Para el sábado noche (CV): La naranja mecánica, de Anthony Burgess, y adaptación de Stanley Kubrick

02 mayo, 2021

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La primera vez que vemos a la pandilla liderada por el joven Alex de Large (Malcolm McDowell) están, como se dice vulgarmente, colocados. El escenario es un bar de moda llamado Korova. Es la antesala blancuzca y despojada de todo atributo, salvo el sexual, de una jornada nocturna repleta de transgresiones. Las antiguas chiquilladas y pillerías han dado paso al vandalismo organizado anti empático. Estamos en el futuro. Al lector-espectador le compete declarar si dicho futuro ya está aquí.

Siempre se ha dicho que el mundo pertenece a los jóvenes, pero lo cierto es que podemos recortar el aserto y declarar que solo una parte del mundo. Nada puede sustituir la experiencia y buen juicio que proporcionan la experiencia y la madurez. Con lo que dejar en manos de los jóvenes legos la supervivencia de una cultura, “porque ellos son el futuro” o “saben lo que quieren”, se me antoja en exceso complaciente, habida cuenta de cómo llegan a los institutos y universidades (y de lo que los adultos hacen con ellos).

Sin salirnos del ámbito del argot y las frases hechas, ser una naranja mecánica en inglés puede equivaler a nuestro perro verde. Un estar fuera “de onda”, sin la acepción simpática con que se suelen adornar estas definiciones. De hecho, el único humor que se permite el guionista y realizador Stanley Kubrick (1928-1999) en La naranja mecánica (A Clockwork Orange, Warner Bros., 1971) es el negro, lo que contrasta con la mayor parte de los escenarios elaborados por el magnífico John Barry -no confundir con el músico- (1935-1979), de un blanco radiante, como la propia juventud, pero también hiriente.

En efecto, los colores son importantes. Ese blanco no es símbolo de pureza, en todo caso lo será de la ignorancia y el adanismo del protagonista, y de forma reveladora, hace que resalten los demás tonos (por supuesto, el rojo). Centrado en dicho personaje, el placer estético es alambicado por vía de la dislocación de los sentidos, un aspecto bien retratado por la fotografía de John Alcott (1930-1986) y el músico Walter Carlos (1939; luego Wendy).

En esta sociedad de futuro incierto, en todas sus facetas, las personas mayores están de más por parte de los jóvenes pandilleros. A diferencia, por ejemplo, de lo que sucedía en la magnífica Los amos de la noche (The Warriors, Walter Hill, 1979), la rebeldía ha mutado en franca oposición y enfrentamiento. El divorcio entre lo nuevo y lo viejo, los adultos (padres y autoridad) y la juventud (hijos), se ha hecho más profundo y se haya al borde de un abismo ontológico, más que generacional. Pero aún se tratan de disfrazar, con máscaras o -qué casualidad- el propio lenguaje, la apatía y el jaleo. La desobediencia se camufla así de buenos modales, que pasan a encubrir el delito.


Aquí nadie se preocupa de respetar la ley y el orden, se lamenta el vagabundo (Paul Farrell) que es agredido por los adolescentes. En contraposición, Alex se ufana en declarar, en una comisaría, que conozco la ley. Esta dejación de funciones por parte de los organismos públicos (la buena educación, que es enemiga del adoctrinamiento), resulta sintomática del nivel de incultura por parte de algunos de estos adolescentes. No es el caso de Alex, desde luego. Él es más psicopático que ignorante, lo que en buena parte explica su particular interpretación del mundo que le rodea.

Tanto en la novela como en la película, tal distorsión parte por igual de la recepción y asimilación del aspecto musical. Aunque se trate de un recurso sonoro llamativo, podemos decir que la belleza, ya perturbadora de por sí, en cierta medida, aquí resulta claramente perturbada. Con la salvedad de Rossini (1792-1868), cuya pieza La urraca ladrona (La gazza ladra, 1817) se emplea sin alteraciones, por ejemplo, durante el enfrentamiento entre bandas en lo que es descrito como un casino abandonado.

De forma igualmente sintomática, a Beethoven (1770-1827) no siempre se le distorsiona a través del sonido. Esto sucede en momentos especialmente dramáticos, o en un aspecto seudo cómico, con la obertura de Guillermo Tell (Guillaume Tell, 1829) del mencionado Rossini. En este sentido, el acto sexual es circense (y por supuesto, explícito). Mecanizado como en Pornhub.

Pero la adaptación del libro, que más tarde pasaré a comentar, no es solo una representación acerca de la gratuidad de la violencia y el sexo. De hecho, lo que vehicula ambos trabajos es la inadaptación (esquizofrénica) entre celebración técnica y artística, y humanismo (esto es, humanidad). La incomodidad viene dada, además de por la música y el aspecto visual, por medio de la incorporación de neologismos, que suponen la alteración de las naturales normas de la gramática. Así, los jóvenes pandilleros poseen una jerga grupal. Este lenguaje añadido es diferenciador. Arcaizante y distinguido, en función de su utilidad discriminadora (en su sentido de exclusivista). El más espabilado será el líder. Sin supervisión de los padres, ajenos o sometidos a su voluntad; en otra galaxia. Como ya he advertido, Alex sabe “torear” verbalmente a los adultos que se preocupan por él.

Un último elemento diferenciador que se añade a los antedichos es el ropaje distintivo, como el que Alex porta en una tienda de discos. Se ajusta a una moda retro, afectadamente elegante. La imagen por encima de todo.


El escenario muestra calles salpicadas de escombros y basura. Edificios destartalados, pero con interiores coloridos y bizarros (al menos, el apartamento donde Alex vive con sus padres). Se ve que el vástago ha sido un niño sobreprotegido, y después apartado debido a los conflictos que ha venido ocasionando (ha estado en varios correccionales). Un proscenio del mundo entre lo vintage y lo futurista: discos de vinilo, casetes, motivos decorativos de los años setenta, los inspiradores viajes a la Luna, aquí subvertidos... Incluso máscaras como las de la comedia del arte, fálicas y provocadoras, forman parte de una panoplia en la que determinados adornos eróticos, diseminados a lo largo de los distintos decorados, componen la atmósfera de una cultura básicamente onanista. Tal cual evidencia la vivienda de Mrs. Weader (Miriam Karlin), la propietaria de una finca de reposo atestada de gatos. Incluso lo detectamos en el acercamiento del agente social, señor Deltoy (Aubrey Morris), a Alex. La conversación que mantiene con el joven vándalo va por un lado, y los gestos que expresan un deseo apenas reprimido por otro.

Más tarde, la socarronería encuentra consuelo en la figura del carcelero de recepción de presos, que parece un antecedente del desaforado sargento interpretado por R. Lee Ermey (1944-2018) en La chaqueta metálica (Full Metal Jacket, 1987). La imagen del resto de oficiales de prisión es igual de hiperbólica. Por no decir ridícula; parecen robotizados por la burocracia. Para colmo de males, en la prisión, Alex pasa a ser un número. Pero las cosas no le salen del todo mal, de catorce años de sentencia tan solo cumple dos.

Allí la religión no es precisamente un consuelo, sometido como está a las consignas de rigor. Totalmente alejado de la espiritualidad y el respeto más básico, Alex incluso se imagina lacerando al Nazareno. La irreverencia a la hora de causar perjuicio es producto del más supino desconocimiento o malformación sicosomática. Por eso, cuando le proponen formar parte de un método de reacondicionamiento denominado Tratamiento Ludovico, pesa más en Alex el deseo de escapar de su condición de preso que la posibilidad de reinserción. Por lo que acepta la propuesta.


El tratamiento está en fase de experimentación, y es invento ilustrativo de una nueva pedagogía social, capaz de hacer perder la esencia (mala, en este caso), lo que es lo mismo que decir que la capacidad de decidir por uno mismo, el libre albedrío. Aunque para escoger, obviamente, hay que reconocer las consecuencias de ambos extremos, el bien y el mal. Un tope moral que Alex no posee de forma innata. Respecto a la posible cura, hay en ello ciertos peligros, le advierte el capellán de la prisión (Godfrey Quigley). Saber si ese tratamiento es eficaz es algo que no se sabe, añade. Este personaje, que en un principio parece destinado a ser el portavoz de la más rancia catequesis, resulta ser el más lúcido (también en la novela). Al menos, en mayor medida que la atrofiada policía, los aviesos políticos o los abnegados agentes sociales. La bondad se escoge, si el hombre no escoge, deja de ser hombre, explica el capellán.

Alex insiste en que quiere ser bueno. Sea lo que esto sea. No conocemos el grado de su sinceridad, que no parece muy elevado. Lo que pretende, como digo, es acortar su condena y salir de la cárcel. Sabe hacerse el inocente.

Los designios se ven acelerados con la providencial visita del ministro del Interior, a los sones del desamparado Edward Elgar (1857-1934), otro rasgo de humor sibilino (del que Elgar, maravilloso compositor, sale indemne, huelga decirlo). Por cierto, que la figura y pose del espléndido Anthony Sharp (1915-1984), visto en tantas comedias de la época, da a su personaje funcionarial “un aire” que me recuerda al Paul Eddington (1927-1995) del brillante díptico Sí, ministro (Yes, Minister, BBC, 1980-1984) – Sí, Primer Ministro (Yes, Prime Minister, BBC, 1985-1987).

También el político posee sus consignas. En el patio de la prisión asegura que el crimen se alimenta del castigo. Cual flamante pedagogo, espada léxica en mano, insiste en que no es una cuestión de tener más prisiones o recursos económicos para su mejora. Lo que necesitan es más espacio para presos políticos (idea extraída del libro, parte II: capítulo II), así que conviene desalojar las penitenciarías. Parece ser de los que justifican a quienes tiran piedras y reprenden a los que las reciben.

Se dirige a Alex de forma paternal. Como si el daño por este causado con él no fuera. Una actitud gubernativa que hemos visto repetida en otras ocasiones.


Stanley Kubrick muestra en la adaptación su consabido interés por las estructuras visuales geométricas, simétricas o no. Y el sonido omnipresente. Tienes que curarte, le espetan a Alex la doctora Branom (Magde Ryan) y el doctor Brodsky (Carl Duering). La primera es la orientadora, y lo primero que le pregunta a Alex tras su ingreso en la clínica es ¿cómo te sientes? (ya advertí acerca del humor negro en la película).

Pero aquí no se trata tan solo de buenas palabras. A Alex se le inyecta una droga elaborada por el doctor Brodsky, y se le adoctrina con material audiovisual. No puede cerrar los ojos. Está condenado a mirar. De ser verdugo pasa a ser víctima, sin remisión voluntaria de sus pecados. Y permanece con una camisa de fuerza. El Estado en toda su esplendidez. Primero, invierte en una sociedad fallida, quebrando las piernas de la gente, y luego procura dar las muletas para poder volver a andar, acompasando el ritmo individual al suyo.

De tal guisa se le aplica al baqueteado Alex una náusea sartriana artificial, que consiste en una inmunización fisiológica inducida (tal parece que vivimos en una sociedad en la que, si uno no dispone de traumas, ellos te los proporcionan). Un tratamiento que provoca en Alex algo así como una reacción alérgica -somática y psíquica- a la violencia de la que ha sido portaestandarte. Lo que, por desgracia para el paciente, incluye a Beethoven, que con desigual criterio ha sido incluido en la banda sonora de algunas de las películas feroces que se ha visto forzado a visionar. De ahí, precisamente, la razón de ser en la elección de una pieza musical harto conocida; aunque, personalmente, he de confesar que, por mi formación académica, cada vez me apetece menos la irrupción de obras clásicas en argumentos cinematográficos: para proporcionar una música distintiva están -o estaban- los inspirados compositores de películas.

En definitiva, el proceso médico consiste en atacar las consecuencias y no los motivos primarios de la insania (social o clínica: hay quien nace perverso al margen del clima social que le rodea). Al punto de que el doctor Brodsky se dirige a Alex sin apenas mostrar sentimientos de ningún tipo, como un funcionario autómata. Lo mismo que sucede cuando Alex es “devuelto” de nuevo al mundo en una sala de conferencias, a un público reticente o fascinado (como a la vista de King Kong), superado el procedimiento -que no su trauma-, sin drogas ni esnobismos, en palabras del ministro.


Complacidos los políticos por esta sesión de humillación (al fin y al cabo, es lo que hacen con sus votantes), atronados por una música de pantomima, ya es hora de volver a poner a Alex en las calles. Es su reingreso en la sociedad, o suciedad.

Si este ha sido una malformación de nacimiento, ahora lo es por motivos estatales. Su genética (in)moral ha sido alterada. Pero en un pulso no siempre vence el mismo. Alex se apresta a soportar los insultos sin poder defenderse, en transmutación de lobo a cordero. Castrado psicológicamente, incapacitado para volver a mantener relaciones sexuales, se procede al blanqueamiento mediático del delincuente. Convertido en un asunto médico -de locura transitoria-, en lugar de ser tratado, desde un principio, como el criminal que es, el “enfermo” puede aspirar a algo más que permanecer recluido entre barrotes. Los motivos éticos no nos atañen, insiste el ministro del interior, nuestra meta es suprimir la criminalidad y la congestión de nuestras cárceles.

En cuanto a Alex, repudiado por la familia -sus padres (Philip Stone y Sheila Raynor; esa madre con los pelos tintados…)-, se ve abocado a una sociedad que acoge en sus senos a incultos y malhechores como parte de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado.

En este deambular, Alex se reencuentra con el escritor Frank Alexander (Patrick Magee), al que en un principio no recuerda y que ha quedado paralítico a consecuencia de su encuentro con los delincuentes. Pero el autor reconoce a Alex por partida doble: como su agresor y asesino de su esposa (Adrienne Corri), y como “víctima” del experimento científico auspiciado por el gobierno, que ha sido voceado por los periódicos. Antes de que nos demos cuenta nos implantan un régimen totalitario, acusa Frank; venderá la gente su libertad por tener una vida más tranquila. Claro que eso lo comenta antes de darse cuenta de que Alex es el causante de su ruina. De nuevo, aquí la música será determinante a la hora de dirimir el particular, gracias a la tonada (Singin’ in the Rain) que canta un despreocupado Alex. Curioso, por cierto, que el apellido Alexander converja con el nombre de nuestro anti-héroe. Los retruécanos no acaban ahí. La naranja mecánica es el título del libro que está redactando el escritor cuando es asaltado en su casa (lo que se observa en la novela, II: IV; III: IV-V).

Más tarde, al escuchar un fragmento de su amada -y repudiada a la fuerza- Novena Sinfonía (1824), Alex sentirá deseos de “evaporarse” (snufar), como antes ha calificado el suicidio, refiriéndose a sus náuseas. En ese momento, la música suena distorsionada, gracias a las glosas del referido Walter Carlos.


Alex se convierte entonces en moneda de cambio para los políticos (la prensa “amarilla” también saca buen provecho). Aunque los instintos naturales, sanos o insanos, son difíciles de sofocar, los científicos insisten en que el sujeto está en vías de un restablecimiento total. La ironía final será que a Alex, tras su intento de “evaporación”, le vuelven los (re)torcidos impulsos de antaño. Ya desde su encuentro en el hospital con la psiquiatra Taylor (Pauline Taylor), que le aplica un test de asociación lingüística, el convaleciente se está desasiendo de su condicionamiento artificial y mecánico. De este modo, cuando Alex se considera recuperado, vuelve a escuchar los acordes de su música favorita sin distorsiones de ningún tipo.

Con sonrisa congelada, Stanley Kubrick hace befa de la psiquiatría, de la reinserción -o “acercamiento” de presos-, de los afanes de los políticos y de la “educación en valores” interesada y coercitiva por parte de algunos pedagogos y gobernantes. Ya he comentado antes que Anthony Sharp está espléndido, sobre todo con la voz al español de Rafael de Penagos (1924-2010). No duda en calificar a Frank Alexander de escritor subversivo. Y efectivamente, este acabará siendo uno de esos presos políticos que presagiaba el ministro del Interior. Estamos en plena guerra de partidos, en el punto álgido de un periodo electoral. Entre unos y otros, compran la conciencia de Alex. Habida cuenta de que los inciertos resultados del experimento son una mácula y mala publicidad para el gobierno. No hay cuidado. Nosotros siempre ayudamos a los amigos, certifica el ministro ante Alex. Añadiendo, en cuanto a la mala publicidad que les ha deparado el asunto, que la opinión pública es muy tornadiza.

Mucha “tela” que cortar como para quedarse únicamente en el aspecto formal (es decir, el semblante violento, nada gratuito, aunque sí explícito, y la imaginería de un mesianismo juvenil). Me atrevo a decir que después de La naranja mecánica, la mayoría de películas posteriores acerca de la violencia, que además la muestran de forman tan gráfica como regalada, están de más. Pero ya se sabe, muchos desean sacar rédito de los que en primer lugar han sabido propinar el golpe (creativo). Epígonos descafeinados de Stanley Kubrick, Sam Peckinpah (1925-1984), Raoul Walsh (1887-1980) o William Wellman (1896-1975).

El factor argumental -como sucedía en 2001, una odisea en el espacio (2001, A Space Odissey, MGM, 1968)- no es sencillo de captar. Se necesita la “clave” literaria, o al menos, no ser un espectador pasivo, de esos a los que hay que dárselo todo “mascado” y que tanto abundan. Al final, lo que se “mangonea”, en uno u otro sentido, es al individuo. Por motivos muy nobles, como se suele presumir. En cuanto al esclarecimiento por parte de la novela, hay que señalar que Stanley Kubrick sigue en la medida de lo posible las situaciones y diálogos establecidos por Anthony Burgess (1917-1993).


Publicada en 1962, con el telón de fondo de un episodio traumático real en la vida del escritor inglés (la violación de su esposa), La naranja mecánica (A Clockwork Orange, Minotauro, 1976-1994), entona el mea culpa de toda una sociedad que ya ha vendido su parcela de libertad a una seguridad regulada por los custodios de la conciencia. El reverso tenebroso de 2001. Y lo hace con un relato en primera persona salpicado de diálogos transcritos del lenguaje nadsat (“adolescente”). Un glosario se incluye al final de la narración de Alex.

Anthony Burgess incluyó un capítulo final (del que no dispongo en mi edición), en el que un Alex adulto y debidamente reformado, merced a su libre albedrío, y no a ninguna sustancia, había formado su propia familia y respetaba la ley. Como si su pasado delincuencial se hubiera, efectivamente, evaporado. Respecto a este final, comprendo los reparos del realizador, e incluso del editor, a la hora de cerrar la película y la novela. Resulta más perturbador hacerlo en la manera que lo hace la adaptación cinematográfica. Ahora bien, siendo como era el deseo del escritor que figurara dicho colofón, lo lógico hubiera sido incluirlo (en posteriores ediciones a la mía sí está), y que el lector (no necesariamente el espectador), opinara por sí mismo respecto al desenlace (¡ya que de libre albedrío hablamos!).

Dicho esto, al comienzo de la novela, el joven Alex señala que en estos días todos olvidan rápido, aparte de que tampoco se leen mucho los diarios (Parte I: capítulo I). Toda una premonición. La cultura está ahí, junto a los medios para compartirla, pero esta parece condenada siempre a quedar en un segundo plano. Las figuras y ambientes que Burgess nos va a describir en su libro son estrambóticos, voluptuosos y vaciados de contenido artístico. Con la única excepción de la música.


La banda de Alex está constituida por los drugos (compañeros) Pete, Georgie y Lerdo (Dim). Cuatro málchicos (en esdrújula) que abusan de las sustancias estimulantes y adictivas. Con el moloco todo lo videabas clarísimo (I: I).

La primera víctima no es un vagabundo, como en la película, sino un viandante maduro con aspecto de maestro de escuela (en efecto, suele ser siempre “la primera víctima”). Este porta libros, que por supuesto son destrozados. La intencionalidad es manifiesta.

El lenguaje elaborado por Burgess resulta eufemístico, tratando de paliar el rigor de las descripciones con epítetos sonoros, y contiene onomatopeyas. No en sustitución de una palabra, cual tabú, sino por desprendimiento del léxico original por parte de los jóvenes. Los cuchillos de la leche-plus ya estaban descargando pinchazos fuertes y joroschós. De este modo, los muchachos también se disfrazan a sí mismos, como personajes “de época”, para preservar su alevosía además de presumir de rango. Sus uniformes pandilleros son un elemento identificativo. Se trata de pandillas de un máximo de seis componentes.

A continuación, se produce la agresión al vagabundo (I: II). En la novela, como en la película, se nos describe a un Alex que al volante de su flamante y tuneado cacharro se cree alguien en el mundo. Como todos los que van haciendo cabriolas por la carretera. A su vez, la equiparación de la vejez con la fealdad, el aborrecimiento hacia la gente mayor, habla de su caduca seguridad, naturaleza narcisista y primario existir (la Secundaria brilla por su ausencia). En los correccionales desde los once años (I: III), a Alex las imágenes violentas le vienen al escuchar música de otros clásicos, además de Beethoven (Mozart [1756-1791], J. S. Bach [1685-1750]), en lo que es una perversión del concepto receptivo del arte que denota su total falta de empatía, en el sentido más absoluto del término. Nos habla del cortocircuito con su humanidad. No es tanto un criminal que se hace (por la sociedad), sino que nace, crece y se desarrolla. Como manifestación de su sicopatía, lo que yo hago lo hago porque me gusta (I: IV). Al punto de reconocer, en los límites del sarcasmo, que no puede gobernarse un país si todos los chelovecos se comportan como lo hago yo de noche. Poco menos, cual si fuera un elegido (por Él mismo).


Como todo perturbado, sabe mantener a buen recaudo su naturaleza, haciendo el papel de cariñoso hijo único (I: V). Lo que, allende su melomanía, proclama su iniquidad y atraso. Alex reconoce que no entiende nada de lo que le dice el capellán o el ministro. Algo que debemos tomar más allá de su tono irónico. Tampoco discierne a qué se refiere el escritor Alexander cuando se dirige a él como víctima del sistema, ni lo que está escrito en su libro. Tan solo se emociona con la música. Inteligencia y sensibilidad fuera de lo común para esta faceta creativa, y total inarmonía para lo demás.

Un tema ya tratado por Kubrick se desliza en las páginas de Anthony Burgess: el avance tecnológico no tiene su correspondiente en el aspecto moral. Se habla de viajes por el espacio, en conjunción con asaltos a los bancos, huelgas perennes y otros delitos violentos. Precisamente, y como antes anticipé, es la figura del capellán la que se nos revela más sensata de lo que sus “santo y seña” pronostican. Es el único personaje que sabe ver el déficit moral que se consigna (II: V). La bondad es algo que uno elige, concreta (II: I).

Mientras, el pequeño Alex (yo apenas tenía quince años, II: VII), reclama para sí todos sus derechos y privilegios, renegando de sus obligaciones. Lo que le permite seguir en sus trece (catorce, en realidad), por tiempo casi indefinido. Tal y como demuestra la escena de su acercamiento a las chicas que conoce en la tienda de discos, en la cumbre del infantilismo de moda (II: IV), o la visita de P. R. Deltoid, el asesor post-correctivo (II: IV).

La violencia también se desata en el interior de la cárcel, pero con buen criterio, Kubrick no se reitera en este aspecto (allí Alex mata por segunda vez, II: II).

En cuanto a la técnica Ludovico, esta patología del personaje queda de manifiesto durante los prolegómenos del tratamiento: Alex disfruta con el sufrimiento ajeno, aunque él lo entiende como el espectador que observa una película (II: III). Es la fascinación por la imagen desmedida, la esencia misma del cinematógrafo llevada a sus más pervertidas consecuencias. Algo que resulta tan absorbente como difícil de “videar”.

Escrito por Javier Comino Aguilera

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