Peter Hyams |
Es posible que muchos no recuerden ya a realizadores como Peter Yates, Richard Donner o el que nos ocupa, Peter Hyams, pero hubo un tiempo no muy lejano en el que estos nombres eran bien conocidos por los aficionados. Todo el arte, y estoy pensando en general, al margen de puntuales rescates, tal vez demasiado selectivos, corre el riesgo de acabar olvidado en las estanterías por el mero hecho de producirse una continua reformulación (o saqueo) de conceptos ya expuestos, por lo general con mejor talento. En el séptimo arte, esto sucede principalmente por medio de remakes.
Pero lo que algunos entienden por “modernización” no es concepto que quepa dentro del cine, puesto que una película que cuente con décadas a sus espaldas puede, teorías de autor y peinados aparte, sostenerse mejor y resultar más “moderna”, que otra más actual. Concretamente, ya que de cine hablamos -o escribimos-, está claro que un buen producto cinematográfico lo será siempre, esté o no “de moda”.
Huelga decir que la carrera de Peter Hyams ha sido irregular, habida cuenta de los vaivenes de la propia industria, o bien por la tiranía de dichas modas, o por no haber sabido o podido sustraerse a unos cambios siempre deudores de unos gustos que, también hay que decirlo, son matemáticamente diseñados por las distintas corporaciones.
Pese a todo ello, muchas de las películas de Peter Hyams siguen siendo muy interesantes y disfrutables. No tuvo la suerte (o el interés) de poder operar “desde fuera” de la industria, sin dejar de pertenecer a ella, aunque alcanzando cierta independencia y control sobre su producto, caso de Stanley Kubrick; o bien “desde dentro”, adaptando su discurso a dichos vaivenes, sin dejar de resultar “cinematográfico”, como Steven Spielberg, por citar a dos buenos cineastas.
En cualquier caso, Peter Hyams tuvo su momento desde finales de los 70 hasta mediados de los 80 (y desde luego, siempre es deseable una reaparición, que esperemos lustrosa y no luctuosa). De tal modo que, a mi juicio, el cineasta neoyorquino, también director de fotografía y guionista, cuenta con varios títulos excelentes, “apartando” La calle del adiós (Hanover St., 1979), que es un aseado melodrama, los cuales deberían por si mismos bastar para no sumir a Hyams en el olvido. Estos, tras la bienintencionada pero cabizbaja Un detective barato (Peeper, 1975), serían Capricornio Uno (Capricorn One, 1977), la que nos ocupa, Los jueces de la ley (The star chamber, 1983) y 2010 (íd., 1984) -esta última pese a quien pese-, y a falta de revisionar El final de los días (End of days, 1999), de la que guardo un recuerdo difuso; no así de Timecop (íd.,1994), que me parece un producto intrascendente.
Pero lo que algunos entienden por “modernización” no es concepto que quepa dentro del cine, puesto que una película que cuente con décadas a sus espaldas puede, teorías de autor y peinados aparte, sostenerse mejor y resultar más “moderna”, que otra más actual. Concretamente, ya que de cine hablamos -o escribimos-, está claro que un buen producto cinematográfico lo será siempre, esté o no “de moda”.
Huelga decir que la carrera de Peter Hyams ha sido irregular, habida cuenta de los vaivenes de la propia industria, o bien por la tiranía de dichas modas, o por no haber sabido o podido sustraerse a unos cambios siempre deudores de unos gustos que, también hay que decirlo, son matemáticamente diseñados por las distintas corporaciones.
Pese a todo ello, muchas de las películas de Peter Hyams siguen siendo muy interesantes y disfrutables. No tuvo la suerte (o el interés) de poder operar “desde fuera” de la industria, sin dejar de pertenecer a ella, aunque alcanzando cierta independencia y control sobre su producto, caso de Stanley Kubrick; o bien “desde dentro”, adaptando su discurso a dichos vaivenes, sin dejar de resultar “cinematográfico”, como Steven Spielberg, por citar a dos buenos cineastas.
En cualquier caso, Peter Hyams tuvo su momento desde finales de los 70 hasta mediados de los 80 (y desde luego, siempre es deseable una reaparición, que esperemos lustrosa y no luctuosa). De tal modo que, a mi juicio, el cineasta neoyorquino, también director de fotografía y guionista, cuenta con varios títulos excelentes, “apartando” La calle del adiós (Hanover St., 1979), que es un aseado melodrama, los cuales deberían por si mismos bastar para no sumir a Hyams en el olvido. Estos, tras la bienintencionada pero cabizbaja Un detective barato (Peeper, 1975), serían Capricornio Uno (Capricorn One, 1977), la que nos ocupa, Los jueces de la ley (The star chamber, 1983) y 2010 (íd., 1984) -esta última pese a quien pese-, y a falta de revisionar El final de los días (End of days, 1999), de la que guardo un recuerdo difuso; no así de Timecop (íd.,1994), que me parece un producto intrascendente.
Se ha dicho mil veces, y es verdad, que Atmósfera cero (Outland, Warner Bros., 1981) toma el argumento de la espléndida Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1951), trasladado al espacio, aunque manteniendo su aspecto de western futurista.
Un sheriff (Sean Connery) se enfrenta en solitario a un villano (Peter Boyle) y sus esbirros, con la puntual ayuda de una dama indómita (la doctora Lazarus, Frances Sternhagen), en una estación espacial minera. Muchos policíacos de los setenta, y podríamos incluir Manos sucias sobre la ciudad (Busting, 1974), hacían hincapié en su condición de “westerns urbanos”, desde Don Siegel hasta John Sturges o Sam Peckimpah, por citar a los mejores. Pero como en este blog no nos gusta limitarnos a reproducir contraportadas u opiniones prestadas, voy a tratar de argumentar por qué Atmósfera cero me parece a mi -y a mucha más gente, por supuesto-, una buena película.
Atmósfera cero es una producción de The Ladd Company (1979-1984), distribuida por la Warner. Se trató de una empresa cofundada por el hijo del actor Alan Ladd, que puso en marcha proyectos tan reconocidos como Fuego en el cuerpo (Body Heat, 1981), Ojos asesinos (Looker, 1981), Blade Runner (íd., 1982), el estupendo melodrama de Zinnemann -¿gratitud hacia el autor de Solo ante el peligro?- Cinco días, un verano (Five days, one summer, 1982), Elegidos para la gloria (The right stuff, 1983), y las comedias Loco de amor (Lovesick, 1983) y Loca academia de policía (Police academy, 1984); más recientemente y en solitario, coprodujo Adiós, pequeña, adiós (Gone baby, gone, 2007).
La idea del “western del espacio” es de por sí magnífica, y sirve para mostrar de nuevo a un personaje aislado de los demás porque no forma parte del juego burocrático-administrativo o comunal (ese concepto de la sociedad que hasta te indica qué es lo correcto durante tu tiempo libre, es decir, lo-que-hace-todo-el-mundo).
O’Niel (Connery) es solitario, sí, y, para colmo, íntegro. Lo cual es meritorio dentro de una población tan apelmazada como adocenada. No por casualidad, sino más bien por causalidad, la cámara se desliza por los entresijos de la comunidad minera de la luna más cercana a Júpiter, Io, donde los humanos que allí desarrollan su actividad se hallan hacinados como en una colmena, como muestran estos planos en movimiento, que describen un submundo atestado de cubículos. Y las habitaciones para los oficiales no parecen mayores.
De este modo, los personajes parecen constreñidos dentro del plano, como ocurre incluso en la sala de squash, ¡con solo dos personas!, si bien, la puesta en imágenes de Hyams nos habla de un movimiento continuo, es dinámica. Es este el sacrifico de los trabajadores pioneros del espacio, el cual contrasta con otro espacio concreto, el de su entorno más inmediato. De hecho, las desigualdades han sido un pasajero más en la exploración del cosmos.
En semejante entorno, los núcleos familiares parecen condenados a la escisión, en tanto que la comunicación más franca solo se produce con el ordenador. Basta señalar los planos-contraplanos del jefe de policía con su monitor. De hecho, será la máquina quién le confirme a O’Niel hasta dónde se extiende el nivel de corrupción en la base, permitiéndole vigilar los movimientos de los sospechosos, y más tarde a los pistoleros enviados por la propia compañía, después de capturar una transmisión dirigida al jefe de personal y gerente, Mark Sheppard (Peter Boyle); transmisión que le encara con su verdugo en otro sugestivo e inhabitual plano-contraplano.
Otro aspecto curioso es que todos los oficiales de la estación parecen tener unos expedientes algo “tocados”, por muy diversas causas (como da a entender la doctora), justas o injustas. La base minera de Io no parece ser el mejor destino para una persona cualificada (o respetuosa). De ese modo, O’Niel se propone demostrar, más a sí mismo que a su familia, si en efecto, es aquel el lugar que le corresponde. Al fin y al cabo, todos insisten en que el tiempo de los héroes ya ha pasado. En Io, el universo parece cansado, una tumba para los retos de antaño o la fascinación por la conquista del espacio.
Así, en la soledad de sus pesquisas, O’Niel averiguará el por qué de la fortaleza y posterior locura de los trabajadores de la instalación, lo que además da pie a un divertido guiño hacia su personaje de 007, con el “alzacuellos” que le salva la vida. Pero Atmósfera cero no olvida su compromiso con el relato de aventuras, lo que da lugar a una sucesión de secuencias brillantemente planificadas, como la de la persecución por los corredores, que imbrica a los actantes dentro del espacio físico de la estación minera y su personal; o naturalmente, el “sostenido” duelo final, que se traslada al exterior del complejo.
Podría haber escogido cualquiera de los títulos anteriormente citados del realizador, y hasta puede que lo haga algún día que cuente con más de veinticuatro horas. En cualquier caso, todos ellos siguen resultando, como decía, buenos trabajos a día de hoy.
Escrito por Javier C. Aguilera
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