Uno de los rasgos característicos del escritor romántico es la incursión en los distintos géneros literarios existentes. Poeta y articulista, el leonés Enrique Gil y Carrasco (1815-1846) cohesionó, además de géneros, estados de ánimo. Su melancolía y personajes están en simbiótica armonía con el paisaje descrito, en comunión con una naturaleza netamente romántica, como ya hemos tenido ocasión de abordar en otras ocasiones.
Esta poetización del marco geográfico propone notables fragmentos de prosa poética, base de una indudable originalidad (Introducción).
Enrique Gil y Carrasco |
Gil y Carrasco falleció joven, pero nos legó una novela por la que merece ser recordado, El señor de Bembibre, curiosamente publicada el mismo año que Don Juan Tenorio, en 1844 (una buena edición la hallamos en Cátedra, Letras Hispánicas, 1986-2008, a cargo de Enrique Rubio [1920-2005]).
Aún participando de un carácter soñador e inadaptado, su sentido ecléctico le conduce a mostrarse partidario del clasicismo, en independiente conexión con los demás, es decir, desarticulando la extendida idea de que todo escritor adscrito al romanticismo socava el orden establecido olvidándose de la tradición cultural.
Muy al contrario, la soledad y la nostalgia por el pasado vertebran el carácter contemplativo de la obra, en un tiempo en que el público sentía predilección por aquellas obras teatrales que describían hechos y aventuras maravillosas (Introducción).
Muy al contrario, la soledad y la nostalgia por el pasado vertebran el carácter contemplativo de la obra, en un tiempo en que el público sentía predilección por aquellas obras teatrales que describían hechos y aventuras maravillosas (Introducción).
Los románticos protagonistas son don Álvaro Yáñez y doña Beatriz Osorio (de nuevo preferiré eludir su tratamiento formal). Pero también hay un tercer protagonista de importancia, al que hacíamos referencia: el marco geográfico y anímico, que forma un todo y se concreta, no solo en la imposible consolidación del amor entre los dos jóvenes, sino también en la desaparición de todo un modo de vida, representado por la influyente y mítica orden de los Templarios. El señor de Bembibre es, por encima de todo, la constatación del final de una época; una de tantas que resultan irrepetibles.
Los trágicos desenlaces quedan imbricados en un marco histórico cuya principal referencia es la desintegración de la orden. Álvaro es, precisamente, sobrino del maestre de Castilla, don Rodrigo, situándose la acción a comienzos del siglo XIV.
Gil y Carrasco hace uso, además, del conocido y muy efectivo recurso de la aparición de unos legajos y manuscritos para, en este caso, cerrar la historia a modo de epílogo. A los criados (montero, palafrenero y paje) corresponde introducir al resto de personajes principales y el mismo conflicto dramático, en el primer capítulo del libro.
Interesante es constatar como, lejos del estereotipo o el tópico al uso, los personajes padecen una deriva personal muy “humana”, esto es, cambian de parecer, son conscientes de sus errores, se pliegan o se enfrentan a los diversos reveses, o mudan de carácter (XVI). Es el caso de los padres de Beatriz, doña Blanca y don Alonso. Todo un proceso psicológico atento a determinaciones, vanidades o la consecución de un ideal (amoroso o social).
Abundando en el vínculo entre los referidos estados de ánimo y el paisaje, no faltan ejemplos en los que el sentimiento de los protagonistas se funde con el espacio físico de la naturaleza. Una equiparación tan clara como fulminante que también atañe al cuerpo (no solo el espíritu) de la persona (XIV, XXIX, XXXI, XXXIII, XXXV, XXXVII, y XXXVIII).
Ello no quiere decir que dicho espacio natural se muestre necesariamente desolado o despojado de vida. Tal y como comenta Beatriz, con ocasión de la llegada de la primavera, “la naturaleza se viste de gala para una eterna despedida” (XXXV).
Ello no quiere decir que dicho espacio natural se muestre necesariamente desolado o despojado de vida. Tal y como comenta Beatriz, con ocasión de la llegada de la primavera, “la naturaleza se viste de gala para una eterna despedida” (XXXV).
En cualquier caso, hasta tal punto se interiorizan y somatizan las circunstancias desfavorables en el ánimo de Beatriz, que casi cabría hablar de un suicidio (XXXVII). Creyendo muerto a Álvaro, Beatriz se casa con el conde de Lemus a instancias, no solo del padre, sino de la madre, doña Blanca, que cede ante sus iniciales reticencias. Es por ello que, a la tragedia de la desaparición del Temple, se suma la del linaje de los jóvenes (XVII).
Con la determinación puesta en la celada a los templarios, aumenta el desamparo y la soledad de todos los personajes principales de la novela, ya que “el jefe de la Iglesia no puede errar” (IV); una coyuntura a la que el autor agrega la tergiversación y maledicencia del pérfido Pedro Fernández de Castro, el conde de Lemus (XXV y XXVI).
De igual modo, junto al sitio y asalto al castillo templario (XXVI, XXVII), y el enfrentamiento en las almenas entre Álvaro y el conde -proseguido por el comendador Saldaña- (XXVIII), coexisten otros duelos, no a espada, sino por medio de la palabra y las intenciones, como el sostenido entre don Alonso de Arganza y su hija Beatriz (V), o cuando esta se las ve con el referido conde (VIII); un lance reanudado mediante el espléndido y ya conciliador diálogo entre Beatriz y don Alonso (XXXIII).
Así mismo, nuestro narrador se traslada con frecuencia al futuro, contemplando las ruinas de los escenarios (reales) de la novela, para hacer notar, no solo el paso del tiempo, sino la futilidad de las ambiciones humanas. Nuevas alusiones emplazadas en el porvenir las encontramos en los capítulos XXII, XXV, XXX; una circunstancia que incluye la contemplación de unas ruinas romanas por parte de los protagonistas, ya desde su propio presente histórico (IV). También es de destacar el flashback que narra el cautiverio de Álvaro a manos de otro de sus contrincantes, don Juan de Lara, tras ingerir un bebedizo (XX); un ardid propio de la novela gótica.
Existe otra dualidad en El señor de Bembibre, pues a la espiritualidad personal se superpone la crítica a la obediencia ciega a una religión o un precepto ideológico, destacando el hecho, totalmente voluntario, de que Álvaro tome los “hábitos” en las peores circunstancias para la orden del Temple. Por supuesto, la simpatía del autor -y el lector- recae en la acosada comunidad, como ejemplifica el capítulo XXXII, en que se narra el proceso contra lo templarios. Trance, pese a todo, mucho más benévolo en España; en este sentido, Gil y Carrasco pulsa con gran precisión los motivos reales (y papales) de esta caza de brujas (XXIV).
Y como anticipábamos, en el último capítulo o conclusión, el autor introduce un manuscrito “que es como un libro de defunciones”, junto a un códice en latín que da cuenta del destino final del resto de personajes principales. Este epílogo es la constatación de que todo periodo, como toda vida, tiene su crecimiento, su cénit, y un declive muchas veces anunciado por la melancolía de su anticipación (ya que no hablamos de senectud, sino de afectos).
De este modo, El señor de Bembibre se convierte en una novela sobre la culpa, la desilusión y la política que, “como la razón de estado sin escrúpulo, trastornan las esperanzas más legítimas y se burlan de todos los sufrimientos del alma” (XXXIV).
Escrito por Javier C. Aguilera
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