Junto a la corrupción política y judicial, uno de los principales problemas a los que se enfrenta el mundo libre, o el individuo libre, está la corrupción mediática. Y señalo individuo por ser este el principal sostenedor de la independencia más esencial, por mucho que a determinados colectivos ideológicos, incluidos los eclesiásticos, les interese equiparar tal condición con aspectos meramente egoístas de la naturaleza humana: les fascina repetir el soniquete del “individualismo”, no vaya a ser que a la persona le dé por pensar y actuar conforme a un criterio propio.
En el actual y maltratado mundo periodístico los, en otro tiempo, medios libres se encuentran ahora reconcentrados en torno a la figura de algún que otro autócrata mediático con influencias. Aunque en este apartado, justo es reconocer la labor de aquellos periodistas que, desde su arañada libertad, han destapado monstruosos casos de malversación o de cualquier otra índole, aún a riesgo de su integridad física. Ciertamente, frente a los que convierten las claudicaciones en “paces” sostenidas por el narcotráfico (menos mal que aún existen pueblos que conservan su dignidad), o a otro nivel no menos perjudicial, transforman los entrenamientos deportivos en entrenos, junto a otras zarandajas léxicas, están todos los que deciden no pasar por el aro, haciendo un buen periodismo de investigación, contrastando las partes en pugna y cumpliendo con su conciencia, que no es lo mismo que con su obligación.
Desgraciadamente, lo usual es que tales medios, que deberían ser siempre un contrapeso del poder, se supediten a este y se configuren en torno a la llamada cultura del nano-segundo (si se me permite, en este blog nos tomamos la cultura con más tiempo y ganas, y nos gusta pensar que también la mayoría de nuestros lectores más fieles).
De esta guisa, la noticia construye la verdad, apoyada por llamativos y elípticos titulares. Un inconveniente que se ha venido agravando con la sobre abundancia de información y la sacralización de lo impreso, o lo digitalizado, con el fin de hacernos reforzar nuestras visiones del mundo más que para explicárnoslo. Lo más pinchado se convierte así en lo más “leído”, y a los periodistas se les remunera por clics, un terreno abonado para las palabras provocativas o abiertamente soeces. En definitiva, siempre serán anchísimos todos los terruños mientras siga siendo más rentable violar la ley que cumplirla.
De esta guisa, la noticia construye la verdad, apoyada por llamativos y elípticos titulares. Un inconveniente que se ha venido agravando con la sobre abundancia de información y la sacralización de lo impreso, o lo digitalizado, con el fin de hacernos reforzar nuestras visiones del mundo más que para explicárnoslo. Lo más pinchado se convierte así en lo más “leído”, y a los periodistas se les remunera por clics, un terreno abonado para las palabras provocativas o abiertamente soeces. En definitiva, siempre serán anchísimos todos los terruños mientras siga siendo más rentable violar la ley que cumplirla.
El líder sindical Joseph Díaz ha desaparecido. Esta figura es el pre-texto o el mcguffin que emplea hábilmente Sydney Pollack (1934-2008), a través de su guionista Kurt Luedtke (1939), para testimoniar, en la notabilísima Ausencia de malicia (Absence of Malice, Columbia Pictures, 1981), los peligros de dicha supeditación. Frustrados al no obtener resultados satisfactorios “por vías convencionales”, un abogado del Departamento de Justicia (fiel representante de lo que aquí conocemos por Cloacas del Estado), Elliot Rosen (Bob Balaban), en connivencia con el fiscal de distrito James Quinn (Don Hood), trata de obtener información del caso por medios menos ortodoxos, involucrando en el mismo a un mayorista de bebidas, Michael Gallagher (Paul Newman).
Michael pertenece a una familia que está relacionada con la mafia, sin embargo, personalmente ha logrado -o se ha empecinado en- mantenerse limpio y dentro de la legalidad empresarial. Cuando la investigación “de tapadillo” se pone en marcha, se especifica que nada existe en contra suya, salvo el hecho de que una vez golpeó a un agente federal durante el entierro de un familiar. Rosen filtra toda esta información a una periodista del Standard, de Miami, Megan Carter (Sally Field), con lo que la rueda de la injusticia se pone en marcha. Como le recuerda el abogado del periódico (John Harkins) a Megan, no sabemos que la información sea falsa, por lo que existe ausencia de malicia, una coyuntura legal que comparten con el Ministerio de Justicia e Interior.
Los acontecimientos ponen a Gallagher en situación de ser considerado culpable hasta que se demuestre su inocencia, una hábil pero anti-ética triquiñuela de los intersticios legales. Pollack lo ejemplifica y planifica cuando Megan Carter se entrevista con una estimada amiga de Gallagher, Teresa Perrone (Melinda Dillon), en una tremenda secuencia donde se pone de manifiesto el dominio y autoridad de la primera, que llega a recordar a la segunda que está usted hablando con un periódico (lo que hasta un extremo es estrictamente cierto). La coartada siempre suele ser la misma: la gente tiene el derecho a saber. El problema es que las verdades suelen ser bastante poliédricas.
Las imágenes del rotativo que elabora los ejemplares del Standard cobran una especial significación. Pollack las introduce en el discurso visual hasta en tres ocasiones (sin contar las correspondientes a los títulos de crédito), cada una de las cuales resulta aún más devastadora que la anterior. De este modo, Gallagher sufrirá el descrédito y el acoso por parte de un representante sindical que amenaza claramente y sin ambages a los trabajadores del mayorista con retirarles su carné sindical, imprescindible para poder ejercer el derecho al trabajo, si continúan empleándose para dicho empresario. Una situación que, obvio es decirlo, hiere mortalmente al negocio de Gallagher.
Como premio a los “servicios prestados” no deja de ser inquietante el ofrecimiento de un ascenso a Megan por parte de su redactor jefe, McAdam (Josef Sommer). Al fin y al cabo, es la consecuencia de una situación de blancos y negros que incluso se materializa en los tonos de los decorados de la película, así como en la fotografía de Owen Roizman (1936). Situación por la que es muy lógico que sea el emprendedor Gallagher quien, finalmente, venza en ese resbaladizo terreno, o tierra de nadie abonada por los demás, creando un entorno ambiguo pero bien delineado y debidamente interpretado por el ayudante del fiscal general contra el crimen, James A. Wells (el estupendo Wilford Brimley).
Gallagher pierde su negocio y sus amistades (amigos aparte), pero mantiene incólume su dignidad, en pos de una bien ganada libertad. Lo que él consigue, precisamente, es quebrar la unidireccionalidad que equipara información con verdad, y que confunde opinión con información, sin posible defensa del calumniado. Como advertíamos en un principio, saber ser libre es, probablemente, la tarea más difícil dentro de cualquier mundillo. Con seguridad que al final del presente relato, no sea el periodístico mucho mejor (a la vista está), pero en cambio, puede que sí lo sea Megan Carter como periodista.
Escrito por Javier C. Aguilera
¡Hola! Me ha gustado tu blog y ya tienes una nueva seguidora ;) Me quedo por aquí y espero que puedas pasarte por mi blog y quedarte.
ResponderEliminarNos leemos. Kisses ^^