El factor humano, de Graham Greene, y adaptación de Otto Preminger

22 mayo, 2021

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En una buena narración ha de haber un adecuado hilo conductor. Lo más habitual es que este venga dado por el protagonista principal. Pero eso no significa que tengamos que identificarnos con él. A lo largo de la historia de la literatura, los escritores han jugado con la permeabilidad, idiosincrasia, identidad, apostura, rasgos autobiográficos y demás giros argumentales de sus protagonistas; con frecuencia, convulsionados por los acontecimientos históricos que les ha tocado vivir.

Probablemente, lo que más define al ser humano es su ambigüedad. Lo segundo, su fácil -y a veces voluntario- sometimiento a las consignas de orden ideológico, cada vez más alejadas de la reflexión ponderada y adulta, expresadas en algo más que unos pocos caracteres.

En el primer capítulo de El factor humano (The Human Factor, 1978; Argos Vergara, 1982), el estupendo autor británico Graham Greene (1904-1991), personaje que en sí mismo conjura casi tantos retruécanos y engorrosas contradicciones como nuestro Miguel de Unamuno (1864-1936), realiza el retrato de su protagonista, dentro de un ámbito que llegó a conocer muy bien: el del espionaje gubernamental. Así, Maurice Castle es descrito como una persona metódica y reservada. Está al borde de la jubilación, tiene sesenta y dos años, y con la sagacidad que proporciona la madurez, prefiere pasar desapercibido (Parte I: capítulo I). Al menos en apariencia. Es contemplado por sus jefes como un tipo opaco, preciso y escrupuloso (I: III). El perfecto funcionario. Pero ya sabemos que los demás tan solo perciben una parte de cómo somos en realidad. Tan intuitivo como franco, Maurice Castle se rige por una grata rutina incluso en el trabajo. Si me permiten la cuña, es todo un ejemplar de Escorpio con ascendente en Libra y luna en Capricornio.

Maurice es padre de familia, pero de una familia particular. Se siente muy bien con su esposa de color, y así se lo hace saber a su compañero de sección, el joven soltero Davis.

Ya tenemos esbozado al personaje. De puertas para afuera. Maurice ha regresado al entorno londinense; más aún, al escenario de su juventud, en pleno campo, donde se ubica su casa, después de haber permanecido algunos años destinado en Sudáfrica. Es allí donde ha conocido a su compañera. Un matrimonio bien avenido por sus dos integrantes, pero relegado o visto con cierto recelo por el sector social más elitista (y gubernativo). El hijo que comparten es solo de ella, aunque Maurice le dedica tiempo al chaval, como demuestra su paseo y charla con él (si bien, esta es también objeto de otro propósito por parte de Maurice, un tipo que no da puntada sin hilo; II: II). Además, poco después sabremos que Maurice es estéril y, por lo tanto, no puede tener otros hijos (III: IV).

Graham Greene
Existen otros factores. Por ejemplo, el sentido del humor, que en Graham Greene no está desprovisto de una comprensiva humanidad; un recurso encaminado a la supervivencia personal. Su personaje central no resulta cruel innecesariamente, como otros colegas, mucho menos sardónico. Es más bien inteligentemente irónico (I: III).

Más aún. Yo nací para ser un creyente a medias. Con estas palabras, Maurice Castle trata de poner de manifiesto los vasos comunicantes que se dan entre la fe ortodoxa que le ampara, a su pesar o satisfacción, y la política profesada como una religión, como ocurre con tantos autoproclamados “agnósticos” o “ateos”, que no advierten que su dependencia devota y practicante se encuentra en la política. A pesar de ello(s), él estaba para equilibrar la balanza: es visto con las cualidades conciliadoras de un Libra (III: VIII).

El problema, entonces, no estriba en disponer de una vida rutinaria o reglamentada, sino en el enfrentamiento con unas aspiraciones insatisfechas, más allá de la plenitud -con sus vaivenes- matrimonial. Y con una voluntad algo esquelética para lograr tales aspiraciones. Una vez más, al menos en apariencia. Hemos de recordar que la máscara, sustancial a todas las personas, se intensifica en el marco de los espías.

Sin salirnos de esta atmósfera, las relaciones de Maurice con su madre son cordiales pero frías; estrictamente inglesas (III: IV). La singularidad anglosajona también se alinea con los oropeles y relumbrones de determinadas ideologías totalitarias, pero con buena presencia en la prensa, en las que nada escapa a esa frialdad intrínseca en las relaciones personales. Un aspecto cardinal en El factor humano.

Sin embargo, todo esto se puede sobrellevar. ¿Cuál es el problema entonces? Pues que ha habido una filtración en la sección 6-A. La de Castle y Davis. No se sabe quién ha podido ser el responsable; ni siquiera, si esta se ha producido dentro o fuera del país (la Commonwealth). La sección 6-A equivale al MI 6, y es la responsable de las actividades del espionaje en ultramar. Responde al nombre de Agencia de Inteligencia para los Asuntos Exteriores. Lo que conlleva la injerencia en los territorios supuestamente aliados, y la atenta supervisión, por decirlo de algún modo, en los no aliados. Esplendor y vileza, en recientes palabras del fenomenal Erik Larson (1954).

Imágenes de la película
Maurice dispone, cómo no, de algunos superiores (en un orden estrictamente jerárquico, no moral). Como los responsables de la sección 6. O sir John Hargreaves, un considerado gerifalte, que asegura que nuestros compartimentos son herméticos (II: I).

Aunque se trate de mantener un rigor realista, rayano a veces, con toda intención, en lo grisáceo (lo que se traslada a la puesta en escena de la película), Maurice asegura que nunca hemos tenido mentalidad de James Bond en la sección. Esto es, los sucesos están desprovistos de todo glamour, si bien no de dignidad. Mi único coche fue un Mini Morris de segunda mano, confirma Maurice (II: I).

De la antedicha grisura da buena cuenta la velada nocturna de Maurice y Davis con el doctor Percival, sicario de la Organización: para entendernos, de los que hacen que todo parezca un accidente (II: III).

Finalmente, se desvela quién es el causante del envío de información a los soviéticos (de nuevo, de forma aparente; III: V). Y la verdadera naturaleza del espía, quimérica, sensible y descaminada (puede que comprensiblemente).

Como ya he señalado, llama la atención la continua equiparación de esta relación política (de acopio y estraperlo de la información) con la de una confesión religiosa por parte de Graham Greene. Tal parece que el autor quisiera establecer un acusado símil entre ambas entregas. Un coqueteo atractivo, pero que suele salir muy caro. La pugna -interna- se traslada al terreno africano -en exteriores-, aunque en un tiempo narrativo anterior al europeo (en forma de analepsis). Allí, Maurice presta ayudas que le pasarán facturas: somos lo que fuimos. Aunque las irá pagando cumplidamente.

En este sentido, podemos decir que tanto nuestro protagonista como el autor del libro, se nos dibujan como aspirantes a creyentes angustiados. Lo que lleva parejo un rígido sentimiento de culpa. Una brecha que trata de sellarse a través del amor físico, así como del espiritual (o ideológico).


Amor y odio son una ambivalencia cercana. Buscar a Dios desde su precario catolicismo, a su manera, sin apenas intermediarios, contando con uno mismo, en un entorno que lo repudia, o al menos le reprende, es algo de lo que pueden dar fe muchos de los protagonistas de Graham Greene. Y trayendo a la realidad este terreno de la ficción, también el religioso español que fue amigo íntimo del escritor, Leopoldo Durán (1917-2008).

Cierto es que la mayoría de novelas de espionaje comparten la crítica hacia los estamentos gubernamentales, la opacidad de la administración y la intromisión encubierta, pero en Graham Greene todo esto se encuadra en una encrucijada de adversa identidad y temperamento. Un convoluto sazonado por la propaganda del partido en el poder.

Virtud de Graham Greene es que El factor humano no resulte, pese a todo, complicada de leer. Sino densamente psicológica. Es decir, sin perder de vista la cortesía del filósofo en la claridad que solicitaba Ortega y Gasset (1883-1955). En un entarimado de sutilísima ambigüedad moral. Todo lo cual enriquece un género de fructífero recorrido. Tipos contradictorios, ni buenos ni malos. Esta es una novela que huye del maniqueísmo, pero que no atiende a razones estrictamente lógicas, sino humanas. Vidas íntimas que corren paralelas a un estado de perpetua fachada exterior, las apariencias, encaminadas, en esta ocasión, a los estragos e injerencias de un país dominante en una de sus colonias (para nada inocentes, dicho sea de paso, sino en camino de alcanzar los beneficios políticos de la metrópoli, su propia indisciplina e imagen). A tal efecto, cobran fuera la naturaleza humana y sus distintos disfraces. También una persona puede corromperse por los contravenidos sentimientos en lugar de por dinero.

Difícil distinguir en este caldo de cultivo lo bueno de lo malo, salvo para personajes muy arriesgados (en el sentido ético positivo), que los han sabido diseccionar, como es el caso de Anthony Trollope (1815-1882), el autor por el que Castle asegura tener una especial predilección (V: II). Otra excelente ironía.


En el interlineado de la novela converge la exacerbación de las ideologías, llevadas a su paroxismo, o a su inercia (sometimiento y lasitud), lo que tan solo conduce a la plena insatisfacción. Sobre todo, si dicha ideología es sustitutiva de lo trascendente y un aparente remedio del desarraigo (social, familiar…). Lo percibimos en la entrevista entre Maurice Castle y Roger Daintry, el asesor de seguridad de Asuntos Internos. Esta se produce a dos niveles, el formal y el subliminal (subyacente). También Daintry está sujeto al factor humano. En la salud y en la enfermedad. Parece otro esclavo de la infelicidad. Donde, una vez se entra, resulta dificultoso escapar. Otra escena lo confirma, cuando Castle se presta a acompañar Daintry a la boda de la hija de este último, debido a que en la profesión que ambos practican, no se tienen muchos amigos (III: VII).

En esta novela, casi nadie consigue lo que quiere, o lo que aspira. Y quienes lo hacen, es al precio de la hipocresía y la vanidad, las ocultaciones y la anestesia. A este respecto, los dos últimos capítulos son devastadores. Castle fuera de su país. Son la parte V: II y III. Parte contratante que pende de un hilo… telefónico.

En lo tocante a Graham Greene, su vida se entremezcla y hasta se confunde con su periplo vital. Sus personajes se mueven mucho, y no me refiero únicamente a kilómetros exteriores, sino interiores. Con lo que siempre supo ofrecer noveles vibrantes de fuerte hondura psicológica, en el fascinador marco de la literatura -y el cine- de género: el de los agentes secretos. Una obra que se nutre, por lo tanto, de sucesos reales, debidamente maquillados.

La adaptación cinematográfica realizada por Otto Preminger (1905-1986) es muy fiel y adecuada a la letra de Graham Greene. Tras los títulos de crédito de Saul Bass (1920-1996), que como siempre tiene la habilidad de condensar en pocas imágenes la esencia del conflicto dramático -o cómico- de una película, la grisura moral a la que hacíamos referencia parece impregnar cada plano de El factor humano (The Human Factor, MGM, 1979). Transcrita por el checo Tom Stoppard (1937), responsable de la escritura de, por ejemplo, las no menos emotivas, en confluencias históricas alambicadas, El imperio del sol (Empire of the Sun, Steven Spielberg, 1987), La Casa Rusia (The Russia House, Fred Schepisi, 1990) o Enigma (Íd., Michael Apted, 2001).

Imbuido en su rutina, también en lo que respecta a su trayecto diario, el funcionario Maurice Castle (el eficaz Nicol Williamson), aquí más joven que su homólogo literario, pone fin a una nueva jornada laboral. Posee aspiraciones, pese a que sabe disfrazarlas bien. Por ejemplo, asegura que no me interesa la política.

La suspicacia y la sospecha forman parte de dicha rutina. Un triste baile entre la desconfianza y la engañosa confianza (la Danza de la Muerte). Un día, el brigadier Tomlinson (John Gielgud) le requiere cuando ya se iba de las instalaciones donde trabaja. Se ha producido la mencionada filtración, y ha de responder ante el coronel John Daintry, del servicio de seguridad (el estupendo Richard Attenborough). Todo apunta -sin hacer diana- a un control rutinario. La forma de hacer el interrogatorio a Castle es tan educada como hábil. Los diálogos formales contradicen, o son el contrapunto, de las acciones incógnitas.

A este encuentro se suma la posterior charla con el doctor Emmanuel Percival (el impagable Robert Morley) y sir John Hargreaves (el no menos inspirado y avieso Richard Vernon, más reconocido en la televisión), que toma como punto de partida la antedicha filtración en la sección 6-A. Un embrollo que es coronado con la visita del supervisor destinado en África, Cornelius Muller (al igual que sucede en el libro; Joop Doderer), al que Castle conoce de tiempo atrás, y que se amplía con la presencia del librero, señor Halliday (Paul Curran).

Me encanta el ambiente de barrio y suburbio de toda la puesta en escena de Otto Preminger (en exteriores y, sobre todo, interiores: las viviendas de los protagonistas). Esta se nos muestra despojada, incluso desordenada, como si la cámara se hubiera abatido sobre la vida de los personajes sin previo aviso, de forma artera y sorpresiva. Nada hay de glamuroso, como antes advertía, en consonancia con el existir de estos protagonistas. Respetando la línea temporal expuesta en la novela, se evidencia por medio de un flashback el hostigamiento de Cornelius Muller, a causa de Sarah Mancosi (Iman), una chica bantú, es decir, de color. También asistimos a los determinantes encuentros con el abogado Matthew Connolly (Tony Vogel), o con Boris, el enlace ruso (Martin Benson). Después, ya tendremos ocasión de averiguar quién es el verdadero traidor (¿a su patria? ¿a su propia causa? ...).


Como pasa con los libros que Maurice lee, El factor humano sopesa las ideas reguladoras que caen sobre los hombros del individuo. Se acerca la era de la transitoriedad y la precariedad entre los vínculos y redes humanos, en un tiempo en que los avances tecnológicos van a sufrir un tremendo desarrollo. Una amarga desilusión. Que muta como los virus. Lo cual se verá confirmado tras la caída del Muro de Berlín, el nueve de noviembre de 1989, cuando se quedaron desnortadas determinadas ideologías políticas y, en compensación, otras formas de reestructurarle la vida a la gente y de sofocar la libertad individual han venido surgiendo (como ejemplo, el sometimiento de las lenguas a las arbitrarias leyes de la política en lugar de a la gramática).

Lo que queda claro es que el traidor de la novela cree cumplir con su deber (personal); que está sujeto a los condicionamientos humanos. Aunque ello signifique comprometer su situación y actuar como un encubridor. La huida que se supone es su salvación, se convierte en una condenación. Da igual que se intervengan los teléfonos o los actuales móviles, todos quedamos al arbitrio de las restricciones legislativas. Desolador, por decir algo, es el apartamento de Maurice en suelo extranjero. Como lo es su desalentadora charla con Bellamy (Frank Williams), del consulado británico. El engaño es doble. Los espías también pueden ser burlados por los espejismos ideológicos. Cuántos se caen del guindo demasiado tarde… Por eso cobra especial importancia la pregunta que Sarah le hace a Maurice cuando este se halla oculto, se supone que por un frugal espacio de tiempo. ¿Tienes algún amigo?


Escrito por Javier Comino Aguilera

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