Tercer y último título en la magnífica filmografía de Terence Fisher sobre el personaje del vampiro, Drácula, príncipe de las tinieblas (1966), se envuelve en una pátina de atracción mórbida y temor contemplativo sin perder un ápice del vigor narrativo y visual (acrecentado por el formato scope) expuesto por Fisher en sus dos trabajos precedentes. Hasta tal punto que la ominosa amenaza del mal impregna cada plano y cada localización (ya sea un bosque mortecino o una bulliciosa taberna). En suma, se refuerza la excelente idea del personaje ausente, un Drácula fuera de campo, aunque siempre presente pese a todo(s), en desatada pero contenida caracterización (servida con su habitual oficio por Christopher Lee).
Portada del film |
Aquí el que no aparece es Van Helsing, sino el padre Sandor, magníficamente interpretado por Andrew Keir (es otro el personaje y otro el estilo, pero el actor lo borda igualmente). Otro carácter fuerte y resuelto, enfrentado ya en su primera aparición a -idea a retener- la vulgaridad del pueblo, dispuesto a tomarse la justicia por su mano y mantener una serie de creencias basadas no ya en la superstición (el personaje del vampiro en la película es real, obviamente), como en una indiscutible autoridad de la mayoría por el mero hecho de serlo. Idea inquietante, como decía. Completa el reparto un sólido plantel de actores, de entre los que destaca la entrañable Barbara Shelley (aquí en un papel similar pero distinto al efectuado en la anterior Drácula de 1958).
Drácula, príncipe de las tinieblas proporciona una nueva fiesta de goce estético a través de calculados movimientos de cámara por el decorado, leves, precisos y siempre significantes, casi diríamos que semióticos. Por ejemplo, la cámara flotando por dicho decorado, como si se tratara de la imperiosa llamada del aún durmiente anfitrión del castillo. Ello sin detrimento de formidables momentos de terror físico. El más destacado, por su pavorosa naturalidad, el de la resurrección de Drácula itself.
Como señalábamos antes, el elegante estilo visual de Fisher se concreta en esta tercera entrega a través de las posibilidades expresivas del formato ancho y de la disposición de los actores, imbricados en cada plano en el entorno o el decorado, logrando nuevamente una perfecta armonía entre atmósfera y puesta en escena, elementos consustanciales al séptimo arte e imprescindibles dentro del (buen) género fantástico. Estos son los poderes de Fisher. Los poderes sobrenaturales del cine, que el británico nos descubre bajo los ropajes del mejor cine de género. Tanto huye el realizador del innecesario subrayado como del ajo (eran otros tiempos, en efecto).
Por tanto, que Drácula no pronuncie una palabra por insatisfacción ante sus líneas de diálogo o que la vestimenta del padre Sandor no sea históricamente la más acertada, me parecen tonterías, que si no exigimos a otros realizadores más sesudos (evito dar nombres), no veo por qué hay que exigírselas a Fisher. En cualquier caso, el resultado sigue siendo magnífico. Y no sería la primera vez en la historia del cine que una producción poco menos que caótica, proporcionara una obra maravillosa (sea o no la película que tuviera en mente el realizador), tal y como fue el caso de Casablanca (Ídem, Michael Curtiz, 1942), Duelo al sol (Duel in the sun, King Vidor, 1946), Moby Dick (Ídem, John Huston, 1956), Cleopatra (Ídem, Joseph L. Mankiewicz, 1963) o Star Trek (Ídem, Robert Wise, 1979), por citar unos pocos títulos conocidos.
Una nota final acerca del doblaje: aclaro que me entusiasman las versiones originales con las voces originales y sus matices, timbres y prosodias, pero da la casualidad de que soy igualmente un enamorado del doblaje clásico, de las hermosas voces españolas, dignas de todo elogio que, digamos hasta mediados de la década de los 80, permitieron a mucha gente acceder al cine, confiriéndole una indeleble personalidad y potenciando, si cabe, su calidad original. Pero una moda, esta sí siniestra, se extendió entre algunas de las ediciones de clásicos en formato DVD, la de sustituir, por cuestiones crematísticas, los doblajes originales por otros nuevos, totalmente impersonales y faltos de nervio, de los que éste título que nos ocupa, fue un caso especialmente sangrante. A evitar por tanto el doblaje reciente; para ello siempre quedará su versión original.
Regresaremos a Fisher y la Hammer no muy tarde, pues siempre es como volver a casa.
Escrito por Javier C. Aguilera “Patomas"
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