En momentos de soledad o introspección surge un cine diferente, con una notable capacidad de sugerencia; principalmente, dentro del género fantástico. Suelen ser obras de gran influencia para posteriores realizadores y la razón por la que -una vez más- insisto en la necesidad de acudir siempre a las fuentes más originales de que disponemos, en cualquier arte.
En el caso que nos ocupa, Irena (Simone Simon) y Oliver (Kent Smith) se conocen por casualidad en un zoológico. Son dos almas destinadas a encontrarse pero condenadas a la separación. Irena es de origen serbio y como ella misma comenta, realiza figurines para las revistas de moda. Oliver también está soltero y es arquitecto. Ambos habitan de forma anónima una ciudad que, de hecho, podría ser cualquiera, por mucho que el entorno nos recuerde el ambiente de Nueva York. Las imágenes muestran, en cualquier caso, un escenario casi desierto.
Por su parte, Irena demuestra una actitud desenvuelta al invitar a Oliver a su apartamento, aunque esta reacción sea más consecuencia de su propia inseguridad. Para la joven, la circunstancia supone la primera vez, pues como asegura, “nunca ha venido nadie antes aquí”.
Por supuesto, tal afirmación posee un doble significado, más allá de lo evidente. Pronto queda claro que Irena teme desatar una especie de “maldición” que la aboca a relaciones yermas, vedadas al contacto físico. Según su campechana etiología, la causa es la pertenencia a un pueblo que veneró a Satanás, circunstancia que convirtió a muchos de sus habitantes en brujos. Escondidos en las montañas tras el retorno de su monarca, estos comenzaron a engendrar personas -o naturalezas- ciertamente especiales…
Irena concreta la situación cuando afirma que “siempre he tenido miedo de este momento”. Para la muchacha, el pánico a lo desconocido es algo muy real.
Pero Irena realmente desea convertirse en la esposa de Oliver, a pesar de que las suyas son dos naturalezas en conflicto -la de la mujer, y en consecuencia, la de ambos-, ya sea por causas psicológicas o fisiológicas. La gratitud de ella hacia él queda sujeta a la fatalidad de un condicionamiento endogámico.
Esta es la estructura sobre la que se cimenta La mujer pantera (Cat People, RKO Films, 1942), un empeño personal del productor Val Lewton (1904-1951), ayudante de dirección antes que productor; por ejemplo, a las órdenes de David Selznick (1902-1965). La película fue escrita por DeWitt Bodeen (1908-1988), con edición del futuro realizador Mark Robson (1913-1978), música del siempre eficiente Roy Webb (1888-1982) y fotografía del gran Nicholas Musuraka (1892-1975), que con su labor atmosférica potencia recursos tan sobados como la niebla, la lluvia o la nieve, proporcionándoles un auténtico peso específico dentro de la ficción. A su vez, Lewton designó al competente Jacques Tourneur (1904-1977), realizador que demostraría su buen oficio en multitud de géneros.
Con frecuencia se hace alusión a la ambigüedad de un relato como valor intrínsecamente positivo. La mujer pantera no ha sido una excepción, aunque tal ambigüedad sea carta de naturaleza solo hasta el último tercio de la película, en el que Lewton y Tourneur toman claramente partido por el componente fantástico, es decir, a favor del personaje de Irena.
Y es que no conviene confundir ambigüedad con sutileza, ya que, aunque el terror de la protagonista sea psicológico, la raíz del mismo no deja de ser “real”, al menos para el realizador. Según su puesta en escena, el sexo, el miedo o la ira son emociones tan intensas que pueden convertirse en mecanismos capaces de desatar el sortilegio.
Por supuesto que la base argumental la hallamos en el miedo al instinto animal que anida en cada uno de nosotros; algo más que una impronta mitológica. Pero unas huellas en el suelo (junto a unas ovejas muertas), o los desgarrones en un albornoz, se encargan de materializar dicha posibilidad, más allá de cierto juego con la incertidumbre (al que se suma el escéptico punto de vista de Oliver, o el del desconcertado psiquiatra interpretado por Tom Conway).
Podemos añadir el hecho de que tan enigmáticos ciudadanos se reconozcan entre sí, tal cual sucede en el restaurante serbio. Y por descontado, la transformación ante el mismo médico, instante en que lo irracional se confirma por medio de la percepción de los sentidos. La propia sombra de Irena la conecta con sus ancestros.
Sin hacer uso de abusivos efectos de maquillaje, y por medio de un imaginativo empleo de la luz, queda reflejada la maldición hereditaria que padece Irena. Es por ello que la nocturnidad se traslada a la consulta del referido psiquiatra, que además es hipnotista (otra forma de recesión, pero contemplada por la ciencia). “Me gusta la oscuridad”, comenta Irena entre las sombras de su apartamento y la suya propia.
Sin duda, son estos unos momentos intensos a los que podemos añadir la conocida secuencia en unas instalaciones deportivas, con despliegue de luces, sombras e indefensión alrededor de una piscina cubierta; o el travelling por el pasaje solitario junto al parque, en el que, tal es la abstracción de Alice (Jane Randolph), la amiga de Oliver, que ni siquiera escucha la llegada de un autobús, en contraste con Irena, para la que el sonido de los animales del zoo es “como el ruido del mar para otros”.
Una atractiva idea que se amplía con el alboroto de las mascotas de una tienda de animales, o los recelos de un gato, todos ellos ante la presencia de la joven. Igualmente destacan las bonitas palabras de Alice sobre el amor y, por supuesto, la transformación final “a la inversa”, es decir, de persona en animal, mediante la imagen de la pantera que yace a los pies de una jaula.
Jacques Tourneur revisando unos bocetos |
Escrito por Javier C. Aguilera
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