La fama no es eterna. A pesar de los adeptos que ciertos artistas pueden ganar en vida, o en muerte, el auténtico valor de sus obras reside en la admiración que estas puedan levantar lejos de cualquier megalomanía y aún más cuando el paso del tiempo ha hecho mella en el natural atractivo de quien comparte tiempo con sus seguidores coetáneos.
En el teatro español, Jacinto Benavente (1866-1954) se convirtió en una eminencia que ha acabado por ser oscurecida y casi olvidada en beneficio de otros autores. Un olvido curioso dado que la obra benaventista es amplia y muchas de sus obras fueron del aprecio de intelectuales de su época, siendo la más recordada y valorada Los intereses creados (1907).
Quizás el hecho de que se agrupen gran cantidad de sus obras bajo una etiqueta común provoca que el acercamiento a este dramaturgo no resulte atractivo y que, por ello, nos perdamos obras interesantes. En muchos casos, incluso, obras que influyeron a otros autores mejor valorados en la actualidad. Dentro de un repertorio de obras burguesas, destaca su producción de índole rural, dos de las cuales fueron agrupadas por Cátedra en un tomo conjunto: La malquerida (1913) y Señora ama (1908).
A la primera, un drama rural sobre el complejo de Electra, ya le dedicamos una reseña en el pasado y a pesar de acompañar a Señora ama, su tono es bien distinto. En el caso de la segunda nos encontramos ante una comedia, según catalogaba el propio Benavente, que podemos casi considerar un retrato social cuyo final justificaba la comedia, pero cuyo desarrollo bien podría considerarse tragicómico.
La obra nos sitúa en un ambiente rural indeterminado donde se entrelazan relaciones de distinta índole. La protagonista es Dominica, esposa de Feliciano, quien soporta con orgullo las infidelidades de su marido con distintas mujeres, incluso la existencia de vástagos que visitan su casa. A su alrededor, distintos personajes murmuran sobre estos hechos, como su criada Gubesinda o su padre, Aniceto, que considera bochornosa la situación y que parece mantener una discordia con Feliciano en favor de su hermano.
Precisamente, Señora ama no se centra de forma exclusiva en Dominica, sino que despliega en torno a los personajes varias subtramas, como el reparto de tierras entre los hermanos, Feliciano y José, el apartado más humorístico y musical que aporta el tío Beba, incluyendo la inserción de coplas, o la aparición de otras mujeres con sus propias problemáticas, como Rosa, abandonada y ultrajada por su marido, o algunas de las antiguas amantes de Feliciano, incluso contando con la boda de una de ellas donde el señor ejercerá de padrino, ambiente en el que se desarrolla el segundo acto.
El espacio de la obra es bastante vago, dado que el autor apenas refleja en el texto escrito una escueta mención a los lugares donde se produce la acción frente a otros autores más prolíficos en este campo; podemos recordar, por ejemplo, las amplias y precisas descripciones de Jardiel Poncela (1901-1952). Por contra, cabe destacar el esfuerzo de Benavente por reproducir un lenguaje rural para conseguir una obra más lograda y fidedigna. Si bien es cierto que no se corresponde en la realidad con ninguna habla concreta, dado que el dramaturgo no ejerció como lingüista, sí recrea algunas tendencias habituales en ambientes rurales, como la pérdida de -d- intervocálica, el uso de apodos o acortamientos varios. Este hecho puede provocar, sin embargo, que la lectura resulte más pesada, dado que cuando dos personajes de clase más baja son los interlocutores de una escena debemos procurar un esfuerzo para entender bien qué están diciendo. Los diálogos entre los personajes principales suelen suavizar estos detalles logrando marcar distancia entre los señores y los criados.
No obstante, todos los personajes comparten un mismo tipo de pensamiento que hoy nos resultaría en gran medida obsoleto o machista, que a su vez recibe críticas dentro de la propia obra. Un tipo de crítica curiosa, dado que proviene de personajes, como Rosa, que al final acaban traicionando su criterio más moderno para caer en los mismos errores, lo que nos revela cómo el ser humano sí tropieza dos veces, o cuatro en el caso del personaje, con la misma piedra. En esta obra de celos, de dignidad y de honra el personaje central es Dominica, la señora ama.
Dominica es una mujer resignada que convierte el fruto de su dolor en una especie de escudo. Si bien en la actualidad pueden existir parejas abiertas en el terreno sexual, plantear que una mujer casada luciera casi con orgullo que su marido fuera tan admirado y repartido en su pueblo era, cuanto menos, escandaloso. No obstante, Benavente, en esta especie de tragicomedia, plantea en su protagonista una dualidad: por una parte, la apariencia liviana, privilegiada y digna (que asume que su marido la prefiere a ella siempre, dado que siempre vuelve) de quien ante los demás se muestra con orgullo y evade las infidelidades de su marido y, por otra parte, el fondo de inseguridad, de repudio ante las amantes y los bastardos, de celos hasta por su hermanastra (punto culminante de la comedia de enredos en que se convertirá la obra tras el segundo acto) y de resignación asumida por un amor cuya correspondencia real ignoramos, pero que espera paciente a que Feliciano asiente la cabeza.
En el teatro español, Jacinto Benavente (1866-1954) se convirtió en una eminencia que ha acabado por ser oscurecida y casi olvidada en beneficio de otros autores. Un olvido curioso dado que la obra benaventista es amplia y muchas de sus obras fueron del aprecio de intelectuales de su época, siendo la más recordada y valorada Los intereses creados (1907).
Quizás el hecho de que se agrupen gran cantidad de sus obras bajo una etiqueta común provoca que el acercamiento a este dramaturgo no resulte atractivo y que, por ello, nos perdamos obras interesantes. En muchos casos, incluso, obras que influyeron a otros autores mejor valorados en la actualidad. Dentro de un repertorio de obras burguesas, destaca su producción de índole rural, dos de las cuales fueron agrupadas por Cátedra en un tomo conjunto: La malquerida (1913) y Señora ama (1908).
A la primera, un drama rural sobre el complejo de Electra, ya le dedicamos una reseña en el pasado y a pesar de acompañar a Señora ama, su tono es bien distinto. En el caso de la segunda nos encontramos ante una comedia, según catalogaba el propio Benavente, que podemos casi considerar un retrato social cuyo final justificaba la comedia, pero cuyo desarrollo bien podría considerarse tragicómico.
La obra nos sitúa en un ambiente rural indeterminado donde se entrelazan relaciones de distinta índole. La protagonista es Dominica, esposa de Feliciano, quien soporta con orgullo las infidelidades de su marido con distintas mujeres, incluso la existencia de vástagos que visitan su casa. A su alrededor, distintos personajes murmuran sobre estos hechos, como su criada Gubesinda o su padre, Aniceto, que considera bochornosa la situación y que parece mantener una discordia con Feliciano en favor de su hermano.
Precisamente, Señora ama no se centra de forma exclusiva en Dominica, sino que despliega en torno a los personajes varias subtramas, como el reparto de tierras entre los hermanos, Feliciano y José, el apartado más humorístico y musical que aporta el tío Beba, incluyendo la inserción de coplas, o la aparición de otras mujeres con sus propias problemáticas, como Rosa, abandonada y ultrajada por su marido, o algunas de las antiguas amantes de Feliciano, incluso contando con la boda de una de ellas donde el señor ejercerá de padrino, ambiente en el que se desarrolla el segundo acto.
Cosechadoras de descanso, de Jean François Millet |
No obstante, todos los personajes comparten un mismo tipo de pensamiento que hoy nos resultaría en gran medida obsoleto o machista, que a su vez recibe críticas dentro de la propia obra. Un tipo de crítica curiosa, dado que proviene de personajes, como Rosa, que al final acaban traicionando su criterio más moderno para caer en los mismos errores, lo que nos revela cómo el ser humano sí tropieza dos veces, o cuatro en el caso del personaje, con la misma piedra. En esta obra de celos, de dignidad y de honra el personaje central es Dominica, la señora ama.
Los campesinos durmiendo la siesta, de Vincent Van Gogh |
El cambio radical que se produce en la protagonista en el tercer acto, cuando finalmente asume el rol dominante, tiene relación con una ansiedad personal que se materializa por fin exitosa: la maternidad hasta entonces frustrada, cuestión relevante que aparece en la obra aunque no como tema central; García Lorca (1898-1936) conseguiría desnudar este tema de las demás cuestiones para otorgarle una visión trágica en su drama rural Yerma (1934). Por su parte, una vez que Dominica consigue alcanzar esta satisfacción, asumirá quién es y tratará de tomar las riendas de la familia, incluso buscando castigar el último y supuesto affaire de su marido, para acabar todos los personajes principales en una algarabía común, logrando la reconciliación y una apuesta por un futuro distinto. En definitiva, la fuerza de la obra se concentra en torno a Dominica, la Señora ama del título, alrededor de la cual se concentran el resto de personajes, más lineales y menos profundos.
Aunque el final pueda conducirnos a una regresión en torno a la situación inicial, la obra tiene valor por su recorrido. A lo largo del mismo se deja ver la realidad que atravesaban entonces (y aún hoy) muchas mujeres, que tenían que afrontar una posición indigna en la que la esposa debía mantener la honra e ignorar cómo era deshonrada por su marido en el matrimonio. Para colmo de males, las acciones del marido casi nunca tenían represalias, casi al contrario, se convertía en centro de admiración de otros compañeros. Y aún incluso cuando la separación podía llegar, Benavente nos sitúa un caso de dependencia en el personaje de Rosa, en el punto culminante y denigrante de la resignación que, sin embargo, es vista de forma positiva por el resto de personajes. Si acaso el autor nos muestra tan solo una historia rural más habitual en su época o acaso a través de la risa y la parodia encontramos una crítica hacia algunas situaciones lo dejamos a interpretación del lector, que es quien debe poseer la última palabra.
El Ángelus, de Jean François Millet |
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