Los alienígenas han secuestrado a cinco seres humanos. No, no pongan esa cara, ya que según la prensa suceden cosas aún más portentosas (incluso en el ámbito de la política). El caso es que los cinco terrícolas han sido abducidos con objeto de encomendarles una tarea muy especial: decidir el destino del resto de la raza humana.
En efecto, estas personas tienen el poder de determinar lo que será de nuestra especie, merced a unas cápsulas devastadoras que, uno de los visitantes del espacio, apodado el extranjero (The Alien), les ha entregado. Este alienígena versallesco pero retorcido a más no poder está interpretado por el eficiente Arnold Moss (1910-1989), al que muchos recordamos como el pérfido Karidian del episodio de
Star Trek (1966-69),
La consciencia del rey (
The Conscience of the King, Gerd Oswald, 1966). Él es el portavoz de una prosapia extraterrestre cuyo planeta se extingue. Con lo que, necesitan el nuestro, ya que el suyo va a dejar de ser habitable en pocos días. En este lapso de tiempo, los escogidos deberán mostrar de qué pasta están hechos, salvando la Tierra o abocándola al desastre (aunque sin dañar al resto de especies vivas del planeta). Es decir, que se nos ofrece la posibilidad de aniquilarnos a nosotros mismos, sin la necesidad de tener que pasar por la incomodidad de una invasión
avant la lettre, que dejaría bastante maltrecho todo el paisaje. El planteamiento irónico consiste en que el veneno de las cápsulas es tan respetuoso como letal.
Ello nos recuerda que somos unos inquilinos más, vagando por el cosmos, y que no es mala idea dejarle hueco a otros seres, probablemente, más responsables y ecuánimes. Por su parte, los invitados por el extranjero son la señorita inglesa Evelyn Wingate (Valerie French), el periodista norteamericano Jonathan Clarke (Gene Barry), la ciudadana de origen chino Su Tan (Marie Tsien), el profesor de física alemán Klaus Bechner (George Voskovec) y el soldado ruso Ivan Godofsky (Azemat Janti). Pertenecen, por lo tanto, a diferentes estratos sociales, etnias y condiciones culturales, con lo que resulta ameno comprobar cuál será la reacción de los convidados ante semejante reto, atendiendo a sus distintos orígenes y entornos, además de situaciones personales.
Son estas unas abducciones en la sombra, pues tienen lugar en un lapso de tiempo que ha permanecido congelado para el resto de los habitantes de la Tierra.
Tal es la premisa de
El día veintisiete (
The 27th. Day, Columbia Pictures, 1957), modesta pero efectiva puesta en escena de la novela del canadiense John Mantley (1920-2003), de igual nombre, publicada el año anterior. En parte, la novela fue adaptada por el guionista de
Tarántula (
Tarantula,
Jack Arnold, 1955) y
The Monolith Monsters (
John Sherwood, 1957), Robert M. Fresco (1930-2014), finalmente no acreditado, en favor de la supervisión -o reescritura- definitiva del propio escritor. La película fue dirigida por William Asher (1921-2012), responsable de muchos de los capítulos de series tan míticas como
Te quiero, Lucy (
I Love Lucy, 1951-57) o
Embrujada (
Bewitched, 1964-1972), y de largometrajes como el divertido ciclo -en muchos sentidos irrepetible- compuesto por
Escándalo en la playa (
Beach Party, 1963),
Bikini Beach (1964),
Playa de locuelos (
Muscle Beach Party, 1964),
Diversión en la playa (
Beach Blanket Bingo, 1965), o
Fireball 500 (1966), junto a una buena muestra de cine de terror con
Amenaza en la noche (
Night Warning, 1983).
Además, la película cuenta con una soterrada pero bonita música del para mí desconocido Mischa Bakaleinikoff (1890-1960). Indagando en la red, descubro que se trata de un prolífico director del departamento de música de los estudios, aparte de un instrumentista y compositor.
Como es mi costumbre, no deseo desvelar toda la trama, pero sí mencionaremos la evidente originalidad del planteamiento, en lo que concierne a la apertura de las cajas que contienen las referidas cápsulas, a través del pensamiento, y el modo en que estas se pueden poner en funcionamiento de forma oral, esta vez, por parte de cualquiera que las maneje. Para animar esta tesitura extrema, y pese a que el extranjero insiste en que no va a haber invasión, de hecho, la hay desde el momento en que este se aparece al resto del mundo a través de los medios televisivos.
No deja de ser interesante, asimismo, el hecho de que el heroísmo de la conclusión del relato recaiga sobre un personaje fuera del ámbito americano o inglés (¡pese a la evidente conexión anglosajona!), lo que refuta, o al menos mitiga, el maniqueísmo de algunas de las premisas de ciencia ficción (no todas, por mucho que se empeñen) de aquella época. Lo cierto es que esta resolución no es tan extraña si tenemos en cuenta que, para el extraterrestre, todos formamos parte de una misma familia.
Él lo especifica bien cuando recuerda a los terrícolas, en el interior de la nave alienígena, que no se encuentran allí en representación de ninguna raza particular, sino de la humanidad en su conjunto. Tampoco podemos soslayar el hecho de que el joven soldado ruso se comporta de manera heroica, aunque sucumba a los
beneficios de las ideologías más totalitarias. Podemos decir que Ivan Godofsky es abducido dos veces, primero por el extranjero celeste, más que celestial, y luego por sus propias autoridades.
De igual modo, otro de los protagonistas se inmola sin apenas ceremonias (narrativas), para dejar inactivas sus cápsulas. Sin duda, una solución tan expeditiva como valerosa y, en cualquier caso, pragmática, acorde con la idiosincrasia de tan fugaz pero decisivo personaje.
A su vez, a punto está de fenecer el profesor Bechner a causa de un atropellamiento, pero el destino de esta figura devendrá en crucial. Por su parte, Jonathan y Evelyn encuentran momentáneo acomodo en las instalaciones deportivas de un hipódromo, fuera de temporada y sin apenas vigilancia. Hasta que las circunstancias puestas en movimiento tras la aparición del extranjero ante la humanidad, les hagan tener que tomar muchas determinaciones.
En suma, pese a que Jonathan Clarke recuerda que
la gente odia por miedo a lo desconocido, que es casi todo, los humanos (si no todos, los que nos conciernen) sabrán estar a la altura del desafío. Un desenlace casi metafísico se concreta al final de la película, a modo de invitación por la paz. Elegante y concisa,
El día veintisiete plantea la incertidumbre de los caminos que, de una forma voluntaria o sugestionada, tomamos, y que conforman la suerte que nos labramos, a un nivel global. ¿Quién arbitra realmente nuestro destino, nosotros u otros? ¿O tal vez el proceloso cosmos? ¿O todos ellos en una amalgama que se nos escapa?
Pero si la situación que se expone en El día veintisiete es en potencia, en Pánico infinito (Panic in Year Zero, MGM-American International, 1962), será en acto. Aquí, una terrible catástrofe acontece realmente, y los personajes habrán de desenvolverse dentro de ella a posteriori. Así lo determina el inspirado guión de los poco prodigados Jay Simms (-) y John Morton (-), en torno a un relato de Ward Moore (1903-1978), con la música de Les Baxter (1922-1996), en lo que es una composición jazzística muy de época, pero por eso mismo, de una entonada extrañeza.
El cabeza de familia de los Baldwin (un estupendo Ray Milland), aparece probando su caña de pescar junto a su vehículo con caravana, en lo que pretende ser el inicio de una jornada familiar en el campo. Una estampa cotidiana que pronto se verá alterada por las explosiones nucleares en la ciudad de Los Ángeles (EEUU). De ello dan cuenta un sencillo efecto óptico que se repite varias veces, y la temible imagen del hongo nuclear. Circunstancia inesperada que pilla desprevenida a toda la familia Baldwin, en ruta hacia las montañas; podríamos decir, que mientras se dirigen a su propio destino. Sin embargo, tal recorrido pasa a no tener una meta fija, salvo la supervivencia. Como resume Harry, en esta nueva tesitura
dos y dos ya no suman cuatro.
Parte de la película se desarrolla on the road, y la otra mitad, en el entorno agreste que el clan va a emplear como refugio de la radiación. La primera necesidad imprevista es la de abastecerse de alimentos y hacer acopio de algunas herramientas indispensables, al margen de varias armas de fuego. Lo que origina conflictos y situaciones que ya no se pueden sostener por vía del dinero (aunque este siga siendo el principal instrumento de canje). A la progresiva dureza de los sucesos, responderá Harry con “proporcional” severidad y firmeza. Por eso, junto a la desintegración del átomo, existe el peligro de la del propio matrimonio, formado por Harry y Ann (la inolvidable Jean Hagen). Sus hijos son Rick (el simpático Frankie Avalon) y Karen (Mary Mitchell). A este respecto, la narración también muestra cómo Rick corre el riesgo de sucumbir ante una coyuntura extrema, bajo el disfraz del estímulo y la fascinación. Por suerte para todos ellos, sabrán sobrellevar las circunstancias hasta el final de la película (que no de una historia que, por otra parte, no puede volver a ser la que era).
A dicha templanza contribuye Ann, que ayudará a Harry a recuperar su anestesiada humanidad, al tiempo que el efecto se hace extensivo a la joven Marilyn Hayes (Joan Freeman), otra superviviente que se ha agregado al grupo.
Pero antes del desenlace, la actitud agria y determinante, justificable en tal contexto, no es exclusiva de Harry. Lo vemos de manera bastante gráfica en el conjunto de la masa de supervivientes que se traslada por carretera huyendo del caos. Quien estorba es literalmente apartado de la calzada, en sí misma, oportuna metáfora fluvial donde no existe la camaradería, sino tan solo los más básicos instintos de supervivencia. Cuando los Baldwin se ven en la necesidad de atravesar todo ese torrente de vehículos, de almas que van a dar a un incierto mar, para así poder proseguir con su propio avance (no por casualidad, fuera de la corriente principal de los demás), habrán de alterar este cauce más de lo que ya lo está.
La intención es la de poder sobrevivir, hasta que se haga posible el regreso a una sociedad más estabilizada, capaz de reconocerse de nuevo en la civilización. De este modo, tras hallar un entorno adecuado y de aspecto seguro, en el que poder establecerse, los Baldwin procederán a borrar todas sus huellas, como si, en efecto, nunca hubieran existido. Lo que, huelga decirlo, no impedirá que el lugar sea transitado por otros.
Es entonces cuando comienzan a conocerse los miembros de la familia (aunque, como digo, al final sea para bien). Porque, ¿hasta qué punto se hace peligrosa o problemática la reinserción en la sociedad? ¿Es mejor permanecer aislados? Lo cierto es que Ann necesita de su fe en los demás para poder continuar viviendo, el disponer de alguna esperanza.
Filmada con notable eficacia por Ray Milland (1907-1986), la tensión no decae en Pánico infinito. El brutal asesinato de la familia del ferretero Johnson (Richard Garland), es buen ejemplo de ello, precisamente porque asistimos a su descubrimiento más que a la ejecución. Se trata de un momento terrible que parece dar la razón a Harry; sin embargo, nada que ver la actitud de nuestro protagonista y su hijo con la de los asesinos de dicha familia, además de violadores de otro de los personajes de la trama. Por encima de los Baldwin, parece prevalecer el afán de superación y la buena disposición de ánimo, como ilustra la divertida imagen de Rick dibujando un coche en la pared de una cueva.
Escrito por Javier Comino Aguilera