pareja- de Alonso; al igual que Aretha lo es de Philip. Como en la obra original, el reencuentro pone a cada conciencia en su sitio.
En este punto, y como ya he señalado, la isla fotografiada por Donald McAlpine (1934) se ha convertido para Aretha y Philip en otra prisión. Lo que significa que en ambos mundos se les agota el entusiasmo, aunque los actantes traten de convencerse de que el “paraíso” isleño es la panacea vital. Esto es de locos, resume Aretha, en una apreciación que bien puede aplicarse a los dos escenarios. Con caprichosos arranques de infantilismo, Philip se halla en un permanente tira y afloja; por lo que no es raro que la solución genuina, al menos a corto plazo, venga de la mano de aquellas personas con las que mantuvo un vínculo más estrecho; concretamente, de su esposa. Al igual que en la pieza teatral, los personajes de La tempestad se ven abocados a una crisis cuya solución pasa por reconducir los términos de sus relaciones (si existe un cariño auténtico que las sustenta). Es por ello que Philip interacciona con los elementos (una tormenta) ya en su apartamento de Nueva York; como también he anotado antes, uno de los aciertos de la película consiste, precisamente, en que el protagonista parece el causante directo de la magia sin que podamos corroborarlo a ciencia cierta, a modo de un habilidoso canalizador o un director de orquesta. No en vano, es en la gran urbe donde confiesa a Miranda que los adultos no somos libres, sino tan solo mayores. Aparte de que la isla supone una segunda huida, tras una primera intentona en Atenas, frustrada con la aparición de la camarilla de Alonso, como más tarde sucederá en el apartado refugio. Ello, pese a que Antonia comente que no acabo de saber lo que hago yo aquí. En tanto las piezas terminan de encajar, tampoco a ella le satisface su nueva situación.
Así, en medio de la vorágine de los aburridos compromisos sociales, estas vidas prediseñadas (en todos los estratos) y predeterminadísimas, tratan de reconducirse cuando son conscientes de su situación, o de reinventarse (caso de Antonia) cuando no; siendo, en cualquier caso, esta coyuntura, el necesario motor que propicia un inevitable cambio de rumbo.
Así lo constata Alonso cuando le pregunta a Philip si es feliz, antes de la decisión de su exilio voluntario (y en cierta medida forzoso), y después de haberlo definido como un genio en su profesión. Aunque aún queda mucho trecho para que Philip complete su propio círculo y comprenda que, de hecho, no puede existir paraíso alguno si no se parte de uno mismo (¡horror para los colectivistas políticos y religiosos!), por primera vez en su vida y carrera, vislumbra algo valioso sobre lo que poder edificar, desde sí mismo hacia los demás.
Narrada con eficaz detenimiento, pero sin tiempos inútiles o muertos, Paul Mazursky lleva su alegórica lectura al terreno de la modernidad, a una comunión compartida pero estrictamente personal. De tal modo que, tras la tempestad les llega la calma a todos los personajes, que saludan tras la representación, es decir, tras la oportunidad de haber hecho un sincero balance y de perdonar; un retorno ilustrado por la extraordinaria voz de Dinah Washington (1924-1963). El reencuentro es, por lo tanto, múltiple, y se resuelve casi como por arte de magia.
Escrito por Javier C. Aguilera
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