No es el campo de la literatura científica uno de los más representados en España, aunque haya un indudable interés en nuestro país. Pese a esfuerzos notables como fue aquella Biblioteca científica Salvat, con títulos básicos e inolvidables, alguna revista o algún que otro apartado (más escuálido que nutrido) formando parte de varias de las más prestigiosas editoriales, lo publicado ha sido escaso. Y para darse cuenta de ello no hay más que echar una ojeada al número de notas a pie de página con obras en inglés sobre infinidad de sucesos y la vida de sus descubridores (las pocas ediciones traducidas al español en los 70, 80 y 90 están más que descatalogadas). Pero de un tiempo a esta parte eso está cambiando. Y por ello es de agradecer la incansable labor editorial que desde hace unos años lleva a cabo Crítica / Drakontos en España, rescatando textos de enorme interés. Una colección dedicada íntegramente al estudio y divulgación del mundo de la ciencia desde una óptica -nunca mejor dicho- amena a la par de instructiva para con el ciudadano medio, no necesariamente un experto en ciencias, sino meramente un interesado por el mundo que le rodea.
Portada del libro |
Dentro de esta ya bien surtida colección, destacamos una de sus últimas novedades (si bien, aunque reeditada en 2012, ya tuvo una primera edición con otro formato hace ocho años): Eurekas y euforias, que lleva el aclaratorio subtítulo Cómo entender la ciencia a través de sus anécdotas. Una recopilación de momentos estelares, repaso de chanzas científicas y recordatorio de ilustres colegas a un tris del olvido, realizada por Walter Gratzer, que como se nos indica, es catedrático emérito en el King’s College de Londres.
Afirma el autor en su introducción que la ciencia difiere de otros dominios del esfuerzo humano en que su sustancia no proviene de la actividad de aquellos que la practican. Espera ser descubierta, ya existe, y es colectiva. Citando a Claude Bernard recuerda además que el arte soy yo, la ciencia somos nosotros. Ambas disciplinas adquieren sentido cuando son compartidas, me permito añadir. Por la obra se pasean todo tipo de caracteres en distintas épocas del saber, como variada es la especie humana y su historicidad, constitutiva de toda comprensión, tal y como lo evidenció H. G. Gadamer, y pese a patrones casi siempre inalterables (la estulticia, por ejemplo; la obstinación, la vanidad, la imperiosa necesidad de llevar la contraria…)
De entre sus numerosos apartados, algunos de carácter más técnico, entresacamos varios pasajes fundamentales en la historia del progreso científico, de Hipatia a Newton, Lavoisier, Bunsen, Einstein, Darwin, Galvani, Herschel, Gauss, Marconi, Gamow, Hubble, y muchos más; así como los primeros experimentos con la electricidad, los celos entre paleontólogos, el descubrimiento del celacanto, el del radiocarbono, la penicilina, la aspirina, el DDT, las huellas dactilares del ADN (debidas a Alec Jeffreys), los neumáticos de Goodyear, la tabla periódica de clasificaciones de Mendeléyev, el fraude del cráneo de Piltdown, el origen de la expresión reacción en cadena, Edward Jenner y la vacuna de la viruela (que nos recuerda además el origen de la palabra vacuna), la medida del “metro”, las experiencias viajeras de Alexander von Humboldt, más el recuerdo de varias vidas truncadas, otras salvadas in extremis, sin excluir los descubrimientos en prisión, y multitud de anécdotas más.
Dmitri Mendeléyev, químico ruso (1834-1907) |
Otto Stern (1888-1969) |
De entre estas, entresaquemos algunas, como el curioso experimento sobre la desviación de un haz de átomos obtenidos del vapor de plata, al pasar a través de un campo magnético en el vacío.
Fue efectuado por el dicharachero y cinéfilo Otto Stern en EEUU (físico alemán, nacionalizado estadounidense; premio Nobel en 1943), y cuyo resultado dejó patidifuso a su artífice, cuando al observar la placa, el resultado quedó irremisiblemente alterado gracias al humo de los puros fumados por el científico, que solo unos días antes había cambiado su marca de tabaco de toda la vida, por una más barata y rica en compuestos de azufre, ¡todo lo cual procuró un inesperado avance en la comprensión de la teoría cuántica!
Pero en anécdotas gana por goleada (como se verá) Niels Bohr, el inolvidable físico danés, premio Nobel de física en 1922 y cuyo nombre fue puesto a un elemento químico (bohrio) y a un asteroide descubierto en 1985. Estando un día ejerciendo las labores físicas de portero durante un partido de fútbol, hubo de ser alertado por los gritos de la multitud ante la amenaza severa de un gol directo, mientras él se concentraba en desarrollar los conceptos de un intensísimo problema matemático en el poste de la portería.
Niels Bohr, físico danés (1885-1962) |
No más en el mundo de los vivos que Bohr debió encontrarse André Marie Ampère, con cuyo nombre se conmemora la unidad de corriente eléctrica, el día en que acuciado por la necesidad de plasmar otro absorbente dilema matemático en plena calle, en el centro de París, halló oportunamente una pizarra negra donde escribir, que tras sesudos cálculos, resultó la parte trasera de un coche de caballos, que presto al servicio “huyó”, llevándose consigo todas las ecuaciones y la solución al problema para pasmo de Ampère. A lo cual debió exclamar el extraordinario hombre de ciencias –y perdón por el chiste fácil- ¡Esto no debe ser cosa corriente!
A. M. Ampère, físico francés (1775-1836) |
Cuando Niels Bohr visitó el instituto de física de la URSS, a la pregunta de cómo había conseguido crear una escuela de físicos de primera línea, contestó: porque nunca me avergonzó confesar a mis estudiantes que soy idiota. Mención aparte merece el cómo Bohr se las apañó para hacer pasar desapercibidas tres medallas de oro (de dos colegas y la suya propia) ante los ojos de los hostiles nazis y de los inspectores de aduanas, en su huida precisamente del nazismo (estaba prohibido por Hitler sacar oro del país). Como recuerda el autor del libro, no es sorprendente que Niels Bohr fuera amado y reverenciado; era un hombre de valor moral y honestidad intelectual inflexibles, y totalmente privado de vanidad.
Francis Bacon, filósofo inglés |
El experimento de Francis Bacon (1561-1626) y el pollo (1626-1626) es de no creerse. Intrigado acerca de la conservación de alimentos, detuvo su diligencia junto a una granja al norte de Londres para adquirir un pollo, que una vez preparado por la granjera, depositó en la carcasa, la cual inundaron de hielo y cubrieron de nieve, durante todo el trayecto que restaba a Londres. De esta guisa, Bacon enfermó de neumonía y escribió una última carta a su amigo el conde de Arundel diciendo que, aunque él estaba mortalmente enfermo, el experimento con el pollo había tenido un éxito excelente, dando muestras de su buen humor inglés.
A. Nalbandov (1912-1986) |
Humor, esta vez propio de un disparatado diálogo de besugos, es el ofrecido por dos eminentes geólogos, miembros de la expedición Ernest Shackleton a la Antártida en 1908. Ambos, E. David y D. Mawson, se proponían determinar la posición del polo sur magnético cuando sucedió que:
-Mawson
-¿Qué hay?
-¿Estás cambiando las placas?
-Sí.
Silencio durante un buen rato.
-Mawson, ¿aún estás cambiando las placas?
-Sí.
Más silencio.
-¡Mawson!
-¿Qué pasa? ¡¿Qué quieres?!
-Bueno, Mawson, estoy en una posición más bien peligrosa. En realidad, ¡estoy colgando de mis dedos al borde de una grieta y no creo que pueda aguantar mucho más tiempo!
-¿Qué hay?
-¿Estás cambiando las placas?
-Sí.
Silencio durante un buen rato.
-Mawson, ¿aún estás cambiando las placas?
-Sí.
Más silencio.
-¡Mawson!
-¿Qué pasa? ¡¿Qué quieres?!
-Bueno, Mawson, estoy en una posición más bien peligrosa. En realidad, ¡estoy colgando de mis dedos al borde de una grieta y no creo que pueda aguantar mucho más tiempo!
Glenn Seaborg, premio Nobel de química en 1951, fue consejero científico de una serie de presidentes norteamericanos. En una ocasión, un agresivo interrogatorio por parte de un comité del Congreso culminó en una pregunta retórica de un senador de mal carácter. Este le espetó: ¡Pero bueno, ¿qué sabe usted del plutonio?! Seaborg, emulando en la realidad a cierto personaje entrañable de una conocida película de Sáez de Heredia (Historias de la radio), respondió: “Bastante, fui yo quien descubrió ese elemento”.
B. Silliman (1779-1864) |
Benjamin Silliman, profesor en la Universidad de Yale durante la primera mitad del XIX, creó los laboratorios de química en dicha universidad. Se recuerda en el libro cómo encargó al fabricante local de instrumentos una docena de retortas, pero como solo tenía una muestra rota envió las dos piezas.
Tiempo después, Silliman recibió una docena de retortas de vidrio verde, cuidadosamente embaladas, todas quebradas por el cuello exactamente igual que donde estaba rota la muestra que había enviado. Recordaba el buen profesor con sorna sobre este hecho que la imitación, más que china, ¡solo podía haber sido hecha en Connecticut, ya que esta hubiera sido imposible en Filadelfia o Boston!
Max Born, uno de los fundadores de la teoría cuántica, acudió a un congreso internacional en Como en 1927. Durante una conferencia que le parecía un tostón y aprovechando la oscuridad que requiere el visionado de diapositivas, salió corriendo por el pasillo abajo comprobando que no era el único en hacerlo. El otro resultó ser Ernest Rutherford (premio Nobel de química en 1908), que se rió y espetó a Born. “Usted tampoco lo aguanta, ¿verdad?”. Paseando por el famoso lago surgió una solida amistad. Tanto fue así, que cuando poco después Max Born hubo de huir del nazismo como tantos otros, pudo establecerse en Cambridge y luego en Edimburgo por mediación de Rutherford.
Max Born (1882-1970) |
Sofía Kovalevsky (1850-1891), Émilie du Châtelet (1706-1749) y Cecilia Payne (1900-1979) |
Einstein y Bohr |
La estatua de Battersea |
El boom Punset ha sido innegable. Las ansias de conocimiento del llamado ser humano son evidentes, y programas como el del citado ex ministro de Suarez y Calvo Sotelo en la televisión pública, han ayudado mucho a reavivar dicho interés por el mundo que nos rodea, visible o no, y a recordar, como ocurre en este libro, a aquellas personas que dedicaron su vida, a veces contra viento y marea, al desarrollo del progreso científico.
Escrito por Javier C. Aguilera
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