Para el sábado noche (III): Las novias de Drácula, de Terence Fisher

13 julio, 2012

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Los críticos, dentro de la humana, son una especie curiosa. Les gusta jugar a ser los descubridores de tal o cual cosa, algo en lo que el resto de los mortales no había reparado (a veces con años de retraso con respecto al avispado aficionado), hasta el punto de llegar a contradecirse con ellos mismos o con otros, aunque sus argumentos sean igual de sensatos que los propios. De este modo, por ejemplo, han llegado incluso a obviar con irritación la trascendencia del paisaje en los westerns de Anthony Mann (no fueran a estar de acuerdo con alguien), o a reivindicar obras y autores que ellos mismos se habían dedicado a desprestigiar (¡ay, qué sinceras son las hemerotecas!), con principios igualmente cinematográficos.

Portada de la película
Viene a cuento este prólogo-ladrillo a que vamos a comentar Las novias de Drácula (Terence Fisher, 1960), y a que con ello no pretendo descubrir nada deslumbrante, porque a estas alturas se ha hablado mucho -y bien- acerca de Las novias de Drácula, aunque siempre se pueda, obviamente, aportar algún atisbo nuevo. La obra en cuestión supone el segundo jalón del realizador Terence Fisher en su trilogía de los vampiros para la productora británica Hammer Films. Nuestra labor en este blog no es por tanto reinventar las obras maestras (e incluso otras obras muy dignas), sino divulgarlas modestamente. Y como la satisfacción está o debiera estar en compartir, si alguien que no haya visto la película se siente atraído por ella, habremos logrado nuestro objetivo.


A lo que vamos. Tras el éxito descomunal de Drácula (1958), que en esto el público se adelantó de nuevo a la crítica (si bien el público de entonces era de otra manera), Terence Fisher emprendió una segunda aproximación al mito del vampiro desde una perspectiva novedosa a varios niveles. En primer lugar, con lo que parecería un disparate, una película de vampiros sin Drácula (aquí el nexo de unión es el cazavampiros Van Helsing, interpretado nuevamente por el gran Peter Cushing), demostrando que se podía contar en imágenes un relato de vampiros sin tener que echar mano necesariamente del conde, ya que el relato de Drácula podía bifurcarse por otros vericuetos. Los créditos iniciales, con el hermoso paraje y el castillo transilvano al fondo así lo sugieren, ya que la acción pronto se traslada lejos de allí, apuntando que el mal provocado por Drácula halló otras victimas, convertidas ahora en discípulos.

En segundo lugar, novedosa por su despliegue romántico (queremos decir del sturm und drang, en español tempestad e ímpetu). Un romanticismo bello y aterrador concretado en su ambiente decimonónico: el cementerio, el brumoso bosque (fotografiado a la luz del día), una decadente familia aristocrática, la escuela de señoritas, la posada y albergue, unas relaciones perversas y, por supuesto, el castillo Meinster, culmen de la escenografía fantástica (todo obra del inigualable Bernard Robinson). 

M. Danielle en una escena del film
Podemos añadir incluso otro elemento propio del mundo de la noche, de lo ignoto, empleado aquí de forma “solar”, pues se convertirá en un factor crucial en la lucha final para acabar con el maligno, nos referimos a la luna llena.

Fisher transita por el relato a modo de un itinerario, casi diríamos que de cuento, es decir, con un personaje avieso, otro salvador y la damisela en peligro, una joven estudiante que se dirige a la escuela para señoritas, y que ofrece un distinto tipo de fémina, más mundana y resuelta, con respecto a las damas burguesas (magníficas también, pero que respondían a otro tratamiento) mostradas en el primer Drácula (1958). Se trata de otro tipo de chica amenazada, y por lo tanto, otro tipo de reacción se nos ofrecerá ante la transgresión.

David Peel caracterizado como el barón Meinster
Y el transgresor en esta ocasión será un barón Meinster (David Peel) muy atractivo y encantador, que se mueve con soltura por la sociedad de su tiempo. Un barón que se nos muestra un poco como son hoy algunos jóvenes, egocéntricos, egoístas y encerrados en sí mismos (de hecho, se alude claramente a los extraños juegos que practicaba el joven con sus amigos durante la adolescencia, lo que concluirá incluso con la eliminación de uno de los progenitores).

Peter Cushing caracterizado como Van Helsing
Del otro lado, Van Helsing, hombre de recursos, estudioso y culto, que acrisola otras virtudes victorianas: es práctico, elegante, expeditivo, solitario… e incluso sarcástico cuando toca serlo. Sin embargo, como apuntábamos, su evidente piedad hacia la baronesa, no impedirá que se cumpla su cruel destino en una secuencia inolvidable.

Fisher en plena grabación
Fisher filma el interior del castillo con maestría, sin caer nunca en la confusión visual, mostrando con la cámara lo que se nos antojan unas estancias ya vacías, antaño reflejo de risas y de vida. De tal modo que forma y fondo se funden en cinematográfica unión. La más pura que existe. Sin menear la cámara como hacen los que sí confunden confusión con complejidad, Fisher logra, porque sabe, transmitir el vértigo de toda la acción, a través de su refinada puesta en escena, lo que proporciona a la obra, fíjense por donde, una radical modernidad a día de hoy.
 
Escrito por Javier C. Aguilera

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