Bajo la coartada de un mundo que marcha a velocidad de vértigo, son muchos los que opinan que no hay que esforzarse en transmitir conocimientos, sino limitarse a explicar al alumnado los distintos métodos de búsqueda; lo que sin restar importancia a dicha actividad, constituye una injerencia fragrante en el derecho individual a aprender y sopesar por uno mismo, equiparando al profesor con determinadas páginas de contenidos prefabricados: el conocimiento nos será dado, en lugar de meditado en ese camino de búsqueda que debe emprender cada individuo, en base a sus disposiciones e intereses.
De esta manera, se vienen justificando fórmulas pedagógicas que tratan de convertir las escuelas poco menos que en parques temáticos, donde los alumnos seleccionen los contenidos a tratar, ya que como todo el mundo sabe, están mucho más capacitados que el profesor para ello, en tanto que este último, se ve abocado a tediosas tareas de taxonomía y regulación de contenidos e ideas, que hasta hace poco formaban parte de los aspectos más obvios, intuitivos y gratificantes de la actividad docente.
El pedagogo y logopeda Jean Itard (François Truffaut) no pretende alcanzar tan altas cotas. En su modestia, se conforma con personalizar la enseñanza sin recurrir a la bandera del igualitarismo, pues entiende que, una vez aplicados los derechos básicos más elementales, cada alumno es “un mundo”. Es por ello que centra su atención en la educación de un muchacho hallado en estado salvaje, al que llamará Víctor (Jean-Pierre Cargol), sin olvidar que dicho proceso de aprendizaje no está exento de esfuerzo y altibajos.
Los acontecimientos descritos en El pequeño salvaje (L’enfant sauvage, United Artist, 1969) se basan en un hecho real, adaptado para el cine por el propio realizador, François Truffaut (1932-1984), y el guionista Jean Gruault (1924-2015).
Pero, ¿a qué grado de dificultad se enfrenta el buen doctor? ¿Qué tipo de minusvalía física o cognitiva afecta al joven salvaje: aislamiento, falta de comunicación, ausencia de afecto o alguna carencia física, como la sordomudez?
Especializado en el estudio de los procesos auditivos, Jean Itard se sintió respaldado en sus investigaciones cuando fue nombrado director del Instituto Nacional de Sordomudos de París, en 1800, dos años después de su primer contacto con Víctor. Explorando métodos pedagógicos destinados a niños “difíciles”, logró que el muchacho lograra vivir hasta los cuarenta años con su aya, madame Guérin (Françoise Seigner en la película), en una casita cerca del Instituto.
Truffaut aborda un aspecto de la enseñanza que le interesa personalmente, sin intermediarios entre el niño y el personaje de Itard; es decir, entre realizador e intérpretes, siendo, como suele decirse, maestro y aprendiz al mismo tiempo. Un proceso que se ve potenciado por la fotografía de corte naturalista de Néstor Almendros (1930-1992) y la vivaracha música de Antonio Vivaldi (1678-1741).
Además, como rasgo gramatical significativo, François Truffaut emplea durante el cambio de secuencia las aperturas y cierres del iris de la cámara, una seña de identidad propia del cine mudo que, visualmente, equivale a auténticos signos de puntuación dentro del relato.
Durante la secuencia de apertura, también de carácter mudo (y por ello completamente expresiva), se produce el encuentro entre lo -relativamente- civilizado y lo -inherentemente- salvaje. Truffaut introduce un plano cenital que muestra al muchacho huyendo de sus captores por la foresta, en pos de su connivencia con la naturaleza. Más tarde, un segundo plano en picado (mediante grúa) lo muestra escapando de una granja; y un tercero, en plano fijo, acercándose a beber a un arroyo. Hasta que finalmente, la huida la emprenderá él solo, campo a través. Pero esta última escapada será temporal, puesto que la educación recibida y los afectos desarrollados ya han transformado al muchacho; unos afectos a los que empieza a responder desde un principio, como le sucede con el anciano que lo resguarda de los demás niños (Paul Villé).
Pese a todo, la atracción por el entorno natural siempre está presente, como demuestran los momentos en que Víctor se abstrae mirando por las ventanas. Exteriormente, el chico no se diferencia de los demás, pero en él se han invertido los sentidos: tiene más desarrollado el olfato (es decir, otras potencialidades). Un sugerente apunte al que se añade otro atractivo interrogante, que permanecerá abierto: ¿cómo reaccionará el muchacho ante las manifestaciones artísticas?
Lo que sí llegamos a conocer es su expresión ante el juego (el de los cubiletes y la nuez) o sus reacciones frente a un espejo o una vela. Y como la meta es despertar el interés del alumno por el conocimiento -no el conocimiento como un fin estéril-, a los cambios de estrategia de Itard, ante los errores cometidos, se suma el hecho de que cada escenario (el salón, el comedor, el dormitorio, por descontado, el aula…) conlleva una experiencia novedosa en la instrucción del muchacho.
De igual modo, el recorrido de Víctor lo es de la cámara. Truffaut se decanta por los planos sostenidos, esto es, procurando no fraccionar la imagen más allá de lo necesario, proporcionando una narración fluida, continuada.
No es del todo cierto eso de que los niños solo interesan desde el momento en que pueden ejercer su derecho al voto. Forman todo un caldo de cultivo desde mucho antes, y conviene que, hasta ese momento, vayan progresando adecuadamente.
Por otra parte, puede que la cultura no refleje exactamente cómo es el ser humano, aunque sí cómo le gustaría o pretende ser. Para algunos, incluso es la única tabla de salvación del mismo, frente a quienes tratan de reducir o eliminar eso que denominamos “el canon” -que es a lo que se tiende-, en lugar de adecuarlo o desembrollarlo con una mayor efectividad y amenidad; probablemente, porque piensan que para eso está el estado o las distintas consejerías y ayuntamientos, para arrogarse la opinión acerca de qué autores es conveniente leer -o ver-, y a cuáles ya no les corresponde el nombre de una calle.
Estos (in)docentes están logrando, como piedra angular de sus currículos, que el alumno se muestre más interesado en identificar la adscripción política de un determinado autor que en valorar sus cualidades artísticas (o bien en supeditar estas últimas en función de lo primero). Una actitud que entronca con esa necesidad patológica de posicionarse ideológicamente por parte de algunos de esos docentes (la tan cacareada libertad de expresión es algo que favorecemos en los demás, no que nos otorgamos con exclusividad).
Por el contrario, a lo que sí debiera tener derecho el alumno es a que se le proporcione una información completa en lugar de sesgada, para así poder juzgar por sí mismo, y no por boca de ningún “docente”. Algo muy difícil de alcanzar en un territorio tan extremado y goloso como es el de la educación.
Por fortuna, tras el visionado de obras como El pequeño salvaje, uno comprende cómo el conocimiento, pese a proporcionar a algunos el poder (el poder de la tergiversación), es la disciplina que verdaderamente nos hace libres y ponderados.
Escrito por Javier C. Aguilera
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