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31 mayo, 2019

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Monumento a Alfonso XII en el Estanque del Parque del Buen Retiro, Madrid (fotografía de LJ)
Con mayo va llegando el calor y seguimos adentrándonos en el bosque de nuestra cultura. Y en este tiempo primaveral hemos recibido en torno a 15 000 visitas, llegando con nuestros artículos a nuestros lectores habituales, que han aumentado en Blogger hasta los 187, los 640 en Twitter y los 178  me gustas en nuestra página de Facebook.

Con nuestros artículos hemos recorrido el cine para ver Alien o la trilogía de La mosca, mientras que en literatura hemos tenido la oportunidad de leer El castillo ambulante y un clásico de la talla de Orgullo y prejuicio.

Son algunos destellos más que se unen a nuestra colección de reseñas, que se acercan a las mil. Seguiremos escribiendo más en los próximos meses, así que nos acompañaréis a ver más cine, leer más libros y disfrutar de muchos otros aspectos de nuestra cultura.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: Volvemos al mundo del arte con Antonio García Villarán en su análisis de un célebre cuadro: El jardín de las delicias.



"Un pueblo sin literatura es un pueblo mudo."
                  - Miguel Delibes (1920-2010)



Clásicos Inolvidables (CLV): Orgullo y prejuicio, de Jane Austen

27 mayo, 2019

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Con los clásicos literarios solemos enfrentarnos a varias barreras, desde las más puramente formales, con un lenguaje y unos códigos distantes a los actuales, hasta lo relacionado con el contenido, que ha servido en muchas ocasiones para censurar con la mentalidad actual obras del pasado. Pero no nos ceguemos por ideologías: la literatura es hija de su tiempo, con sus excepciones, y una buena obra literaria puede llegar a producir múltiples lecturas con el paso del tiempo. Por ejemplo, seguramente Cervantes (1547-1616) no escribió su Don Quijote (1605, 1615) con el mismo ánimo con el que lo interpretaron los autores de la Generación del 98. Ahora bien, si hay un tipo de novela aun más anclada a su tiempo que otras son las realistas, las que se popularizaron en el siglo XIX y que servían para tomar el pulso a la sociedad del momento. Conforme el tiempo avanza, podemos sentirnos despegados de lo que narran, e incluso sentir que estamos leyendo una historia sucedida allá donde solo pueden suceder cosas así: en la ficción. A pesar de que hubo un tiempo en que esa ficción fue nuestra realidad. 

A esta reflexión me ha conducido Orgullo y prejuicio (1813), que con su acercamiento a las costumbres sociales de la Inglaterra de principios del siglo XIX me ha resultado ajena y muy lejana, demasiado protocolaria y fría. Tanto ha sido así que he llegado a considerar que la única forma de entenderla es mediante la ironía, entendiéndola como una crítica mordaz de esos convencionalismos sociales. Lo considero un hecho curioso dado que no me sucedió con la lectura de otras obras semejantes, como quizás pudiera serlo La Regenta (Leopoldo Alas Clarín, 1884-5), que quizás era crítica y sarcástica de forma más evidente. Pero existe en este clásico de Jane Austen (1775-1817) una clara confluencia de características que la convierten en una obra rígida, de evolución dispar y que parece vivir aislada de la realidad, como los jóvenes que en el Decamerón (Giovanni Boccacio, 1351-3) se alejan de la ciudad para huir de la peste.

Nos referíamos a la ironía porque el propio retrato de los personajes parte de una visión crítica de los mismos. Incluso podríamos hablar de cierta hipérbole: la madre ansiosa por casar a las hijas dado que lo considera su objetivo vital, el padre distante y sarcástico, las hijas menores que han sido educadas en una vida demasiado libertina, la pura, bondadosa y bellísima Jane, incapaz de encontrar defectos en los demás, y la protagonista, Elizabeth, una sagaz muchacha hastiada de su familia, muy despierta e independiente, capaz de anteponer su felicidad a la mediocridad de una vida indeseable y que rechaza en múltiples ocasiones el tipo de educación a la que estaría obligada como mujer. La mayor parte de los personajes funcionan casi como arquetipos, otorgándole mayor personalidad a los dos protagonistas: Elizabeth y el señor Darcy. El resto son retratados y divididos entre los personajes positivos (ya sea por seguir motivaciones leales o ser capaces de mantener la educación adecuada, como representan los tíos de Elizabeth) y los negativos (por intentar imponer sus intereses o por ser incapaces de cuidar las apariencias sociales).

Jane Austen
La historia comienza con la llegada del señor Bingley al pueblo en el que vive la familia Bennet, compuesta por un matrimonio mayor y sus cinco hijas. En una situación desfavorecida para el futuro de las hijas, la madre vive obsesionada con la idea de casarlas para asegurar su porvenir, pero resulta una mujer presuntuosa, pesada y poco capaz de mantener las formas. Por ello, cuando se entere de la llegada de un nuevo soltero al pueblo, intentará conseguir que una de sus hijas lo despose. Comienza entonces la historia y sus tramas principales. Todo se inicia con la relación entre Bingley y Jane Bennet, que parecen enamorados, aunque tendrán que hacer frente al rechazo de la hermana y la cuñada de él. Esta será una de las tramas que ocupe especial atención en el primer tramo de la novela y se recupere hacia el final, manteniéndose en suspense durante la parte central de la novela.

Junto al amable y dispuesto señor Bingley, está su amigo, Fitzwilliam Darcy, otro señor de carácter más reservado, serio y apartado, que mantiene las distancias y parece rechazar el ambiente pueblerino en el que su compañero se ha instalado. A pesar de ello, ya desde un inicio podemos notar cómo Elizabeth y el señor Darcy comparten algunas semejanzas, pero tanto por el orgullo que muestra Darcy por sentirse por encima de la clase social de los demás como por los prejuicios por la reputación de este señor que ella tiene. Unos prejuicios que, cabe destacar, surgen gracias a la intervención de un simpático y cercano personaje, el casanova George Wickham. Por estas dos circunstancias, se mantendrán alejados e incluso ella llegará a actuar con cierta agresividad, rompiendo las formas que la sociedad le impone. Como descubriremos más tarde, sobre la relación de ambos personajes pendulan todas las demás tramas. En cierta forma, Elizabeth y Darcy llegan a convertirse en los que juegan la partida mientras los demás desconocen qué sucede en realidad. No obstante, nosotros seremos testigos de todos estos acontecimientos a través de la visión de ella, gracias a un narrador que, aunque omnisciente, está focalizado en la familia Bennet en general y en Lizzy en concreto. De ahí que al lector le resulte fácil sentirse cercano y apegado a Elizabeth por encima del resto de personajes. Incluso aunque este personaje pueda estar equivocado.

El señor Darcy y Elizabeth en la adaptación cinematográfica de 2005
Como vemos hasta ahora, toda la obra se centra en las difíciles relaciones entre sus personajes, especialmente en la búsqueda del amor y del matrimonio, ya sea por auténtico sentimiento o por conveniencia. De este último aspecto, destaca una de las tramas menores que no he mencionado: la aparición del señor Collins, heredero de la finca en la que vive la familia Bennet, y que buscará un matrimonio por puro interés social. Jane Austen expone la forma en que la sociedad inglesa del momento actuaba y en esta narración es donde entra realmente la ironía, dado que o bien entendemos la novela como una novela romántica en la que se ofrecen ciertas lecciones de comportamiento social o bien apreciamos una crítica sutil encabezado por el único personaje femenino que destaca por romper con los moldes que le quieren imponer, ya sea su madre o una señora de la importancia de Lady Catherine de Bourgh. Incluso uno de los últimos acontecimientos relevantes de la novela, que aborda la posible caída en desgracia de la familia por culpa del comportamiento de una de las hijas menores, podría interpretarse como una crítica a cómo la mala reputación de un miembro familiar puede ensombrecer y marcar de forma definitiva a sus familiares inocentes. Cabe destacar sobre este acontecimiento que Austen logra engarzarlo muy bien con la trama principal, de forma que su resolución conduzca al final definitivo de la obra.

En este sentido, la novela está bien construida para plantear una serie de conflictos que se resolverán de forma satisfactoria y definitiva en su desenlace. Incluso podemos apreciar que muchos hechos del inicio son apreciados de forma distinta desde la interpretación que se les otorga desde el final, cuando todo sea aclarado. Así, a pesar de ser una novela de una temática más romántica, funciona con la misma diligencia y presteza que una novela negra, resolviendo sus cabos sueltos en los últimos capítulos con solvencia y dando todos los detalles pertinentes. Aun más, no deja la oportunidad de mostrarnos resumidamente cómo es la futura vida de sus personajes.

Pintura de Julius LeBlanc Stewart de 1895
Sin embargo, pese a que podemos sentir que la evolución de la narración y su tramo final son bastante satisfactorios en la resolución de los conflictos planteados, no podemos dejar de apreciar que el camino es algo arduo. El desarrollo está invadido de explicaciones sobre el comportamiento y los protocolos sociales y hay muchas ocasiones en que se nota una acción superflua. También podemos advertir que los personajes no sufren ninguna evolución. Es más, a pesar de que toda la historia versa sobre la relación entre Elizabeth y Darcy, tan solo se produce un cambio significativo en él, y tal cambio es repentino, inesperado, dejando al lector preguntándose que cuándo surgió la atracción entre ambos y cómo esa atracción evolucionó hacia el amor. Porque si podemos entender cómo ella abandona sus prejuicios, la autora apenas nos deja comprender los cambios que se producen en Darcy y cómo este deja atrás su orgullo.

En conclusión, Orgullo y prejuicio es una buen retrato de la sociedad inglesa de principios del siglo XIX y es una narración capaz de conducir sus tramas de forma agradable, guardando algunas sorpresas y otorgándonos cierta satisfacción final. Sin embargo, se convierte en una gran novela si entendemos la crítica que hace a esa misma sociedad, si comprendemos la lucha contra las apariencias que emprende Jane Austen y si entendemos la ironía que desprende. Porque, sin duda, la obra gana mucho cuando entendemos ese sarcasmo implícito y, por tanto, observamos que tiene una visión muy crítica con las costumbres sociales del momento y, sobre todo, con la situación de la mujer. A pesar de lo cual, flaquea precisamente en el desarrollo de los sentimientos de sus protagonistas, cuya evolución se percibe abrupta y cuyas cualidades no son tan abordadas como deberían.  


¡A ponerse series! (XXXIV): La clave está en Rebeca, de Ken Follet y David Hemmings

25 mayo, 2019

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Antes de volver a ponerse de moda con la trilogía de Los pilares de la Tierra (The Pillars of the Earth, 1989-2017) en un desembarco editorial y televisivo, incluso posterior a la edición de la primera parte de la misma, el escritor británico Ken Follet (1949) ya era un autor conocido de bestsellers. Lo que ocurre es que la memoria es flaca, como enflaquecido es el deseo de leer e instruirse (no de adoctrinarse). Como consecuencia, sus libros ya fueron adaptados al ámbito televisivo, donde han parecido gozar de buena fortuna (también en los años setenta y ochenta se hacía buena televisión, aunque a algunos parezca fastidiarle).

En concreto, la novela La clave está en Rebeca (The Key to Rebecca, 1980; Bruguera 1981, Orbis, 1985) dio pie a una de estas series que, por suerte, comienzan y acaban, sin alargarse ad infinitum (The Key to Rebecca, Taft Entertainment, 1985). En suma, estamos ante la adaptación a un medio con sus propias características, lo que conlleva un guión reconcentrado, una planificación “corta”, los consabidos fundidos a negro para dar paso a los comerciales, y ciertas dosis de fogoso erotismo que le valieron al producto un sugestivo “rombo” en su pase por TVE, allá por 1986 (permítaseme el recuerdo). El teleplay fue abordado por el para mí desconocido Samuel Harris (-; ¿será un seudónimo del propio Follet?).

Ken Follet
El caso es que, tras la primera batalla de El-Alamein (1942), por la que se enfrentaron en la costa del mar Mediterráneo, al noroeste de El Cairo, dos colosos estrategas como el inglés Bernard Montgomery (1887-1976) y el alemán Erwin Rommel (1891-1944), quedó en tablas el dominio de Egipto y, consecuentemente, comprometido el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) en Europa.

En este marco se posiciona Ken Follet para recrear su ficción histórica. No en vano, el personaje del espía Alex Wolff (David Soul) es entendido como un émulo del informador y delator Johannes Eppler (1914-1999), nacido en Alejandría, Egipto. Wolff es de origen holandés-alemán y desea la expulsión de los británicos al precio que sea. Nos hallamos, por lo tanto, en plena contienda bélica e ideológica, en el escenario de África del Norte.

El personaje está bien trazado pese a lo escueto. Podríamos decir que le apreciamos dos padres. Un progenitor (dos si contamos al padrastro egipcio que se casó con su madre en segundas nupcias) y una patria (pese a sus diversos orígenes). En este sentido, Wolff pertenece a una tribu del desierto y está al servicio del Reich. Personaje interesante, por consiguiente, pues antepone su apasionada experiencia vital y cierto iluminismo a una reflexiva formación. Un cercenado criterio por el que el fin justifica sus medios.

Se añade un desfile de interesantes personajes secundarios, como el ladrón Abdullah (el siempre eficaz Anthony Quayle), el mercader de objetos robados Claude Regas (Mark Lewis) y el propio mariscal de campo Erwin Rommel (Robert Culp).


Frente a Wolff, tratando de desenmascararlo, se encuentra el mayor británico Van Dam (Cliff Robertson). Es viudo pero tiene un hijo, el joven William (Charlie Condou). En su estrategia, Wolff envía información valiosa a Rommel sobre los planes británicos en Egipto, por medio de una clave cifrada elaborada a partir del celebérrimo texto Rebeca (Rebecca, 1938), de Daphne du Maurier (1907-1989). Esto lo logra con la inestimable ayuda de la bailarina egipcia Sonia (Lina Raymond), que permite a Wolff sustraer la información del portafolio del mayor Smith (David Hemmings; y nótese la ironía de este apellido “hotelero”), mientras Sonia realiza con él el acto sexual. Tampoco el personaje de la bailarina es plano, sabemos que mantuvo una relación con Wolff y que aún es capaz de sacrificarse por el recuerdo de dicho amor (o atracción).

Por su parte, Van Dam también contará con una valiosa ayuda en la persona de Helen Fontana (Season Hubley), conocida como Sarah Askenazi en el entorno del mercado negro.

Prometedor es el momento en que Van Dam va colocando sobre un panel las notas que se refieren a un caso de asesinato, sin aparente conexión con el del informador. Ello, pese a la estúpida oposición del típico superior incompetente y envidioso. Pero el mayor tiene intuición y el asunto se va ensanchando hasta que el cerco a Wolff se estrecha. Entre tanto, el escurridizo espía pone en marcha los mecanismos atemporales de la seducción a través de Sonia, a la que chantajea emocionalmente. Van Dam hace lo propio, aún dentro de “la ley”, con Helen, a quien entrega al ávido Alex para conseguir información. Como podemos observar, es el deseo sexual lo que mueve el mundo, no solo en el casillero del espionaje. Por consiguiente, Helen entra a “trabajar” como dependienta de un estraperlista del que se abastece Wolff. Todo esto, mientras trata de desentrañarse la procedencia y envergadura de los mensajes cifrados. El código es el libro, como se averigua, con lo que ahora hace falta hallar la clave. Precisamente, bonito es el momento en que Van Dam se sincera con su hijo respecto a este extremo. Como lo es el posterior encuentro de Helen con Billy, por el que descubrimos que ambos personajes tienen un punto de partida en común: cierta orfandad y los relatos de detectives.


La clave está en Rebeca cuenta con la partitura de un compositor poco recordado pero interesante como J. A. C. -Jonathan Alfred Clawson- Redford (1953). Lo mismo puede decirse del director y también destacado actor David Hemmings (1941-2003), autor de un puñado de películas atractivas. Hemmings, que se reserva el incómodo -según se mire- papel del mayor Smith, confiere cierta solidez a la realización, aunque como producto “cinematográfico”, La clave está en Rebeca responde, como ya advertía, a los patrones estéticos y formales de un telefilm de la época (sin que esto suponga un menoscabo, al menos, para el que suscribe).

Anteriormente, también hacía referencia a la condensación de un guión que trata de sintetizar el contenido de una novela, en lo que entendemos que es una miniserie de pocos capítulos. Con esto quiero decir que, pasajes del original que transcurren en varias “secuencias”, se condensan en una sola. Esto resulta inevitable, salvo que se pretenda alargar la producción, y en el caso que nos ocupa no parece necesario. Los personajes y las situaciones quedan bien expuestas, por mucho que se pierdan tesituras y matices del original (para eso está el libro, para leerlo).

Esto no quiere decir que la adaptación resulte infiel. En la serie Sonia se declara abiertamente bisexual, como sucede en la novela, y así se explicita argumentalmente, cuando pide a Alex que le entregue a Helen. Con ello busca sustituir a su ex femenina. Tampoco se descarta la visualización de un trío (ménage à trois). En otro buen momento del guión, Alex Wolff declara que lo que le pide al mundo es poder, en tanto que Helen replica que lo que ella le pide es seguridad. Más que reducirse, todo deriva o se complementa en un entramado de fingimientos, (des)lealtades y relaciones íntimas, las más de las veces insatisfechas, o cuanto menos difíciles; diríamos que alegóricamente sofocantes y arduas. Hasta Van Dam le confiesa a Helen, respecto a su viudedad, que fingimos ser un matrimonio feliz (de cara al hijo).


Por tanto, intrigas, amores, desamores y amoríos entre el polvo del desierto, caviar y champán. Situaciones tan afiladas como el cuchillo con doble filo que maneja Alex Wolff, en una atmósfera que impregna el argumento de nuestra historia. Lo que incluye algún que otro recurso melodramático pero eficaz, como el empleo de un disfraz por parte de Van Dam camino de un oasis, o el mismo desenlace, con el personaje de Billy puesto en peligro. Junto a estos momentos, otros de estimulante inspiración, como la forma en que Helen señala el lugar donde va a ser llevada por Alex (con su propia sangre), o la originalísima pero coherente forma de sonsacar a Sonia toda la información que posee (trasquilándola). En otra derivada acertada, Helen conduce a Van Dam al mismo oasis donde estuvo con Alex, con el ánimo de sobreponer un recuerdo a otro, bastante menos grato. 

Escrito por Javier Comino Aguilera 

Próximamente: Chernóbyl


El castillo ambulante, de Diana Wynne Jones

20 mayo, 2019

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En nuestra sociedad existen personas resignadas. Resignadas a ocupar un rol que le ha sido otorgado por la propia sociedad, por su familia o por sus aspiraciones y creencias personales. Esta resignación suele conllevar vidas grises y apagadas, anodinas, desesperanzadas, como si acaso no hubiera oportunidad para cambiar o para elegir un destino mejor. En estos casos, podemos considerar que estamos ante cuerpos en pena, ante autómatas que están más cerca del otro lado de la vida que de este. Figuras pusilánimes que los demás pueden manipular a su antojo. Al menos, hasta que se produzca algún cambio sustancial.

En esta situación se encontraba la protagonista de El castillo ambulante (1986), Sophie, al principio de la novela. Resignada a ocupar su papel como hermana mayor y trabajadora de una sombrerería, incapaz de buscar una vida mejor, de valorar sus auténticas capacidades y de adentrarse entre los adultos. Sin embargo, cuando la Bruja del Páramo aparezca en su negocio, fruto de un error, tendrá que hacer frente a una maldición que la convertirá en una anciana, obligándola a dejar su vida atrás y buscar un nuevo destino.

El castillo ambulante nos propone un viaje de carácter más interno que externo, por lo que resulta difícil de clasificar. Hay quien podría considerar que la relación romántica es el centro argumental de la historia, pero lo cierto es que ese centro lo encontramos en la evolución de su protagonista para encontrar su auténtico lugar en el mundo. Para ello, atravesaremos una historia influida por su ambiente de novela fantástica, en el que no falta una sociedad cuasi medieval y la presencia de profecías y magias de lo más variopintas. Sin embargo, su desarrollo es irregular, tiene una estructura poco definida y el estilo de su autora opta más por la ambigüedad que por la certeza. Así, es capaz de plantearnos toda una comedia de enredos amorosos con magia de por medio en un primer tramo para finalizar con una historia de autosuperación, en el que la protagonista debe afrontar riesgos y luchar contra el destino revelando quién es realmente y rompiendo con su propia resignación. 

Por otra parte, no podemos evitar la comparación entre los dos protagonistas: Sophie y Howl. Su contraste nos lega algunas de las mejores escenas del libro, tanto a nivel cómico como dramático. Son personajes contrarios: Sophie tiene un espíritu fuerte, aunque resignado, lo que ha causado que su apariencia sea la de una anciana quejumbrosa, pero enérgica, mientras que Howl mantiene una apariencia fresca y juvenil, empleando para ello múltiples recursos estéticos, y aparenta ser una persona despistada y frívola, a pesar de contener en su interior múltiples preocupaciones y temores. Aunque ambos tienen estos caracteres iniciales, serán capaces de evolucionar hacia los extremos contrarios, consiguiendo demostrar que detrás de sus apariencias esconden una fortaleza inquebrantable y un ansia por vivir de la que se retroalimentan mutuamente. De esa forma, la gracia de El castillo ambulante se encuentra en esta evolución personal de dos personas tan contrarias entre sí y cuyos enfrentamientos a lo largo de la novela nos proporciona, como ya advertimos, las escenas más atractivas de la misma.

Diana Wynne Jones
En ese amplio viaje encontraremos múltiples pinceladas que enriquecen bastante el trasfondo de la novela. Para empezar, a un nivel extratextual, la autora, la prolífica Diana Wynne Jones (1934-2011), muestra una gran capacidad para insertar diversas referencias a lo largo de la obra, por ejemplo, a obras de la literatura inglesa, ya sea a clásicos como Hamlet (William Shakespeare, 1600) o a la literatura fantástica de Tolkien o C.S. Lewis, de quienes podemos considerar que es seguidora. También hay cierta influencia de Lyman Frank Baum, con esa mezcla entre distintas realidades al estilo de lo que ocurre en El mago de Oz (1900), del que también recoge algunas referencias. No obstante, logra que no se conviertan en menciones demasiado evidentes o directas, sino que sean percibidos por quienes conocen esas obras sin que resulten una cuestión incomprensible para los neófitos. Incluso podemos advertir que Wynne Jones crea su propia voz y personalidad a pesar de estas influencias, aunque podamos considerar que se tratan de obras de un carácter más ligero que las de Tolkien, por ejemplo, y más cercanas a las de Lewis o Baum.

Por otra parte, a nivel argumental, debemos mencionar algunas cuestiones que se abordan. Hemos comentado, por ejemplo, la resignación a la que se sometía Sophie por su rol dentro de la familia. No faltaría aquí cierto comentario sobre los estereotipos femeninos que se rompen dentro de la novela, por ejemplo, gracias al desparpajo de sus hermanas, Martha y Lettie, capaces de buscarse la vida para encontrar la felicidad fuera de lo que se esperaba de ellas Sin embargo, la novela cae en el tópico de finalizar sus tramas mediante relaciones románticas, aunque debemos decir que se resuelven con cierta gracia. Incluso debemos tener en cuenta a Fanny, madrastra de Sophie y Lettie y madre de Martha, que es capaz de mantener su vida activa tras la viudez y lograr de nuevo la felicidad, aunque para ello se aproveche de la dedicación y la sumisión de Sophie.

Howl y Sophie en la adaptación cinematográfica de 2004
Otro apartado son las tramas relacionadas con Howl que surgen desde que Sophie llega al castillo. Una de ellas sirve para mostrar las difíciles relaciones políticas del país, con los compromisos que adquiere el mago ante las exigencias del rey y que intenta rechazar ya sea por cobardía, como aparenta, o por pacifismo. No obstante, esta subtrama, que ocupa en torno a tres capítulos, acaba supeditada a las demás, sobre todo a la evolución de la protagonista, siendo uno de los mejores capítulos para observar cómo ha cambiado, y apenas se le da importancia, aunque será resuelta al final. También destacan los personajes secundarios que pueblan el castillo ambulante: Calcifer, que es quien mejor representa la magia de la novela y cuya relación con Howl será crucial para el tramo final de la novela, y Michael, su aprendiz, acogido de la misma forma que Sophie. Gracias a las interacciones entre los cuatro habitantes del castillo descubriremos mejor la historia del mago, rompiendo con la imagen frívola y mujeriega con que se nos presenta al principio para mostrar también su bondad con la manera en que acepta a Michael y a Sophie en su hogar. Un detalle crucial de su auténtico comportamiento lo encontramos en el capítulo en que la investigación de un hechizo aparecido entre los apuntes de Michael lleva a nuestros protagonistas a intentar conseguir una estrella, hecho que les recriminará duramente Howl y del que tratará de advertirles de sus efectos adversos. Y, por supuesto, en las revelaciones del final seremos testigos de todo lo que hizo Howl por proteger a los suyos.

Por último, la Bruja del Páramo es la antagonista de la historia, no solo por ser la culpable de hechizar a Sophie, sino también por representar todos los aspectos negativos en que podrían caer los personajes: el ansia de venganza, los celos, la envidia, la frivolidad y el gusto por las apariencias. Su frialdad la convierte en un personaje muy oscuro, capaz de hacer todo lo posible para acabar con Howl y con su felicidad. Destaca en este sentido más que el tramo final de la historia, su encuentro con la señora Pentstemmon.


En definitiva, todos estos elementos provocan que El castillo ambulante sea una novela agradable, divertida en varios fragmentos, con mucha magia y bastante ligera. Se trata, por tanto, de una obra centrada en sus personajes, capaz de cerrar todas las tramas con una resolución clara y que se siente redonda, sin dejar cabos sueltos, aunque su conclusión sea algo abrupta. Además, otorga cierta profundidad al mundo que crea y nos deja entrever que hay algo más allá de la historia que nos ha narrado. Precisamente, Diana Wynne Jones continuó con las aventuras de este particular universo en dos secuelas: El castillo en el aire (1990) y La casa de las mil puertas (2008).

No debemos olvidar, por último, que el célebre director japonés Hayao Miyazaki (1941) se basó en dos de sus novelas para crear sendos largometrajes, uno de ellos inspirados en esta que hoy hemos comentado: la bella El castillo ambulante (2004), que si bien sigue los pasos establecidos por Wynne Jones en la obra literaria, añade algunos elementos propios de los intereses de Miyazaki, como un factor antibelicista más fuerte, además de evitar el maniqueísmo en que esta cae con respecto a la Bruja del Páramo.


El autocine (LXI): La mosca, El regreso de la mosca y La maldición de la mosca

15 mayo, 2019

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La fatalidad en forma de experimento fallido es un tema recurrente en el cine y la literatura de ciencia ficción. Supone una aproximación a los límites éticos y físicos de la materia por vía de la ciencia (y aledaños), así como el entendimiento del espacio que nos conforma y rodea, además de una irrupción en el orden natural o divino. Esto ya ha sido puesto de manifiesto en otras ocasiones y no voy a insistir en ello, siendo como es una vertiente argumental bien conocida por los aficionados. Lo que nos interesa es que uno de sus mejores exponentes cinematográficos lo hallamos en La mosca (The Fly, Fox, 1958), de cuya procedencia hablaremos en la última parte de este artículo, y cuya realización corresponde al apreciable Kurt Neumann (1908-1958).

Relevante es el hecho de que el estudio, Twentieth Century Fox, se decidiera a filmar la historia en color y, de forma comprensible, en el recién estrenado formato del cinemascope. A cargo de la fotografía estuvo el veterano Karl Struss (1886-1981), nada profano en el género de terror y ciencia ficción clásicos.

El caso es que Helene Delambre (Patricia Owens) huye despavorida de la fábrica de su esposo, André (David Hedison). Algo ha sucedido en las Industrias Electrónicas Delambre, sitas en Montreal (Canadá). El suspense está bien expuesto por el guionista y novelista en ciernes James Clavell (1921-1994). Apenas queda rastro del cadáver de André; lo justo para poder ser identificado a través de una cicatriz. La cabeza y uno de sus brazos han sido aplastados por una prensa hidráulica. Tras estos dramáticos acontecimientos, Helene se ha puesto en contacto con el hermano de su marido, François Delambre (el siempre eficaz Vincent Price), al que narrará, en prolepsis, el porqué de lo sucedido.

Pero, ¿realmente desea Helene referir todo lo que ha ocurrido? El zumbido de una mosca parece suficiente para ponerla en tensión, en una actitud que va más allá del típico ademán irritado, por lo que se piensa que padece una crisis nerviosa. Se muestra angustiada, en lo que es una conducta extraña y huidiza, aunque como podemos intuir, existe una causa justificada para tal proceder.


De hecho, estamos asistiendo a la desventurada desestructuración de una familia ordinaria, por causa de fuerza mayor. El núcleo visible de esta descomposición podemos situarlo en el laboratorio del interior de una vivienda de apariencia absolutamente normal. Los dos ambientes de la casa están bien delimitados; la zona habitacional es resplandeciente y luminosa, en tanto el laboratorio se muestra lóbrego y grisáceo. Un inquietante espacio para practicar la teletransportación. Además, el emplazamiento limita con un extenso jardín, no lejano a la fábrica citada. Vas a presenciar un milagro, le asegura André a Helene. ¿Te dedicas a la magia?, le contesta ella. La comparación que establece el científico, acerca de los electrones como impulsos eléctricos, con el aparato de televisión, resulta efectiva. Su invento es un desintegrador-integrador capaz de trasladar la materia. La revolución que supone tal descubrimiento “sin salir de casa” nos devuelve a la actualidad, donde apenas es necesario tener que ausentarse para poder adquirir unos determinados productos. El invento supone una transformación radical. No habrá necesidad de coches, aviones, trenes, ni siquiera naves espaciales, asegura André. Excelente es el detalle, extraído del original, de la reintegración del rótulo de un objeto al revés.

André Delambre responde al patrón del hombre de ciencia utópico y entregado, algo alocado en sus conclusiones más que en sus planteamientos (cercano a la tipología del científico “loco”), y no diré que castigado por la divinidad, porque nunca he creído en una correlación tan expeditiva y maniquea, pero sí predeterminado o destinado a fracasar. Hay tanto cambio en nuestra época, advierte Helene, todo va tan deprisa que no puedo asimilar el progreso. No es el caso del esposo, aunque sí se muestra reticente en dar a conocer su descubrimiento al mundo.


Cierta inconsciencia o precipitación lo atenazan, como demuestra el uso de la mascota de la familia como conejillo de Indias. Sus demostraciones afectivas dependen de lo bien o mal que transcurra el trabajo científico. Ni siquiera es capaz de disfrutar de una salida cultural, en este caso un ballet, puesto que se pone a garabatear fórmulas sobre el programa del espectáculo. Finalmente, el canal de comunicación (aquello que se pretendía solventar) entre los consortes, queda reducido a unos mensajes escritos o unos golpes sobre una mesa o una puerta.

Una vez instalados en el relato en flashback, el terror también queda bien descrito gracias al pañuelo negro que cubre las facciones afectadas de André, tras su experimento en propias carnes. Tras dicho experimento, que queda en off narrativo, pues ya nos ha sido mostrado su mecanismo con anterioridad, teletransportando objetos inmateriales, ambos ámbitos, vivienda y laboratorio, quedan más separados que nunca por medio de una gruesa puerta de metal. De tal modo que La mosca es una de las apariencias o fisonomías del terror vivido en primera persona más contundentes y memorables de la historia del cine. De parte del espectador, sin embargo, está la investigación que emprende François, doblado al español por el magnífico José Martínez Blanco (1931-1990), y al que, sin querer, su sobrino Philippe (Charles Herbert) pone tras la pista del rompecabezas. De la de Helene y André, queda su desamparada y aberrante peripecia personal. Algo a lo que contribuyen los efectos especiales de L. B. Abbot (1908-1985) y James B. Gordon (1907-1972).


Por lo tanto, estamos ante uno de los ejemplos más angustiosos e impactantes del género. Sostenido por Kurt Neumann casi hasta lo soportable, con un desenlace que tuerce la racionalidad del policía encargado del caso, el inspector Charas (Herbert Marshall) y, por consiguiente, del espectador. Ejemplo de ello son los mensajes mecanografiados de André que, de forma progresiva, van perdiendo su coherencia. Aunque, como ser animalizado que es -más que como “monstruo”-, también expresa sentimientos, tal y como sucede durante el desmayo de la (ex) esposa. Si bien, estas demostraciones son cada vez como meros actos reflejos.

La música de Paul Sawtell (1906-1971) también es reseñable; una buena edición nos fue ofrecida por el sello Kritzerland (2012). En cuanto al remake de David Cronenberg (1943), este tuvo el acierto de acometer el relato original desde otra perspectiva, focalizándolo en la figura del mutante protagonista y su compañera sentimental (Jeff Goldblum y Geena Davis, respectivamente), evitando limitarse a la copia de la adaptación primera, por encima de incidir en los aspectos más truculentos, en sintonía con los procedimientos y expectativas de 1986.

Se lo estaban temiendo, ¿no es así? Pues en efecto, la adaptación cinematográfica de La mosca tuvo dos secuelas, pese a lo cual, si está uno en buena disposición y armonía consigo mismo, ayudan a pasar el rato de forma bastante grata. La primera es El regreso de la mosca (Return of the Fly, Fox, 1959), puesta en escena de Edward L. Bernds (1905-2000). Tras el entierro de Helene, la voz en off del personaje de Vincent Price nos vuelve a introducir en la historia. Su sobrino Philippe (Brett Halsey) ya ha crecido y desea proseguir con los experimentos del padre. Sobre este último prevalece la incógnita, de puertas familiares para fuera, de si se trató de un suicidio o un asesinato. Tras la esquiva pista anda el inspector Beecham (John Sutton), que no tendrá que aguardar mucho para ver aclaradas sus dudas. Por entre medias se injiere un periodista más pesado que las moscas, Grandville (Jack Daly), pero su presencia pronto es espantada de la película.

Lo cierto es que El regreso de la mosca propone una retahíla de lugares comunes pero gozosos. Una vez más, nos asomamos a los márgenes de aquellas áreas del conocimiento donde el hombre no debe entrar. Al recurso del descendiente en pos de los experimentos del progenitor, se une la aterrorizada advertencia del vigilante de la fábrica, Gastón (Michael Mark), una compañera femenina ad hoc, Cecile (Danielle De Metz), y un ayudante réprobo, el criminal Ronald Holmes, alias Alan Hinds (David Frankham), además de la ayuda del tío François, al que también se involucra.

Tras acondicionarlo debidamente, Philippe toma el laboratorio abandonado de su padre como base de operaciones, deambulando por entre la transmisión de las estructuras moleculares, visiblemente de forma más rigurosa y científica que su antecesor. El regreso de la mosca juega así con la expectativa de que ya sabemos lo que va a pasar, pero no cómo. Aunque, en este sentido, la trama no se pliega a lo establecido y supuesto, sino que sobrevuela airosa una serie de divertidas derivadas.


Hay algo de estructura policiaca en dicha trama, con la desaparición de pruebas (cadáveres) a cargo del pérfido Alan, sosteniendo una sub trama de traiciones y una puesta en escena competente, con sus luces y sombras (fotografía en blanco y negro). Un buen instante de terror lo proporciona el momento en que Phillipe despierta en el interior de la cámara desintegradora… junto a una mosca. Pese a todo, El regreso de la mosca depara un final mucho más feliz que su predecesora.

Don Sharp (1921-2011) fue el encargado, ya en plena década de los sesenta, de cortar las alas al coleóptero de forma digna y resuelta. La maldición de la mosca (Curse of the Fly, Fox, 1965) comienza cuando una señorita en bikini (signo de los tiempos), corretea y se pasea por entre los títulos de crédito y una campiña medio en cueros. Más tarde, sabremos que se trata de una joven ex concertista llamada Patricia Stanley (Carole Gray), que ha escapado del sanatorio mental donde la tenían recluida. Por suerte (más o menos) para ella, se topa con Martin Delambre (George Baker), que regresa de un viaje en su vehículo. Ambos entablan relaciones y, en el colmo de la dicha, contraen matrimonio, que parece ser lo habitual en estos casos. La familia Delambre vive de nuevo en la frontera; geográficamente establecida en Montreal. Espiritualmente, por decirlo así, está entregada a la ciencia en la figura de Martin, su hermano Albert (Michael Graham), que progresivamente se irá desvinculando, y el padre de ambos, Brian, interpretado por el veterano en estas lides Brian Donlevy (1901-1972).

Haciendo honor a su título, en la película parece que la maldición estriba en el hecho de que querer experimentar sin medir las consecuencias, es algo aciago que se transmite de padres a hijos, más que de insectos a humanos.

En el caso de Martin, este se pone una vez más manos a la obra junto a su padre, con la esporádica ayuda (de fatales resultados) de Albert, que se haya en otra “sucursal” situada en la capital inglesa. Como ambos vástagos confiesan, han oído hablar de tales experimentos familiares durante toda la vida. El escenario principal será, de nuevo, un solitario caserón en un lugar inhóspito en medio del campo, en palabras de Martin. Lo cual está muy bien para crear el debido ambiente de suspense. En La maldición de la mosca, somos partícipes de los efectos colaterales y secundarios de dichas actividades por parte de los Delambre. Como resultado, entrevemos a unos engendros confinados en habitáculos, en el jardín de la inquietante casa, cuya presencia, insisto, es de lo mejor de la función; un epicentro con el (forzado) piano como centro de atracción y foco de conexión entre los residentes.

Por su parte, Patricia fue diagnosticada de depresión nerviosa, y ahora andan tras su paradero la responsable de la institución mental y un inspector de policía. En esta línea, la mejor idea de la película reside en el hecho de que la supuesta loca, Patricia -que honradamente cree que está perdiendo el juicio pese a estar rodeada de tanto lunático-, resulta ser la más cuerda de un clan de supuestos lúcidos, que acaban como un haza de pitos.


Como versión cinematográfica, La mosca es una adaptación que procede del relato homónimo del escritor franco-británico George Langelaan (1908-1972), publicado en 1957 (por Playboy), y contenido posteriormente en su colección Relatos del antimundo (Nouvelles de l’anti monde, 1962), traducidos al español para Noguer y Luis de Caralt por Fernando Sánchez Dragó (1936), y reeditados más tarde por Planeta en su breve selección Obras maestras de la ciencia ficción (2001).

En el relato literario, el personaje de Arthur Browning, interpretado en el cine por Vincent Price (1911-1993) con su habitual compostura, narra los hechos en primera persona. Un foco narrativo que en la película se dispersa por vía de los distintos puntos de vista de los protagonistas: el científico, su hermano, la esposa, el policía que investiga los desconcertantes hechos; hasta el hijo de la desdichada pareja. El efecto es básicamente el mismo: no saber el espectador o lector a ciencia cierta qué creer (aunque en un relato de ficción todo sea posible); y no deja de ser curioso que el escritor francófono eche mano de nombres y apellidos anglosajones, mientras que en la adaptación se recurre a designaciones en francés.

El hermano de Arthur efectuaba investigaciones por cuenta del Ministerio del Aire, siendo bastante llamativo que, a mediados del primer capítulo, este contemple las conclusiones policiales de lo acaecido. Lo que no sofoca el misterio. Por ejemplo, cuando una enfermera del hospital mental donde se haya recluida Anne, la esposa del científico asesinado, mata a una mosca. Ya está recluida cuando Arthur es puesto al corriente de los hechos. El cuñado la sonsaca hábilmente con la añagaza de haber capturado esa mosca que todos andan buscando; aspecto que se traslada a la película, como las palabras invertidas de un cenicero, la anécdota de brindar por el experimento con champán, la desaparición de la mascota de la familia, los mensajes escritos como forma de comunicación entre la pareja protagonista, o la inolvidable imagen final de la tela de araña.

Psicoimagen
Al igual que en las adaptaciones sucede, el emisor-receptor pasa a ser uno mismo desde el momento en que los cuerpos sólidos acusan los efectos monstruosos de la teletransportación. Destacable es la capacidad de Langelaan de pasar de un relato criminal a una pesadilla de terror, entremezclando (teletransportando) ambos géneros. Así, André Delambre se metamorfosea incluso en parte de la mencionada mascota, en tanto se intuye el destino trágico de Anne.

Por proseguir con el resto de relatos que conforman esta antología, La dama de ninguna parte está dedicado al poeta, crítico y realizador Jean Cocteau (1889-1963). En realidad, parece un remedo del hecho real acaecido a un científico sueco que se suicidó tras distinguir la voz de su esposa fallecida en una psicofonía, en la cual le invitaba a pasar al otro lado sin temor (la anécdota es referida por el gran Germán de Argumosa [1921-2007] en el episodio dedicado a las psicofonías de la serie La otra realidad [1999-2002]).

En La dama de ninguna parte, el hermano de Bernard E. Mardsen, que es quien narra los hechos, es un hombre de la calle que, de nuevo, habita en un apartado lugar. También establece contacto con gentes que parecen haber quedado varadas en otra dimensión. Lo hace a través de su receptor de televisión, al captar una extraña pero inconfundible señal. La “anomalía” pronto pasa a convertirse en un fenómeno mucho más complejo, con implicaciones trascendentales. Una obsesión, ficticia o real, como forma de comunicación con lo que denominamos “más allá”. Dándose el curioso aspecto de que los que están “allá” no se muestran precisamente muy deseosos de regresar, y para los que permanecemos acá, el anhelo máximo continúa siendo un amor y plenitud carentes de fin. Sobre todo, cuando se está enamorado de quien no está físicamente vivo, o presente en carne y hueso (ya sea una actriz de cine o una psicoimagen). Todo ello, sin renunciar Langelaan a una calculada dosis de ironía.


En La otra mano, un cirujano transcribe las razones que, de forma voluntaria, han llevado a un paciente a cercenarse una de sus extremidades. La idea de recurrir a un grafólogo para analizar la letra proporcionada por esta mano derecha, de quien considera que no le pertenece, es excelente. Estamos ante un nuevo relato de ribetes policiacos que hunde sus raíces en los ribazos de lo sobrenatural, donde la frontera entre lo psicopático y lo plausible es muy difusa. Tal vez, un caso de metempsicosis como el expuesto por Roland Topor (1938-1997) en su Quimérico inquilino (Le locataire, 1964), de muy buena mano.

A continuación, difícil es comentar el estupendo Deducciones desde la butaca sin estropear su sorpresa final. Bástenos decir que el paradero de un bebé recientemente desaparecido, es puesto en evidencia por parte de un protagonista completamente inesperado.

A su vez, un misterio a lo Sherlock Holmes articula Salida de emergencia, en el que dos amigos de la guerra (la Segunda), uno francés y el otro inglés, se reencuentran tras algunos años sin verse, después de comprobar que ambos son objeto de una advertencia en forma de ataúdes en miniatura. Con lo que deben reunirse para intercambiar impresiones al respecto; si bien, todo queda en una trama bien urdida por uno de los componentes del relato, siendo un caso que tiene su origen en el pasado. Un pasado netamente humano y que resultará traicionado.

Vuelta a empezar es la última de estas narraciones. Se trata de un monólogo que expone en primera persona los pensamientos y reflexiones de un anciano interno en una clínica. Últimamente, le ronda por la cabeza la frase morir es volver a empezar. Todo parece indicar que se trata de los últimos y naturales peldaños, previos al paso definitivo (que no final). Por tanto, algo más que una voz en su cabeza. En realidad, Vuelta a empezar es un homenaje a la imaginación en tiempos difíciles, como último asidero aunque, una vez más, como constatación previa de otra realidad nueva por venir, con el tema de la reencarnación como telón de fondo. Lo que Langelaan describe por medio de su protagonista, es la creación cíclica de un embrión imaginario (pero real), como algunos años más tarde mostrará Stanley Kubrick (1928-1999), de la mano de Arthur C. Clarke (1917-2008), en su 2001, una odisea en el espacio (2001, A Space Odissey, 1968).

Escrito por Javier Comino Aguilera 


Para el sábado noche (LXXXI): Alien (El octavo pasajero), de Ridley Scott

01 mayo, 2019

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Al comienzo de Alien, rebautizada en España y en otros países con el simpático subtítulo de El octavo pasajero (Alien, Fox, 1979), una vez finalizados los distintivos y atmosféricos títulos de crédito, la cámara se pasea en solitario por los pasillos de una nave desierta, pero no abandonada. El buque espacial es el Nostromo, una astronave comercial que ejerce de carguero y estación de refinería. Estos momentos iniciales, casi plácidos, pero que no se corresponden con ningún punto de vista antropomorfo, están muy bien acompañados por la música de Jerry Goldsmith (1929-2004) y siempre llamaron mi atención. La nave ha quedado definida, si no como un personaje más, sí al menos como un espacio determinante.

Se puede decir que cuando despiertan los tripulantes de su periodo de hibernación, también lo hace la nave, que de algún modo ha permanecido hibernada, aunque moviéndose por impulso (el consabido piloto automático). Los elegantes encadenados que muestran a estos tripulantes incorporándose y desperezándose son igual de atractivos y evocadores de una aventura fuera de la Tierra. El primero en hacerlo es el oficial Kane (John Hurt).

Se trata de una nave solitaria, oscura pero vistosa, como los excelentes gráficos y calculados decorados procurados por Michael Seymour (1932-2018) e Ian Whittaker (1928), entre otros. Ello permite al realizador Ridley Scott (1937), en el que sigue siendo uno de sus mejores empeños para el cine, trabajar de forma expresiva con las luces y las proporciones, los tamaños. Así sucede durante la exploración del interior de la nave alienígena sobre la superficie del inhóspito planeta al que se ve abocada la Nostromo. Un planeta igualmente alienígena para el derelicto (algo así como dos capas superpuestas). Incluso existe un sugestivo desempeño con el silencio, que subraya determinados momentos de suspense.


Esta estructura por capas es algo que atañe a los propios protagonistas. Por lo que no es de extrañar que una de las primeras conversaciones a las que asistimos trate sobre la diferencia de los escuálidos salarios. Si la tripulación está discriminada y escindida por estratos laborales a su pesar, la sociedad a la que pertenecen y que los arroja en brazos del extraterrestre, no le anda a la zaga. La tripulación es, de hecho, sacrificada, sin excepción teórica alguna. El soterramiento alcanza incluso a uno de los tripulantes de la nave, que no es lo que aparenta ser; el engaño y la felonía son parte consustancial incluso en el espacio.

Por otra parte, Alien participa del género de terror y ciencia ficción aupado en los años cincuenta, y puesto al día por Dan O’Bannon (1946-2009) y Ronald Shusett (1935). En su estructura, el suspense de la primera parte eclosiona en el terror desarrollado en la segunda, si bien, prevalece el primero de forma calculada, como cuando Brett (Harry Dean Stanton) busca a la mascota del grupo, el gato Jonesey. Asimismo, cuando el reservado Ash (Ian Holm) efectúa sus análisis en la enfermería, la cámara adopta similar postura o recorrido al descrito al inicio de la película, aunque esta vez, el ángulo se corresponde con el de la teniente Ellen Ripley (Sigourney Weaver), como no tardamos en averiguar. Un momento en el que se muestra al oficial científico ingiriendo un producto lechoso. Más tarde, cuando Kane yace en la enfermería, también resulta inquietante otro plano sostenido en contrapicado, mientras algunos compañeros penetran en la sala, una vez que el intruso parece haber desaparecido. Pese a todo, un instante de relativa calma lo proporciona el capitán Arthur Dallas (Tom Skerritt) en su escucha de Mozart (1756-1791) en la cabina de comunicaciones. Como antes adelantaba, uno de los aciertos de la película reside en el hecho de que la nave pasa de ser un escenario más o menos conocido, a un lugar traicionero e inexplorado.


Junto al espléndido empleo del sonido y la incorporación de otro personaje “neutro” pero fundamental, como es el computador “Madre”, destacan la fotografía del poco prodigado Derek Vanlint (1932-2010), y todo el aparato de decorados y efectos especiales, incluido el diseño del monstruo, por parte del artista suizo Hans Rudolf Giger (1940-2014) y el diseñador italiano Carlo Rambaldi (1925-2012). Es muy extraño de describir, comenta el capitán Dallas cuando contempla la estructura con extraños orificios de la nave extraterrestre y su intrincado y correoso interior. A lo que se suma el descubrimiento del esqueleto extraterrestre fosilizado (invadido a su vez por otra criatura extraterrestre). De modo que el misterio también anida en las entrañas de esta nave varada en un planeta ajeno.

La música se acopla bien, lo que no obsta para esos instantes a los que me refería donde se haya ausente, como sucede en la escena del surgimiento del animal de su capullo. Sí que destaca en los posteriores momentos de desolación, desconcierto y pesar por lo sucedido; momentos de soledad y vacío (espacial, en toda su dimensión). La antedicha secuencia de la búsqueda del gato también está desprovista de acompañamiento musical, de modo que este pasa a ser más significativo y menos obvio, nada redundante.

Inolvidable es la exploración del planeta y su fatal descubrimiento, como sabemos, atendiendo a una fuente de emisión desconocida. Una secuencia en la que las comunicaciones internas entre los miembros de la Nostromo se interrumpen por un turbador periodo de tiempo.


La ejecución cinematográfica es clásica, limpia y precisa, al igual que el montaje efectuado por Terry Rawlings (1933) y Peter Weatherley (1930-2015). Como los aficionados saben, quedó al margen una secuencia en la que uno de los supervivientes encuentra en la Nostromo la estructura ósea y viscosa en la que algunos de sus compañeros han sido metabolizados. El episodio final de supervivencia está muy bien desarrollado, e incluye una reminiscencia de La mujer y el monstruo (The Creature from the Black Lagoon, Jack Arnold, 1954), con el personaje desvestido y la bestia camuflada en el interior del transbordador de emergencia.

Los admiradores también conocen de sobra las influencias de la efectiva película de Scott, desde It, the terror from Beyond the Space (Edward L. Cahn, 1958) a Terror en el espacio (Terrore nello spazio, Mario Bava, 1965), sin contar con innumerables capítulos de series de televisión. Yo me permito añadir a la lista el relato Un horror tropical (A Tropical Horror, 1905), escrito por el excelente William Hope Hodgson (1877-1918), en el que una extraña criatura se ceba con la tripulación de un navío en alta mar. Se añade a un amplio inventario en el que figuran Diez negritos (Ten Little Niggers, 1939) de Agatha Christie (1890-1976), Vampiro telepático (Junkyard, 1953), de Clifford D. Simak (1904-1988), o el recientemente editado en español Oscuro destructor (Black Destroyer, 1939) de Alfred Elton van Gogt (1912-2000), publicado en la antología Terrorvision por Valdemar (2018).

Como apunte final, quisiera añadir que el abanico de dobladores al español es igual de remarcable.

Escrito por Javier Comino Aguilera 


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