Para el sábado noche (CXXVII): Los jueces de la ley, de Peter Hyams

02 mayo, 2023

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Como tengo mucha imaginación, supongamos un país en el que se comienza a desmontar el sistema constitucional con objeto de instalar, como en los ordenadores, otro régimen político y social. Convenciendo a la mente de dicho ordenador -los habitantes- de que le conviene el cambio. Para ello, el Ministerio Fiscal deja de ser un órgano que tiene por misión promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, velando por la independencia de los tribunales, para poner al frente de la Fiscalía General del Estado a quien ha sido reprobado hasta tres veces, por su mala praxis en un anterior cargo público, solo por ser un afiliado ideológico (alguien dispuesto a cumplir nuestras directrices, verbigracia, el traslado de presos como moneda política de cambio).

La pregunta entonces es, ¿qué hacer cuando los políticos manejan el engranaje judicial?
 
La politización de la justicia es un hecho nefasto y a la orden del día, pero la excelente película Los jueces de la ley (The Star Chamber, Twentieth Century Fox, 1983), va un paso más allá, proponiendo la desviación desde el mismo seno de la judicatura. Algo al estilo de lo que ya mostró Fritz Lang (1890-1976) en la conclusión de su soberbia M, el vampiro de Düsseldorf (M, Nero Film, 1931), donde los representantes de los ciudadanos tomaban la palabra.
 
La persecución de un sospechoso que echa a correr, Héctor Andújar (Domingo Ambriz), es el detonante que ejemplifica las fallas de la ley. Los sargentos MacKay (Dick Anthony Williams) y Weigan (Larry Hankin), cumplen con su obligación, y uno explica al otro que, para hacerse con la pistola que el sospechoso acaba de arrojar al interior de un cubo de basura, han de esperar a que el basurero haya descargado el contenido en el interior del camión. De otro modo, se haría necesario un mandato para inspeccionar el citado cubo (entendido como propiedad particular). ¡Es lo más parecido a la corrección política y cancelación woke que estamos padeciendo! A pesar de su escrupulosa precaución, un tecnicismo hace que las pruebas no sean admisibles ante el tribunal y el asesino quede en libertad (ha matado a cinco personas y es confeso). Así lo dispone la legislación. Al joven juez que instruye el caso, Steven Hardin (Michael Douglas), no parece quedarle otro remedio. Son los intersticios de la ley para eludir la justicia.
 

El hartazgo no se hace esperar. ¿Para esto me hizo mi madre estudiar derecho?, comenta Steven a su amigo, el colega en ejercicio y ex profesor Ben Caufield (el estupendo característico Hal Holbrook). Lo que Steven aprendió en la Facultad ya no le sirve. Era como encontrar la verdad. Pero las cosas han cambiado, lo que quiere decir que han empeorado.

Esto coincide con el suicidio de un miembro del Tribunal Superior de Justicia, el juez Gene Culhane (Sheldon Feldner), que formaba parte de un grupo de nueve regeneracionistas, por decirlo así. Todos pertenecientes al mismo tribunal.

En el aspecto visual, siempre atendido por el guionista y realizador Peter Hyams (1943), destacan los planos sobrios, significativos, en el que los actores se desenvuelven o quedan petrificados por las circunstancias, y la planificación que, respecto a Steven y Ben, los involucra progresivamente, conforme el primero se va comprometiendo con la causa del segundo. En el restaurante chino en el que ambos almuerzan, están separados por el plano-contraplano. Cuando Ben le hace a Steven su propuesta (una propuesta que puede rechazar), ya comparten alguno de esos planos; y cuando el tribunal alternativo se reúne para dictar sentencias, todos los componentes quedan enlazados por sendos deslizamientos con la cámara. Por cierto que el speech que nos brinda Ben en su domicilio es muy parecido al que el mismo actor nos ofrecía en Capricornio Uno (Capricorn One, Peter Hyams, 1977). Un tribunal de último recurso, que el espectador aprueba o reprueba, pero que, aún en la sombra, trata de devolver a la ley su faz más justa y humana. Casos sangrantes, además de sanguinarios. El fallo real está, en que una vez puesta en marcha la maquinaria ejecutiva, no se puede (o quiere) parar. La desconexión entre el ejecutor de tales sentencias (Keith Buckley) y el tribunal paralelo parece absoluta.
 
 
Otros dos sospechosos quedan libres. Lawrence Monk (Don Calfa, alejado de sus papeles con vis cómica), y Arthur Cooms (Joe Regalbuto). El descubrimiento del cadáver de un chaval, Daniel Lewin (-), pone sobre el tapete un aspecto sórdido en el que se mezcla la pornografía infantil. Después de este doble hecho luctuoso, la muerte del niño y la puesta en libertad de los presuntos autores del crimen, Steve alcanza su tope moral. Aunque no lo deja traslucir. Su trato con el doctor Harold Lewin (el no siempre aprovechado James B. Sikking), padre del muchacho asesinado, es incómodo y frío.

Pero si la deriva de Steve se afianza, las investigaciones policiales también prosiguen su curso. Ambas están entrelazadas, como casi todo en la vida. De hecho, la película muestra el punto de vista de los agentes de la ley y de las víctimas, sin ser un relato centralizado en estos colectivos. Los policías también se mueven por intuición, como el resto de seres humanos. Algo que no siempre sabe valorar la legislación. Entre tanto, el resto de mortales asistimos impasibles a la salida y excarcelación de violadores y criminales.

Hyams y su colaborador en el guión, Roderick Taylor (-), estructuran muy bien el relato, cuyo tercer vértice (tras el de Ben y Steven) es la profesionalidad del detective Harry Lowes (Japhet Kotto: todos los actores de soporte son magníficos). En una muestra significativa, Lowes deja de seguirle los pasos a Steven cuando recibe un aviso por radio (aunque sabe a dónde se dirige). Es lo que hace un buen guionista y cineasta, otorgar sentido a los gestos. Otrosí. Steve, como es apodado, descubre que Monk y Cooms no son dos angelitos pese a todo, cuando visita las instalaciones en que estos operan.
 

La soledad del policía es doble. Por un lado, está la profesional, yo detengo a los delincuentes y usted los pone en la calle, comenta Lowes ante Steve; y del otro, está la familiar: no tengo prisa en regresar a un apartamento en el que vivo solo. Confiesa las dos ante el atribulado juez. No hace falta más, por sus rostros los conoceremos, y sabremos que esta es la verdad (y nada más que la verdad).
 
El estilo de Peter Hyams está presente en la película, pues se trata de un realizador con estilo propio. La persecución inicial, vibrante y física, en largos travellings, o las charlas de un matrimonio que no pasa por su mejor etapa -en este caso es Emily (Sharon Gless)-, son aspectos que nos retrotraen a títulos previos como Atmósfera cero (Outland, 1981). Ya hice referencia al discurso de Ben ante Steve. El final también es una baza, al contrario de lo que suele ocurrir con un excesivo oportunismo, más que oportunidad, con la mayoría de narraciones abiertas, que han desnaturalizado su razón de ser. Dejar los relatos in media res no es, por sí mismo, sinónimo de eficacia, suspense o profundidad. Peter Hyams sí lo consigue. Es uno de esos realizadores que dieron lo mejor de sí mismos, aunque luego se vieran abocados a sobrevivir.

Producida por Frank Yablans (1935-2014), responsable de poner en marcha títulos tan estimulantes como El expreso de Chicago (Silver Streak, Arthur Hiller, 1976), El otro lado de la medianoche (The Other Side of Midnight, Charles Jarrott, 1977), La furia (The Fury, Brian de Palma, 1978), Queridísima mamá (Mommie Dearest, Frank Perry, 1981), o Monseñor (Monsignor, Frank Perry, 1982), y la simpática película para niños Kidco (íd., Ron Maxwell, 1984), con Los jueces de la ley se nos lega una de las piezas más emblemáticas y reivindicables, visual y argumentalmente, de la clásica década de los ochenta. Cuenta además con la envolvente y atmosférica música de Michael Small (1939-2003).
 
Escrito por Javier Comino Aguilera




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