En una época en la que la palabra carece de valor, salvo para servir a la ocultación o la hipocresía, en un tiempo en el que, allá donde existe la posibilidad, se abusa del poder, o al menos en un momento de nuestra historia en el que tales circunstancias se han vuelto más evidentes para el resto de los mortales, resulta oportuno el revisionado de una de las mejores obras proporcionadas por el cine durante la década de los 80, Veredicto final (The Verdict, 1982) de Sidney Lumet.
El bufete que lidera, cabría decir que con dotes de general espartano -o mejor rommeliano- el abogado de la defensa Ed Concannon (algo a lo que ayuda el porte y la dignidad de James Mason tras el poco agradecido personaje), es muy distinto al comandado por Frank Galvin (Paul Newman, cuya mirada, pese al tópico recurso, refleja la desolación invernal de Boston tanto como su propio vacío existencial: a retener el plano donde aguarda al doctor Thompson en la estación, en ese momento su último recurso), si acaso porque su vida dio un giro terrible cuando descubrió la vileza de los hombres honestos que figuran como líderes (en este caso los miembros de un importante bufete de abogados), lo que le costó no solo la inocencia sino su matrimonio (aún sigue teniendo la foto de la ex esposa sobre la mesilla).
Mientras tanto, Concannon tiene a su disposición todo un ejercito de laboriosos y aplicados mercenarios de la ley (que no de la justicia). De hecho, la frase más tremenda, y hay bastantes en la película de Lumet, la pronuncia el propio Concannon cuando dice “no nos pagan para hacer todo lo que podamos, nos pagan para ganar”. O lo que es lo mismo, el fin justificando los medios.
Sidney Lumet, uno de los más meritorios cineastas de la llamada “generación de la televisión” -a la que pertenecen notables realizadores como Arthur Penn, Franklin J. Schaffner, Martin Ritt o John Frankenheimer- siempre supo dar con el tono adecuado a la hora de contar una historia a través de la imagen (aquí con la inestimable ayuda del cinematographer polaco Andrzej Bartkowiak, más unos apuntes musicales, más que banda sonora, de Johnny Mandel).
El mismo Lumet que también aportó otra lúcida visión de la sociedad, esta vez a través del estamento policial, durante la década anterior, con Serpico (1973), o en esta misma, con El príncipe de la ciudad (1981). Jalones en la obra de un excelente cineasta (y me resisto a emplear el tan sobado como cursi término de “artesano”, el que filmaba bien, filmaba bien), con el que siempre gusta reencontrarse; o mejor reencontronarse, puesto que sus mejores obras no son sino encontronazos con la naturaleza humana, desde que debutara en el cine con la adaptación de la conocida pieza teatral de Reginald Rose, Doce hombres sin piedad (1957), el otro gran film de abogados de Lumet.
Sidney Lumet |
Lo más honorífico no es ya tener el privilegio de contemplar cómo se viste un monarca, o ser atendido por él desde la cama (aquí el monarca es un juez), sino tener el coraje suficiente para enfrentarse a las implacables ruedas de triturar que parecen dominar cada estamento inventado por el hombre.
Eso que hacen los auténticos héroes anónimos e incorruptibles que pocas veces aparecen en las correas de transmisión, perdón, en los medios de comunicación, y de los que el cine de Lumet está bien nutrido. Claro que su victoria, más que pírrica, es personal, no está destinada a ser aireada para que los demás la contemplen (salvo por, filigrana del metalenguaje fílmico, el cultivado espectador).
Hace frío en Boston, pero podemos reconfortarnos con la redención de Frank Galvin, una de las más rotundas y recordadas interpretaciones de Paul Newman.
Escrito por Javier C. Aguilera
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