La sociedad parte de un contrato no escrito en el cual todos convivimos tratando de cumplir con ciertas obligaciones y bajo el auspicio de ciertos derechos. Una especie de pacto que en las sociedades modernas se consolida dentro de la democracia con las constituciones votadas por el pueblo.
Sin embargo, el texto está en manos de personas que también tienen sus propios pensamientos, ideas o creencias que pueden ir contra los deseos mayoritarios. En este punto, cabe plantearse la siguiente pregunta: ¿debe prevalecer tu opinión personal o debes defender el bien común de todos aunque no creas en ello?
Una idea clave que los malos políticos suelen desatender a la hora de hablar de libertades y de derechos sociales. La breve novela que hoy comentamos dista mucho de ser una obra de consonancias políticas, pero sí una interesante reflexión para aquellos que ocupan una posición de poder (político, social, religioso...) y se encuentran en el debate interno de estar defendiendo algo en lo que no se cree personalmente, pero que se considera bueno para el resto de personas.
Miguel de Unamuno (1864-1936) osciló como un péndulo a lo largo de su vida, una actitud fruto de sus continuas reflexiones en torno a la vida, la sociedad y, curiosamente, el destino espiritual. En su obra literaria y filosófica podemos encontrar ciertas claves (como el tema de la maternidad) y objetivos comunes, entrelazadas en dos planos distintos: agónico y contemplativo, como la crítica los ha llamado usualmente. Unamuno acuñó el término intrahistoria y en su vertiente contemplativa se dedicaba precisamente a observar aquello inamovible: la naturaleza, las vidas anónimas que conviven con un mismo espacio y que se fusionan en el tiempo con esa misma naturaleza en la que desarrollan sus vidas.
Por otra parte, una terrible crisis personal y existencial removió a don Miguel, promoviendo en él un cambio brusco en su forma de pensar. Precisamente, comenzó a considerar a la muerte como algo definitivo, un vacío o una nada que le llenaba de angustia; por ello, precisamente, consideraba necesaria la creencia de que nuestra mente sobrevive a la muerte para poder vivir. Esta paradoja de necesitar, por ejemplo, la fe, pero a la vez defender la razón, se manifestó en sus textos, entre ellos, esta nivola llamada San Manuel Bueno, mártir (1930). En todo ello, es indudable la influencia que tuvo la lectura por parte de Unamuno de la obra de Søren Kierkegaard, considerado padre del existencialismo.
Nos acercamos al ficticio, pero a la vez intrarreal, pueblo de Valverde de Lucerna, donde se está produciendo la canonización del antiguo párroco, Manuel Bueno, iniciándose la investigación por parte del obispo. Sin embargo, el relato nos lleva hacia el diario de Ángela Carballino, narradora de esta historia, que pretende salvar la auténtica memoria del sacerdote a quien conoció estrechamente. A través de su breve testimonio, nos acercaremos al personaje primero desde el reconocimiento de sus actos externos y, finalmente, a la profundidad de su ser, a su máxima inquietud y, por tanto, a su realidad.
Cabe destacar el proceso creativo de Unamuno, que describió sus obras como nivolas, para desvincularse del concepto de novela decimonónica y meditada. Él consideraba que la escritura de sus textos debía ser de una vez, sin repasar cuestiones de contenido, que avanzara según pidiera la historia y los personajes. Una especie de escritura libre y de resultados pequeños, generalmente en torno a cuestiones que preocupaban a su autor. En esta novela encontramos divisiones en secuencias, pero sin ningún tipo de enumeración o apartados. No obstante, podemos definir tres actos o partes principales, a grandes rasgos. En cada parte nos detendremos a analizar a los distintos personajes que tienen relevancia en la obra.
Decíase que había entrado en el Seminario para hacerse cura, con el fin de atender a los hijos de una su hermana recién viuda, de servirles de padre; que en el Seminario se había distinguido por su agudeza mental y su talento y que había rechazado ofertas de brillante carrera eclesiástica porque él no quería ser sino de su Valverde de Lucerna, de su aldea perdida como un broche entre el lago y la montaña que se mira en él. (pág. 64)
El primero se situaría en torno a la imagen social y pública del sacerdote, en torno a cómo actuaba para con el pueblo. En él se nos muestra la imagen de un cura poco dado a la teología, sino a la acción: cercano al pueblo, ayudando en las faenas, actuando piadosamente y arriesgándose incluso en medio de una tormenta como si fuera un padre para con sus parroquianos. Pese a que podía haber triunfado dentro de una carrera eclesiástica, prefirió el pueblo, e incluso su vocación no proviene de la convicción en la fe, sino para desempeñar como sustento y ayuda para su hermana viuda y, sobre todo, sus sobrinos.
Regresa aquí el tema de la maternidad o paternidad deslizada, es decir, en consideración de Unamuno, todo ser humano tiene adherido el sentido de la maternidad y de la paternidad, que se puede cumplir a pesar de no tener hijos, satisfaciendo tal necesidad sin requerir descendientes reales, como sucedía en La tía Tula (1921). No obstante, en el personaje de Manuel este deslizamiento se traslada al propio pueblo. Hay entre ambas entidades, el cura y el pueblo, una identificación que no solo se observa en la interacción social, sino en la propia descripción. La montaña y el lago que sirven de referencia para reconocer el pueblo, se emplean también para describir físicamente al cura, pero también internamente. Así, a partir de imagen extraída de Unamuno del lago de Sanabria y de la leyenda del pueblo hundido en sus aguas, encontramos que el lago oculta en sus profundidades un secreto, un secreto que late en las campanadas. La actitud del sacerdote que ocupa parte de su tiempo, cada vez más conforme avance la novela, en observar al lago nos indicará esta identificación: él también oculta en sus profundidades un secreto, el secreto determinante de esta historia.
-El santo eres tú, honrado payaso; te vi trabajar y comprendí que no sólo lo haces para dar pan a tus hijos, sino también para dar alegría a los de los otros [...] (pg. 72)
Este triángulo de personajes se distancia así del pueblo, elevándose sobre él como si este fuera menor de edad (la encarnación mencionada antes de Blasillo). Además, cabe mencionar la caracterización a través del nombre que realiza Unamuno de estos personajes, es decir, la descripción que realiza de ellos a través de sus nombres. Ángela, por ejemplo, será la mensajera de esta historia, al ser su narradora. Y se convertirá, además, en la última heredera del secreto de don Manuel, una vez que, iniciada la tercera parte, se perpetúe este legado a partir de la muerte del sacerdote tras una decadencia cada vez más acentuada. La conexión final con Cristo se acentúa e incluso se plantea Unamuno si el propio Jesús creyó o actuó en verdad como don Manuel, una duda que sobrevuela la trama y que se revela directamente cuando el sacerdote pide a Ángela que rece también por Jesucristo.
¿Es que sé algo?, ¿es que creo algo? ¿Es que esto que estoy aquí contando ha pasado y ha pasado tal y como lo cuento? [...] ¿Qué es eso de creer? (pg. 102)
No obstante, a pesar de que la historia interna de la obra culmina ahí, nos encontramos con dos epílogos que enturbian la obra. Por una parte, el epílogo de Ángela, que se llegará a plantear la veracidad de lo que ha contado, y, por otra parte, el epílogo de Unamuno, que se inserta como un personaje empleando la técnica del manuscrito encontrado, en imitación a su preciado Don Quijote. Sin embargo, no se plantea cómo ha llegado a manos del autor el texto que Ángela piensa que no debería haber escrito ni que debería llegar a leer nadie para poder mantener el secreto de don Manuel.
En tan breve obra, don Miguel condensa toda una reflexión que fue punto esencial de su vida: la duda sobre la inmortalidad. Y esta duda se presta a tratar de responder a la pregunta de qué debe hacer un representante social cuando no cree en aquello que debe predicar, especialmente si lo considera bueno. Ahora bien, el tema esencial de la obra, no debemos malinterpretarlo, no es el de la defensa de la religión católica, sino la necesidad de mantener un consuelo en la vida tras la muerte, en la permanencia del ser. En definitiva, lo que nos arroja este libro es una invitación a reflexionar, a ser partícipes de un secreto y a tomar la decisión de cómo afrontaremos la vida a partir del momento en que acabemos su lectura.
Sin embargo, el texto está en manos de personas que también tienen sus propios pensamientos, ideas o creencias que pueden ir contra los deseos mayoritarios. En este punto, cabe plantearse la siguiente pregunta: ¿debe prevalecer tu opinión personal o debes defender el bien común de todos aunque no creas en ello?
Una idea clave que los malos políticos suelen desatender a la hora de hablar de libertades y de derechos sociales. La breve novela que hoy comentamos dista mucho de ser una obra de consonancias políticas, pero sí una interesante reflexión para aquellos que ocupan una posición de poder (político, social, religioso...) y se encuentran en el debate interno de estar defendiendo algo en lo que no se cree personalmente, pero que se considera bueno para el resto de personas.
Miguel de Unamuno (1864-1936) osciló como un péndulo a lo largo de su vida, una actitud fruto de sus continuas reflexiones en torno a la vida, la sociedad y, curiosamente, el destino espiritual. En su obra literaria y filosófica podemos encontrar ciertas claves (como el tema de la maternidad) y objetivos comunes, entrelazadas en dos planos distintos: agónico y contemplativo, como la crítica los ha llamado usualmente. Unamuno acuñó el término intrahistoria y en su vertiente contemplativa se dedicaba precisamente a observar aquello inamovible: la naturaleza, las vidas anónimas que conviven con un mismo espacio y que se fusionan en el tiempo con esa misma naturaleza en la que desarrollan sus vidas.
Por otra parte, una terrible crisis personal y existencial removió a don Miguel, promoviendo en él un cambio brusco en su forma de pensar. Precisamente, comenzó a considerar a la muerte como algo definitivo, un vacío o una nada que le llenaba de angustia; por ello, precisamente, consideraba necesaria la creencia de que nuestra mente sobrevive a la muerte para poder vivir. Esta paradoja de necesitar, por ejemplo, la fe, pero a la vez defender la razón, se manifestó en sus textos, entre ellos, esta nivola llamada San Manuel Bueno, mártir (1930). En todo ello, es indudable la influencia que tuvo la lectura por parte de Unamuno de la obra de Søren Kierkegaard, considerado padre del existencialismo.
Miguel de Unamuno |
Cabe destacar el proceso creativo de Unamuno, que describió sus obras como nivolas, para desvincularse del concepto de novela decimonónica y meditada. Él consideraba que la escritura de sus textos debía ser de una vez, sin repasar cuestiones de contenido, que avanzara según pidiera la historia y los personajes. Una especie de escritura libre y de resultados pequeños, generalmente en torno a cuestiones que preocupaban a su autor. En esta novela encontramos divisiones en secuencias, pero sin ningún tipo de enumeración o apartados. No obstante, podemos definir tres actos o partes principales, a grandes rasgos. En cada parte nos detendremos a analizar a los distintos personajes que tienen relevancia en la obra.
Lago de Sanabria |
El primero se situaría en torno a la imagen social y pública del sacerdote, en torno a cómo actuaba para con el pueblo. En él se nos muestra la imagen de un cura poco dado a la teología, sino a la acción: cercano al pueblo, ayudando en las faenas, actuando piadosamente y arriesgándose incluso en medio de una tormenta como si fuera un padre para con sus parroquianos. Pese a que podía haber triunfado dentro de una carrera eclesiástica, prefirió el pueblo, e incluso su vocación no proviene de la convicción en la fe, sino para desempeñar como sustento y ayuda para su hermana viuda y, sobre todo, sus sobrinos.
Regresa aquí el tema de la maternidad o paternidad deslizada, es decir, en consideración de Unamuno, todo ser humano tiene adherido el sentido de la maternidad y de la paternidad, que se puede cumplir a pesar de no tener hijos, satisfaciendo tal necesidad sin requerir descendientes reales, como sucedía en La tía Tula (1921). No obstante, en el personaje de Manuel este deslizamiento se traslada al propio pueblo. Hay entre ambas entidades, el cura y el pueblo, una identificación que no solo se observa en la interacción social, sino en la propia descripción. La montaña y el lago que sirven de referencia para reconocer el pueblo, se emplean también para describir físicamente al cura, pero también internamente. Así, a partir de imagen extraída de Unamuno del lago de Sanabria y de la leyenda del pueblo hundido en sus aguas, encontramos que el lago oculta en sus profundidades un secreto, un secreto que late en las campanadas. La actitud del sacerdote que ocupa parte de su tiempo, cada vez más conforme avance la novela, en observar al lago nos indicará esta identificación: él también oculta en sus profundidades un secreto, el secreto determinante de esta historia.
Imagen de Paqui Extremera Ruiz |
"Le temo a la soledad", repetía. Mas aun así, de vez en cuando se iba solo, orilla del lago, a las ruinas de aquella vieja abadía donde aún parecen reposar las almas de los piadosos cistercienses a quienes ha sepultado en el olvido la Historia. [...] ¿Qué pensaría allí nuestro Don Manuel? (pág. 72)
Como el eje central de la historia, sobre san Manuel recae el punto central de la reflexión. En él se juega también con las referencias a la historia de Jesús, convirtiéndolo en trasunto de Cristo en la novela y haciendo suyas tanto citas como actos. Uno de los momentos cúlmenes se sitúa en el Viernes Santo, ante la recitación de las últimas palabras de Cristo, que en la voz de don Manuel se convierte en un acto de catarsis para el pueblo. Sin embargo, la importancia para los parroquianos no reside tanto en el sentido de las palabras, como en la voz armoniosa de quien las pronuncia. De nuevo, una relación con la maternidad, en tanto se relaciona las canciones de cuna, el arrullo maternal, con la oración del sacerdote. Ambos invitan precisamente a la feliz inconsciencia. Una inconsciencia que está definitivamente representada por Blasillo, antítesis del reflexivo don Manuel y que le acompañará hasta su final.
La segunda parte es la llegada de Lázaro, hermano de Ángela, y el descubrimiento del secreto del cura por parte de ambos, debido a la revelación del mismo. Este es el punto climático de la obra, también el que altera y arroja otra perspectiva sobre lo que conocemos de don Manuel hasta el momento. Lázaro es representante del socialismo obrero, de las nuevas ideas de la ciudad, de la revolución, a la par de lo que fue el joven Unamuno. Sin embargo, lo que iba a suponer un enfrentamiento entre la figura del cura y del joven revolucionario, acaba por convertirse en un pacto entre ambos, concluyendo en la conversión de Lázaro (un resucitar, emulando al personaje bíblico), aunque este gesto sea, realmente, una mentira a partir de la cual él se convertirá en el mejor confidente y compañero para mantener el secreto y la obra de don Manuel. Finalmente, Ángela intercambiará su papel con el sacerdote al descubrir la verdad: pasará de confesar a ser quien reciba la confesión de don Manuel, y abandonará su papel de hija, como parte del pueblo, para tomar el papel de madre.
La resurrección de Lázaro, de José de Ribera |
El asunto central se desvela: don Manuel no cree en aquella que predica, porque esencialmente no cree en la vida eterna. Esta falta de fe es el trasunto de una de las preocupaciones esenciales y fuente de desconsuelo en la vida de Unamuno, como mencionábamos al principio. Sin embargo, al conocer el dolor que produce esta revelación, es consciente de la importancia de mantener en la felicidad a los demás, de hacer creer que existe algo después, que sigan siendo insconscientes de un pensamiento que les haría infelices como él es. Su objetivo es, en definitiva, hacer felices a los demás, en tanto que entiende que, si no hubiera vida luego, se debe ser feliz en esta. Lázaro apoyará esta idea, mientras que Ángela mantendrá el secreto a pesar de sus dudas.
Este triángulo de personajes se distancia así del pueblo, elevándose sobre él como si este fuera menor de edad (la encarnación mencionada antes de Blasillo). Además, cabe mencionar la caracterización a través del nombre que realiza Unamuno de estos personajes, es decir, la descripción que realiza de ellos a través de sus nombres. Ángela, por ejemplo, será la mensajera de esta historia, al ser su narradora. Y se convertirá, además, en la última heredera del secreto de don Manuel, una vez que, iniciada la tercera parte, se perpetúe este legado a partir de la muerte del sacerdote tras una decadencia cada vez más acentuada. La conexión final con Cristo se acentúa e incluso se plantea Unamuno si el propio Jesús creyó o actuó en verdad como don Manuel, una duda que sobrevuela la trama y que se revela directamente cuando el sacerdote pide a Ángela que rece también por Jesucristo.
La incredulidad de Santo Tomás (1602), de Caravaggio |
No obstante, a pesar de que la historia interna de la obra culmina ahí, nos encontramos con dos epílogos que enturbian la obra. Por una parte, el epílogo de Ángela, que se llegará a plantear la veracidad de lo que ha contado, y, por otra parte, el epílogo de Unamuno, que se inserta como un personaje empleando la técnica del manuscrito encontrado, en imitación a su preciado Don Quijote. Sin embargo, no se plantea cómo ha llegado a manos del autor el texto que Ángela piensa que no debería haber escrito ni que debería llegar a leer nadie para poder mantener el secreto de don Manuel.
En tan breve obra, don Miguel condensa toda una reflexión que fue punto esencial de su vida: la duda sobre la inmortalidad. Y esta duda se presta a tratar de responder a la pregunta de qué debe hacer un representante social cuando no cree en aquello que debe predicar, especialmente si lo considera bueno. Ahora bien, el tema esencial de la obra, no debemos malinterpretarlo, no es el de la defensa de la religión católica, sino la necesidad de mantener un consuelo en la vida tras la muerte, en la permanencia del ser. En definitiva, lo que nos arroja este libro es una invitación a reflexionar, a ser partícipes de un secreto y a tomar la decisión de cómo afrontaremos la vida a partir del momento en que acabemos su lectura.
Escrito por Luis J. del Castillo
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