La condesa descalza, de Joseph L. Mankiewicz

29 noviembre, 2016

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El lenguaje que el guionista y director Joseph L. Mankiewicz (1909-1993) elabora para hacer hablar a los personajes de Harry Dawes (Humphrey Bogart) y María Vargas (Ava Gardner) es elegíaco, nostálgico, sincero y sumamente perspicaz. Incluso podríamos decir que es inevitablemente fatalista. Asegura María, en su segundo encuentro con Dawes, que cuando me descalzo me siento más segura. Lo que sería el equivalente, no tanto de tener los pies sobre la tierra, como de tenerlos en su propio mundo. De niña, María no dispuso de calzado, y de adulta le es ingrato. Por medio de esta imagen icónica, la bailarina y futura actriz María Vargas, por intercesión de Mankiewicz, hace prevalecer desde un principio su necesidad de independencia, tanto familiar como laboral.

Estos encuentros o conversaciones suponen siempre un escalonado punto de no retorno, para lo bueno y para lo malo; y en cualquier caso, para poder cambiar de vida. Como en toda buena poesía, esta se acaba ramificando y ofrece significados superpuestos. Una franqueza casi aplastante que se escenifica en la terraza de la vivienda madrileña de María o, ya en Italia, con los hermanos Favrini (Rossano Brazzi y Valentina Cortesa), sincerándose a solas. 

Hasta el frívolo duque Max Black (John Parrish) posee esta honradez en el interior de un casino. Al fin y al cabo, esta sinceridad desvela lo que de ordinario es ocultado -cuestión de supervivencia-, mostrando el auténtico interior de estos personajes. Algo que Mankiewicz sabe exteriorizar con maestría, haciendo al público, desde su propia intimidad como espectadores, partícipes de ello.

Por ejemplo, en la referida charla entre los Favrini, el conde asegura a su hermana que no puedo hacer nada por cambiar el destino, por lo tanto, estoy libre de culpa. Palabras que certifican el que ambos estén abocados a un reducto familiar tan mermado como condenado a la esterilidad. Una maldición que se hace melodramáticamente extensiva a quien entra a formar parte de dicha familia. Todo ello convierte a La condesa descalza (The Barefoot Contessa, United Artist, 1954) es una experiencia difícilmente olvidable.


Pero tras la poética, la segunda vertiente hipertextual de la película reside en su capacidad de fabulación o ensoñación respecto a los cuentos de hadas (o cuentos de niños con forma de adultos). En el sentido de que se pone de manifiesto que de los cuentos se despierta, pero que de la realidad rara vez se regresa, sobre todo tras una enriquecedora e ilusoria escapada.

Como hemos advertido, La condesa descalza se estructura en torno a un ejemplar guión del propio realizador; y comenzando por el principio, el relato cinematográfico y diegético se inicia en el momento en que la bailarina María Vargas es “descubierta” en un colmado madrileño por un consentido y estólido magnate llamado Kirk Edwards (Warren Stevens), a la búsqueda de lo que se suele llamar una cara nueva. Edwards decide dedicarse al negocio del cine como podría haberse dedicado a la cría del urogallo (las similitudes con aquello que comenzaba a suceder en “la vida real” son evidentes). Pero Edwards tiene la baza de que, aparte de su dinero, cuenta con el talento -rescatado de una mala racha- del guionista y director Harry Dawes, además de con un eficaz aunque servil secretario, Óscar Muldoon (un estupendo Edmond O’Brien). No por casualidad, ambos acabarán por emanciparse del niño-rico.

Dawes sintetiza el núcleo de todo este entramado de relaciones laborales y subordinaciones anímicas cuando comenta que la principal diferencia entre el cine y la existencia que conocemos por real, es que el guión tiene lógica y la vida no.  Las imágenes en un cementerio italiano sirven al Mankiewicz realizador para enlazar visualmente con los pensamientos -la materia literaria- de algunos de los allegados de María Vargas, después de alcanzar el estrellato bajo el nombre de María Damata o de convertirse en la condesa Torlato-Favrini. Unos comentarios que se superponen a las imágenes, pues Mankiewicz conoce no solo el valor de las palabras, sino también el visual, así como los efectos de entremezclar ambas vertientes.


Dawes será el realizador de las únicas tres películas que protagonizará en su vida María Vargas (el paralelismo con lo que le sucederá un año después a James Dean [1931-1955] es casi profético), lo cual sirve para reforzar, en off, los lazos de cordialidad y honestidad que han unido a ambos personajes desde el instante en que se conocieron. Será al director y amigo al que María acuda cada vez que se sienta atribulada y encuentre ocasión para ello. Una carrera breve la de la actriz, pero de recuerdo indeleble para quienes trataron con ella e, incluso, para aquellos que realmente llegaron a conocerla. Inaccesible y reservada, María trata por todos los medios de conservar su antedicha independencia e intimidad, con las dosis de asumida infelicidad que tal decisión lleva aparejadas. 

Tanto la intensa fotografía de Jack Cardiff (1914-2009) como la bonita y sugerente música del italiano Mario Nascimbene (1913-2002) consolidan esta sensación de trágica fatalidad y aceptado destino (una breve suite -la película no cuenta con una composición de amplio desarrollo-, fue editada en su día por el sello Legend: CD 11, 1994).


Por último, una apreciación con respecto a la edición de la película en DVD (desconozco en otros formatos). Esta respeta el doblaje primigenio (lo mismo le sucede a Atrapa a un ladrón de Alfred Hitchcock, 1955), pero, por desgracia, contiene los suficientes errores y tergiversaciones, que datan del estreno de la película en España, como para que resulte imposible llegar a comprender en su totalidad el argumento de la misma. Se volvió a doblar el metraje en los años ochenta (siendo José Guardiola [1921-1988] de nuevo la voz de Bogart), pero este excelente doblaje no ha circulado más que en las copias que se han proyectado por televisión. En resumen, en este caso particular, y sin que obligatoriamente haya de servir como inamovible precedente, solo queda el poder disfrutar de La condesa descalza en su versión original (y mejor sin los subtítulos, que nunca son la garantía de que tanto se presume).

Por descontado, la versión original es siempre un ejercicio aconsejable para el que posee cierto nivel de idiomas o es buen conocedor de la película, pero no a todos los públicos les ha apetecido en todo momento el tener que perderse una película entera gracias a la distracción que supone el tener que ir leyendo cartelitos en el borde inferior de la pantalla; máxime cuando el doblaje sí está bien hecho, y sobre todo, insisto, cuando no se conoce el idioma. Al fin y al cabo, ¿cuántos leen las grandes obras de la literatura en su lengua original?

Escrito por Javier C. Aguilera



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