Clásicos Inolvidables (CLX): Abel Sánchez, de Miguel de Unamuno

07 julio, 2020

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Cuando leemos a Miguel de Unamuno (1864-1936) es inevitable encontrar un reflejo del propio autor en su obra, no tanto por su personalidad sino por sus inquietudes. Es un autor que proyecta sus temores, sus preocupaciones y pensamientos en los personajes y en la forma de elaborarlos en sus nivolas. Es decir, no le interesa tanto la acción, lo que suceda, como la reflexión que surge de esos acontecimientos, es decir, el retrato psicológico de un conflicto o de una pasión. Y aunque quizás no sea una de sus obras más populares, Abel Sánchez (1917) reúne un rico panorama de las temáticas más usuales de la narrativa unamoniana.

Para ello, parte de un tema central, que es el motor de la obra: la envidia que el protagonista, Joaquín Monegro, siente por Abel Sánchez. Esta envidia es un reflejo del primer pecado capital que aparece en la Biblia y que llevó a Caín a matar a Abel en el Génesis. Unamuno no rehuye la referencia, sino que en esta obra articula una revisión y actualización del mito, dando origen a una de sus historias más realistas. Es más, la historia bíblica aparece mencionada en varias ocasiones en la novela.

Este enfrentamiento cainita es un tópico que a finales del siglo XIX y principios del XX sirvió como modelo para representar la lucha entre dos tipos distintos de entender España políticamente. Una idea que también nos mostraba Antonio Machado (1875-1939) en uno de sus proverbios más famosos. Aunque el poeta nos mostró también la envidia como una pasión que corría el alma del pueblo español a ojos de los intelectuales españoles en su magnífico romance La tierra de Alvargonzález, recogido en Campos de Castilla (1912), alejado de cualquier cariz político. En efecto, Unamuno ahonda a lo largo de toda esta novela en la historia de una pasión desmedida, que corroe la mente y el espíritu de Joaquín.

Duelo a garrotazos, de Francisco de Goya (1746-1828)
Mediante el recurso del manuscrito encontrado, dando voz a su protagonista, nos muestra una confesión de tono íntimo, en el que Joaquín narra los hechos y sus reflexiones desde un futuro en que la historia ya ha concluido. Esto nos permite abordar el retrato psicológico de un individuo atormentado por la culpa, la envidia y la ira, un retrato que está inundado de pensamientos en torno al peso de la opinión ajena y a la interpretación que damos a las acciones de los demás. Es decir, en cómo podemos convertir desde nuestra óptica un hecho particular en una cuestión bondadosa o maléfica según la interpretación que queramos darle. Incluso la forma en que Joaquín proyecta en los demás los defectos que sabe que anidan en sí mismo; así, mantiene continuamente la duda de si Abel también le envidia y le odia, a pesar de que durante la novela se subraya siempre la idea de que su amigo le estimaba de verdad y no veía nunca en Joaquín la sombra de ese rencor. Sin embargo, Abel sí reconocía que detrás de la fachada fría e irónica de su amigo había un alma anclada a una pasión tremenda que le estaría devorando por dentro, dado que no era capaz de extraerla y sacarla hacia fuera, pero ignorando que él fuera la causa de esa pasión desmedida.

El punto de partida de su relación discordante era la diferencia de caracteres: mientras Abel tenía un carácter más abierto, amistoso y agradable, que provocaba la simpatía abierta de los demás, Joaquín aparecía como un ser terco, malhumorado, desprendiendo una antipatía que lo alejaba de los demás. Aunque las acciones de esta novela son nimias, dado que apenas suceden acontecimientos, encontramos pequeños hechos cotidianos a lo largo de todo una vida sobre los que se reflexionan profusamente. Como en la vida misma, no es tanto la suma de hechos, sino lo que cada uno concluye sobre lo que ha hecho y sobre lo que han hecho los demás. Por ejemplo, partimos de una breve descripción de la infancia de los personajes como seres opuestos, pero obligados a entenderse, en una amistad que les venía dada desde la cuna. Sin embargo, se atestigua ya en esa infancia que Joaquín siempre actuó en su vida en consecuencia a la figura de su amigo Abel, por entender que se mantendría inevitablemente bajo su sombra. 

Caín y Abel, de Pietro Novelli (1603-1647)
De esa forma, mientras que él se preocupaba por sobresalir en lo académico, envidiaba la popularidad de la que gozaba Abel entre sus compañeros, los mismos que le rechazaban a él por su carácter. Ahora bien, el punto culmen y el que articula la envidia y  toda la novela es el hecho de que estando enamorado Joaquín de su prima Elena, esta acabe comprometiéndose con Abel, a quien había conocido gracias a su amigo. Así pues, aunque en un principio se declara que la enemistad está justificada por entender Joaquín que Abel se aprovechó de la situación o, aún más, que fue la propia Elena la que lo hizo por molestarle a él, acaban reconciliándose de una forma casi obligada. En el fondo, en realidad, Joaquín nunca les va a perdonar ni a olvidar lo que sucedió, siendo tal que así que su molestia y envidia irá en aumento conforme ellos sean felices y prosigan su vida familiar. Por cierto, como nota intertextual, el nombre de Elena nos puede recordar a la Ilíada de Homero, incluso por el contexto de la historia, en que Paris se lleva a Helena pese a su relación con Menelao, lo que acabaría provocando la guerra de Troya. 

Sin duda, es una relectura de aquella animadversión entre hermanos planteada aquí a partir de un hecho capital que separa definitivamente a los dos personajes, aunque ambos mantengan confidencias amistosas a lo largo de la novela. En este caso, las relaciones entre ambos personajes se mantienen durante toda la obra permitiéndonos observar cómo el rencor recorre el alma de Joaquín por una amistad que solo le produce ira y que se convierte en su mayor obsesión. Mientras que Abel vive tranquilo y considerándolo su mejor amigo, como un hermano. Es más, mientras Abel es capaz de desarrollar su trabajo como pintor, Joaquín no avanza ni consigue sus propósitos científicos o médicos, cegado generalmente por el éxito de su amigo. 

Lo cierto es que la figura de Abel, siempre vista de una forma externa, desde los diálogos, las opiniones de los demás o del protagonista, se refleja como un amigo que quita importancia a los motivos en los que Joaquín revela su envidia. Sin embargo, no se trata de un personaje idealizado, porque tiene defectos evidentes que se mencionan por parte de diversos personajes, como su posible adulterio, o que fuera desatento como padre, como muestra la actitud de su hijo siendo ya adulto. Es más, la novela muestra que si Joaquín envidió a Abel Sánchez, Abel pudo envidiar a su propio hijo por considerar que este podía superarlo como pintor, recayendo aquí en otro tema capital para Unamuno, el de la trascendencia: si su hijo le eclipsaba como pintor, se perdería su posibilidad de ser un artista inmortal.

Hombre en llamas (1939), de Clemente Orozco
Prosiguiendo con esta cuestión, en la novela se da importancia a la opinión ajena y a la forma en que las personas tenemos la capacidad para pasar a la memoria colectiva, es decir, a la forma en que podemos lograr la inmortalidad que nos otorga la fama. En este caso, se subraya tanto por el hecho de que los cuadros de Abel van a servirle como su patrimonio contra el olvido, pero también por el conflicto con uno de sus cuadros, que representaba precisamente el fratricidio de Caín contra Abel. La fama de este cuadro es ensombrecida por la interpretación en un discurso que Joaquín hace, que pudiendo haber sido un discurso llevado por el rencor, intentando localizar los defectos, se centró en ser un discurso de gran delicadeza, que elogiaba las virtudes del cuadro a tal extremo que acaba siendo más relevante y memorable esta interpretación que la obra en sí. Sin esa interpretación, no se podría entender con toda plenitud lo que Abel ha pintado, lo que impide al pintor disfrutar de su fama, dado que ahora ha sido desplazado por la labor erudita de Joaquín. A pesar de ello, la gratitud mostrada por su amigo impide al protagonista disfrutar de esta victoria.

Debemos tener en cuenta que al protagonista le preocupa y obsesiona la forma en que Abel lo trata, siendo incapaz de encontrar algún defecto en su relación. Por ello, trata de descubrir interrogando a otras personas sobre el comportamiento de Abel, sobre todo si habla de él a sus espaldas o si le envidia, como hace él. Sin embargo, esta empresa será infructífera, salvo por una única excepción: el hijo de Abel le muestra el lado menos amable de Abel, pero nunca le dará la razón sobre una posible envidia de su padre hacia Joaquín o de si habla mal de él. Al contrario, la valoración de Abel hacia Joaquín siempre será positiva, incluso contrariando a su esposa Elena, que en este caso es una figura que se muestra siempre hostil hacia Joaquín, rechazando abiertamente la amistad entre su marido y el protagonista.

No cabe duda de que se trata de una novela bien escrita que pretende trascender y actualizar el mito bíblico. Es más, en uno de los mejores capítulos de la novela, ambos personajes dialogan sobre el mito de Abel y Caín como si estuvieran interpelando a su propia historia, siendo este uno de los mejores diálogos por la forma en que Unamuno desnuda a ambos personajes y los contrapone entre la pasión de Joaquín y el optimismo de Abel. Además, el autor aborda múltiples temas dándoles cabida de forma natural y siempre subordinada a las características y necesidades de un protagonista caracterizado por unos matices ricos, capaz de revelar uno de los peores aspectos del ser humano, pero sin dejar de sentirse real.

Abracci, de Safet Zec
Como decíamos, en esta reletura moderna de la envidia, hay espacio para la reflexión en torno a las inquietudes que Unamuno mostraba también en otras de sus obras. Por ejemplo, tenemos la maternidad, como veíamos en el protagonista de Niebla (1914), que vivía subyugado al dominio de su madre, o su vertiente putativa, como sucedía en La tía Tula (escrita en 1907, publicada en 1921). En este caso, Antonia, la esposa de Joaquín, tiene una relación con el protagonista maternofilial, como bien nos muestra y subraya el autor en varias ocasiones. Como si fuese un niño incapaz de reprimir sus emociones, el protagonista está dominado por un odio irrefrenable que le impide conseguir la independencia y la madurez necesaria para comportarse como un adulto o para tener una relación responsable y sana con otras personas.

Por tanto, las relaciones familiares del protagonista están abocadas al fracaso, por estar distorsionadas. Sin embargo, a su vez, Joaquín logra cierta venganza personal cuando consigue alzarse como una figura paternal para el hijo de su ansiado enemigo, también llamado Abel, aunque para él no sea más que una herramienta para un fin o una pequeña satisfacción dentro de una vida agónica, sobre todo cuando repara en el hecho de que su amigo no parece sentirse enojado por este hecho.

También hay un dilema planteado en torno a la fe, a la manipulación eclesiástica y a las dudas sobre la creencia en Dios, cuestiones que eran centrales de San Manuel Bueno, mártir (1930). En Abel Sánchez, estas reflexiones recaen en el protagonista, Joaquín, que al inicio de la novela se declara prácticamente ateo, pero conforme avanza la novela se produce su conversión, aunque sea interesada. Su finalidad es servirse de la religión para encontrar una salida a su dolor, a su rencor y a su envidia. Unamuno aprovecha la ocasión para reflejar sus propias dudas sobre la fe, que se desarrolla en esta ocasión por el sufrimiento que Joaquín cree que Dios le ha impuesto o su capacidad para conseguir la inmortalidad a partir de su propia mano. Como ya sabemos, la trascendencia era una de las preocupaciones de don Miguel y en esta ocasión se refleja también a partir de los celos del protagonista, que siente que no ha sido capaz de cincelar su nombre en la historia de la ciencia mientras que el arte pictórico de Abel cautiva a todos.

Miguel de Unamuno
Por último, podemos mencionar también el hecho de que se hace un reflejo de la labor médica, con ciertas críticas a la ciencia, como ya pudimos encontrar en otras novelas unamonianas, como Amor y pedagogía (1902), que era más cruel en su crítica. En este caso,  se hace hincapié tanto en el trato con los pacientes a los que Joaquín visita como en la envidia que también subyace en la labor científico, no siendo relevante el hecho de encontrar una cura, sino de ser el primero en hacerlo, en lograr un nombre para los anales de la medicina. Sin embargo, si la envidia había corroído a Joaquín para impedirle mantener una amistad sana con Abel, su generosidad será abrumadora cuando se trate de su hijo putativo, con quien comparte oficio y a quien intenta inculcar aquellos propósitos que la envidia le impidió llevar a cabo. Curiosamente, el hijo de su enemigo se convierte en el auténtico heredero de la persona que hubiera sido Joaquín si nunca se hubiera dejado llevar por la envidia.

En conclusión, Abel Sánchez es una obra centrada en la creación de un personaje bien caracterizado que se abre para el lector de múltiples formas, tanto por sus palabras como por sus acciones. Una revisión de la envidia que no rehuye abordar otros temas del sentir humano que preocupaban a Unamuno y que logra sentirse como una de las obras mejor desarrolladas de su autor. En definitiva, una actualización moderna, madura y profunda del mito bíblico.


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