La gracia para el que la trabaja. Es lo que se desprende, entre otras muchas cosas, de la reciente autobiografía de Woody Allen (1935), A propósito de nada (A Proposs of Nothing, 2019; Alianza Editorial 2020). El humor es visto como un empeño personal que, más que trasladar, disfraza o entretiene una visión pesimista de la vida. Inamovible desde hace casi ochenta años. Un libro que, en su edición al español, aprovecho para decir, carece lamentablemente de índice onomástico.
Relaciones afectuosas y desafectas aparte, Allen acomete un sentido análisis de su carácter, allende los gustos y disgustos de propios y extraños. La risa no es una ciencia exacta (Op. Cit.), certifica con la voz de la experiencia.
Aparte de desarticular todos los intentos previos de negar la identificación con sus propios personajes-alter egos en la pantalla, y tratar de no aparentar ser un quisquilloso planetario (neurótico es un término que se me escapa), cosa que es a manos llenas, Woody Allen emerge como una personalidad de costumbres prefijadas, negado para la trascendencia, pero persona indudablemente dotada para el humor sustancioso; como se suele recordar, para la inmensa minoría. Otra de las conclusiones que entresaco del libro es que, con frecuencia, conviene separar la opinión del receptor de la del creador (en este caso, los guionistas y directores). Por la sencilla razón de que a veces no son los más indicados, por mil y un motivos, a la hora de calibrar sus propias realizaciones. Para ellos puede suponer una experiencia que nada tiene que ver con la del espectador.
Este Sagitario -algo que se nos recuerda en la película que pasaré a comentar- es enteramente humorístico, pero para nada optimista, y mucho menos espiritual. El mismo Allen destaca mi absoluta falta de curiosidad (Op. Cit.), como característica apesadumbrada. Una personalidad que roza lo hiperestésico, al modo de nuestro Juan Ramón (1881-1958), pero con la virtud de su socorrido arte de ingenio. Es el suyo un molde roto, o al menos delicado, exclusivista en su idiosincrasia, su forma de relacionarse y demás pejigueras urbanitas, maquilladas por el humor enjundioso. Una capacidad casi infinita para ironizar, lo cual es siempre bienvenido.
Por algo cada naturaleza humana es distinta, pese a los vasos comunicantes de los que nos encanta beber a sorbos. No me apetece vivir en el pasado (Op. Cit.), declara Woody Allen. Como en la analogía de los tiburones extraída de Annie Hall (Íd., 1977), el autor siempre ha mirado hacia delante, con todo lo bueno y malo que hay en eso. Jamás vuelvo a pensar en mis películas una vez hechas, ni a verlas (Op. Cit.). Le gusta más la lluvia que el sol (en eso le alabo el gusto), y se considera fundamentalmente un escritor.
Pues bien, toda esa capacidad poliédrica del existir es algo que también comprueba su personaje en la bienhallada Recuerdos (Stardust Memories, Orion-Warner Bros., 1980).
Escrita y dirigida por Allen, como viene siendo habitual a lo largo de su bien nutrida filmografía, Recuerdos es probablemente la película donde él se auto cuestiona de una forma más directa o dramática, poniendo en valor esa visión pesimista, pero al mismo tiempo, resaltando el haber del entretenimiento en medio de tal vacío. Al inicio de la película, su alter ego mira por una ventanilla y comprueba con congoja que se no se halla en el tren de los animados, sito en la vía paralela, sino en el de los siesos y deprimidos. Por supuesto que el personaje desea cambiar de vagón, pero el intento es fútil. Ha de seguir su propio recorrido vital. Destino, el vertedero de la humanidad (una visión agria y alegórica que se repetirá, con distintos escenarios, en muchas de sus puestas en escena: el infierno, el cielo, las visiones retrospectivas, el interior de cuerpo humano…).
Luego averiguamos que las imágenes pertenecen al último trabajo de Sandy Bates (Woody Allen), realizador de cine que se halla inmerso en un mar de dudas existenciales, en el que es, a lo largo de todo el relato, un estimulante juego de cajas chinas. Bates pretende un giro en su carrera porque no encuentra motivos en la comedia para seguir alegrando a un público que, según él, interactúa en un mundo desolador cuyo sentido se le escapa. No quiero hacer más películas cómicas, anuncia a los sufridos productores.
Sandy se aloja en el Hotel Stardust, en la costa, para sobrellevar un fin de semana de cine cultural. Un espacio donde se proyecta la filmografía de un autor y este la comenta. Y le ha llegado el turno (casi diríamos que “la hora”). Allen ironiza acerca de cómo es entendida la creación artística una vez es ofrecida al respetable. De tal guisa, es definido por una de las asistentes al sidral como un representante de la desesperación con un toque de Kafka. Otra le dice, a modo de cumplido, que ¡tiene usted una mente tan degenerada!...
Dicho repaso de lo que hasta ahora ha venido siendo su vida creativa se alterna con el inevitable recuerdo de otras personas y situaciones. Por ejemplo, Dorrie (Charlotte Rampling), una actriz con la que trabajó y acabó relacionándose, o ya en la dimensión del presente, Isobel (Marie-Christine Barrault), su actual pareja. A las que se añaden nuevas y fugaces amistades en las figuras de Jack (John Rothman) y, sobre todo, Daisy (Jessica Harper), una asistente a la muestra con la que filosofa a gusto (otra manera de hacer el amor para él). Las relaciones de pareja, o de forma más precisa sus complicaciones, a veces sorteadas, a veces embestidas, siempre están en un primer plano a lo largo de la filmografía del director, bifurcándose en tres para la ocasión. Como un telón de fondo final frente al escenario físico donde se desarrolla el evento, que pasa de estar muy concurrido a parecer fantasmagórico. Está todo muy muerto, ¿verdad?, se pregunta Sandy a la caída de la tarde.
Compañero inseparable de la angustia, Woody Allen nos obsequia, pese a todo, con su perspicaz ingenio y chascarrillo, tan innato e indeleble como sus dudas metafísicas; y como imperecedera y personal fue la contribución de Miguel Ángel Valdivieso (1926-1988) al prestarle la voz en español al actor.
¿Qué pretendía contar en esta película?, le preguntan al protagonista en un determinado momento del coloquio festivalero. Solo pretendía hacer gracia, contesta Sandy-Allen. Realidad y ficción se entremezclan en la esencia cinematográfica por naturaleza, pero aquí -y en otras de las obras de Allen- el cóctel adquiere visos narrativos especialmente elaborados. Así, Sandy desea ser útil haciendo reír, pero ha de enfrentarse a los directivos del estudio que quieren cambiar el final de su última película. Una situación aderezada por los rostros pintorescos, casi deformados, de las personas que lo rodean. Rasgos exóticamente retratados junto a algún que otro sueño grotesco de la infancia -contemplado como adulto-; un mecanismo por el cual Sandy se convierte en espectador y actante de la película de su propia vida. Remembranzas aleatorias donde la magia ocupa un lugar destacado; un hecho confirmado por su evanescente presencia en la citada autobiografía. Ineludible es el reencuentro con algún que otro amigo, como Jerry Abraham (Bob Maroff) o su colega de profesión Tony (Tony Roberts), con los que también evidencia la tragicomedia del existir.
Sarcasmo a raudales con el concurso del decorador Mel Bourne (1923-2003), el director de fotografía Gordon Willis (1931-2014) y el diseñador de vestuario Santo Loquasto (1944). Un desbarajuste vital del que no se libra ni la relación de Sandy con su secretaria (Louise Lasser in person), y entramado argumentativo que alcanza su paroxismo con la “ilusión” de ser asesinado por un fan.
Regresando al aspecto mágico de nuestra realidad, este no deja de constituir un engranaje más formal que de fondo. De este modo, su encuentro en la tercera fase en pleno campo resulta desvaído, mera y estéticamente felliniano, como muchos de los figurantes que van desfilando a lo largo de la trama. Pertenece solo a dicho ámbito amarcordiano porque, como ya hemos señalado, Allen no está particularmente interesado -o capacitado- en sacar partido a lo trascendente, aunque conserva el suficiente sentido del humor para incorporar la parte más vistosa y lúdica (no es lo mismo la comicidad que la parodia). Como, pese a todo, a lo mejor incluso le hace alguna gracia, acudí al “DNI” de su Carta Natal, y en efecto, todo concuerda. El señor Allen hace honor a su Carta, como nos sucede a todos, por otra parte. Y que me perdonen los no iniciados, es solo un párrafo -los escépticos me traen al fresco-. Sol, Mercurio y Júpiter en Sagitario (era de prever), poderoso ascendente en Virgo (signo de tierra), Neptuno (imaginación) en igual signo, Marte en Capricornio (organización establecida), Luna en Acuario, Saturno en Piscis (se veía venir) y Plutón en Cáncer (mal rollo trascendente), junto a tutiplén de oposiciones que ahora no hacen al caso. Ah, y Venus en Libra, ¡es evidente!, Allen solo entiende los aspectos de su vida tanto pública como privada en relación con los demás. En fin, valga este comentario, si bien esquemático, como un añadido pertinente a la sustancia de la película.
Aunque se echan en falta en el libro más anécdotas relacionadas con la filmación de muchas de sus películas, centrado como está en el follón Mia Farrow - Soon-Yi, podríamos decir que, por el contrario, Recuerdos (innecesariamente rebautizada como Recuerdos de una estrella para su edición española en DVD), está plagada de ellas, sean reales o inventadas. Es la historia, o más cabría decir, la mente, de un creador (en este caso un realizador cinematográfico), que pasa unos días en un festival típicamente atípico, y aprovecha para hacer balance de algunos jalones importantes de su vida, mientras batalla con el presente.
Creo que Woody Allen siente un especial afecto por esta película (algunas de ellas han sido vapuleadas sin demasiado orden ni concierto). De igual modo que califica de bella y mágica a La comedia sexual de una noche de verano (A Midsummer Night’s Sex Comedy, Orion-Warner Bros., 1982), cosa que me alegra, porque para mí sigue siendo una de sus creaciones favoritas. Sea como fuere, en su libro de memorias, Woody Allen se pregunta por el secreto de su éxito. La única respuesta a la que yo llego es que, como le ocurre al personaje de su película -o películas-, la gente siempre necesita un amigo, aunque sea en el mundo virtual del cinematógrafo. Y él, pese a sus altibajos netamente terrestres, lo ha venido siendo para muchos de nosotros. Woody Allen y su plétora de personajes son, pese a lo intransferible de su persona, alguien con el que poder identificarte y, tal vez, contar (¡triunfo de sus componentes sagitarianos e ímpetu marciano!).
Este artículo se ha publicado conjuntamente en la revista electrónica cultural La Retaguardia.
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