El autocine (LXIV): Cuando los mundos chocan, de Rudolph Maté, y La conquista del espacio, de Byron Haskin

12 agosto, 2019

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Rudolph Maté (1898-1964) fue un realizador estimable y versátil. Por proporcionar un ejemplo, al comienzo de Cuando los mundos chocan (When Worlds Collide, Paramount Pictures, 1951), un sugestivo desplazamiento con la cámara cubre la inmensidad del cosmos, enlazando con un observatorio astronómico situado en el sur de África. Es una vinculación de lo grande a lo pequeño, pero no en un sentido de desvalimiento o de pequeñez, sino de conexión e infinitud.

El piloto de correos David Randall (Richard Derr) ha sido destinado a una misión verdaderamente especial. Ha de hacer entrega de un paquete que contiene los cálculos que tal vez determinen, nada menos, que el final del mundo. Con este aciago objeto se dirige del observatorio africano (es divertida la forma de justificar su retraso a causa de un ligue) hasta otro observatorio llamado Cosmos, en EEUU, donde se haya el doctor Hendron (un estupendo Larry Keating), responsable de verificar los cálculos. En cualquier caso, Randall es portador de unas previsiones que pueden resultar fatales para nuestro planeta. Cuando es consciente de ello, ha de afrontar con valentía el hecho de saberse en posesión de un secreto que afecta a todos los habitantes de la Tierra.


Filmada en tecnicolor, Cuando los mundos chocan es, sin duda, un apreciable clásico del género. Se basó en una novela que desconozco y que se publicó por entregas en 1932, antes de aparecer en forma de libro al año siguiente. Sus autores fueron Edwin Balmer (1883-1959) y Philip Wylie (1902-1971), y la adaptación corrió a cargo del veterano Sydney Boehm (1908-1990). Los decorados fueron dispuestos por los no menos competentes Hal Pereira (1905-1983) y Albert Rozaki (1912-2003), la fotografía compartida por el experto John E. Seitz (1892-1979) y Howard Greene (1895-1956), y el vestuario, siempre a punto para cualquier catástrofe, ofrendado por la insustituible Edith Head (1897-1981). La música competió al eficaz Leith Stevens (1909-1970), siendo una de esas gemas de la banda sonora, que acompañó a La guerra de los mundos (War of the Worlds, Byron Haskin, 1953), Cuando ruge la marabunta (The Naked Jungle, Byron Haskin, 1954), ésta compuesta por Daniele Amfietheatrof (1901-1983), y la correspondiente a la película que en la segunda parte de este artículo pasaré a comentar, al cuidado del no menos estupendo y sorpresivo Nathan Van Cleave (1910-1970). Fue en una edición del excelente sello Intrada (Intrada Special 202, 2012).


El caso es que una estrella fogosa y mal intencionada llamada Bellus, y el planeta que la circunda, Zyra, se aproximan a una gran velocidad a la Tierra. El planeta visitante va a causar algunos estragos a su paso, pero la colisión frontal corresponde a dicha estrella. Lo que nos obliga a hacer trasbordo de un sistema solar a otro si queremos sobrevivir. Aunque, para cuando los gobernantes admiten el potencial desastre, ya es demasiado tarde para aquellos que han hecho oídos sordos. Tan solo un grupo de científicos y trabajadores, encabezados por el doctor Hendron y su hija Joyce (Barbara Rush), están preparados para dar el gran salto. Lo van a hacer por medio de un cohete que necesita tomar el impulso necesario valiéndose de una enorme rampa, en la que es una de las imágenes más recordadas de la película.

La colisión de la estrella gigante con la Tierra está prevista para el doce de agosto (es decir, tal día como hoy). Así que, no hay tiempo que perder, y a ello se afanan científicos, ingenieros aeroespaciales y personal cualificado, incluido el seleccionado para formar parte del pasaje.

Pero subyacen otras consideraciones atractivas, allende el envite técnico. Como puedan ser, de modo generalizado, el tiempo que nos queda de vida, las consecuencias psicológicas de una realidad como la que se expone, o el hecho de que somos unos inquilinos más a nivel cósmico (con frecuencia sin la “s”).

No hay complacencia en cuanto al destino de la Tierra. Lo que proporciona situaciones bien traídas, como la que muestra a David Randall quemando dinero para procurarse fuego, a falta de cerillas o un mechero. Pese a todo, el ser humano lo es en cualquier circunstancia, y Randall no puede evitar sentirse atraído por la joven Joyce, y viceversa. Para redondear el triángulo, está el médico y antiguo pretendiente de Joyce, Tony Drake (Peter Hansen).


De lo que no cabe ninguna duda es que, en menos de un año, todos calvos. En este sentido, son simpáticas las alusiones a la consabida coletilla del fin del mundo. Y no deja de ser curioso, a la par de irónico, que la preservación de los conocimientos científicos, en vuelo a otro planeta, arranque precisamente de este bulo profético que se demuestra cierto. La sobada expresión con la que somos amenazados cada X tiempo, se emplea para tachar de alarmistas a los científicos que advierten del peligro que se avecina. Así, en las Naciones Unidas se mofan y no hacen nada al respecto (que cada cual lo interprete como quiera). Sin embargo, en esta ocasión, a los agoreros les habría encantado no tener razón.

Como sucede en estos casos, la película va al grano. No se pierde en aburridos recovecos discursivos, como tanto ocurre hoy en día; sobresaliendo el hecho de que, quien nos da la muerte, también nos facilita una vía de escape: Bellus para morir, y Zyra para vivir. Aunque nada está garantizado, no siendo hasta el final del relato que sepamos, al tiempo que los protagonistas, de las posibilidades de vida de este planeta extraño. La probabilidad de sobrevivir depende de si Zyra resulta o no habitable. Para ello se diseña y construye un Arca de Noé del siglo XX, con capacidad final para algunas parejas de animales y cuarenta y cuatro personas. También libros.


Salvar la civilización deviene tan costoso como loable. El cohete dará cabida a los más aptos física y técnicamente, para poder así prosperar en el otro mundo. Una idea raíz retomada después por la sardónica Moonraker (Íd., Lewis Gilbert, 1979). La premisa resultaba novedosa –a falta de leer la tentadora novela- y poseía la necesaria dosis de (gozosa) angustia, definidora de la ciencia ficción. Todo lo cual es abordado con un riguroso pragmatismo científico, y una estoica y elogiable profesionalidad por parte de los intérpretes. Todos han de despedirse de lo que hasta ahora ha venido siendo su vida y del escenario que la contiene. De amigos y familiares, aunque esto la película no lo aborda de manera directa. Pero como siempre en terreno de ciencia ficción, tan interesante resulta lo que se evidencia como lo que se elude o da a entender.

Algo que justifica reacciones calculadas de pánico por parte del empresario Sydney Stanton (el curtido John Hoyt), que advierte de la reacción de los que, por fuerza y falta de previsión, han de permanecer con los pies en la Tierra. Tal y como advierte David Randall, lo desafortunado estriba en que, después de este fin del mundo, no va a volver a salir el sol.


Pero el universo es ancho. De hecho, ¿qué papel juega en todo esto la Divinidad? Las especulaciones están abiertas. Como de costumbre, y salutíferamente, fluctúa sobre los márgenes de las escenas la intervención o no intervención de un ser trascendente, pero que no interactúa de forma directa con sus protegidos. El hecho de sentirse útil o no a los demás, por parte de estos, tampoco es asunto baladí. Cierto es que la película no se compromete extra-religiosamente, en un sentido más allá de lo “oficial”, pero las implicaciones que subyacen en lo expuesto son bastante atrayentes.

Podemos añadir el segmento que muestra las elocuentes imágenes, escuetas pero precisas, de los devastadores efectos del paso de Zyra sobre la Tierra. O el plano del chiquillo sobre el tejado de una casa que ha sido anegada por las aguas. El huérfano Mike (Rudy Lee) ha quedado expuesto a una situación de abandono que se puede hacer extensiva al resto de los habitantes de la Tierra que, confiados en que la amenaza no es tan grave, no van a poder emprender el viaje al Nuevo Mundo. Una situación de desatención a la que el propio Randall queda expuesto, cuando parece que Drake, a los mandos de un helicóptero, no va a volver para rescatarlo. Notorio es también el montaje de la construcción del cohete que llevará a los elegidos para una gloria destinada a ellos mismos, junto al suspense del aterrizaje.

Por otra parte, y como antes señalaba, el éxito de la expedición no está asegurado. Este se desvela en los planos últimos de la película (no de la historia). En otro acierto argumental y visual, nadie observa la colisión entre planetas, salvo el espectador, porque los pasajeros han perdido la consciencia durante el despegue. Ellos se dirigen a un mundo sin tecnología, completamente virgen, estampado en una imagen conclusiva e idílica que está cargada de sugerencias, ya que advertimos dos estructuras piramidales al fondo del paisaje de Zyra.

Finalmente, sí que hay salida de sol para los supervivientes del cataclismo, pero el escenario es distinto. Al fin y al cabo, no se trataba de encontrar a nuestros seres queridos envejecidos al regreso de un viaje espacial, sino de no encontrarlos en absoluto.


No deja de llamarme la atención la facilidad que poseía el público de aquella época para rellenar las nobles carencias haciendo uso de su imaginación. Unas privaciones también argumentales: en realidad, es este un viaje donde los tripulantes y el pasaje dejan todo atrás. Hasta se podría decir que están de luto, al igual que las personas que, tristemente, han perdido a un familiar y no se pueden recuperar jamás. Para contrapesar esta sensación de infelicidad, Maté pone el foco en la bonita pareja que forman July Cummings (Rachel Ames) y Eddie Garson (James Congdon). El uno prefiere morir antes que viajar sin el otro.

Ítem más. Recientemente conmemoramos la llegada del hombre a la luna. Un largo periodo se abrió hasta alcanzar tan trascendental logro, el cual no estuvo exento de esa fantasía a la que antes aludía. Por ejemplo, a través de relatos escritos, revistas científicas, películas e ilustraciones. En las del gran Chesley Bonestell (1888-1986) podemos contemplar el anhelo antes de la conquista, la quietud del tiempo, la soledad bañada por la luz de un guardián invisible, la torrentera del pasado y las ráfagas de la esperanza; en suma, la belleza multiforme de la naturaleza. Sus contribuciones ayudaron a caldear aquel ambiente de humano interés y avances científicos.

Una estación espacial orbita sobre la Tierra. Es semejante a la de 2001: Una odisea en el espacio (2001, A Space Odissey, Stanley Kubrick, 1968), pero fue filmada años antes. Sin embargo, sin esta probablemente no habría existido la segunda. Hablamos de La conquista del espacio (Conquest of Space, Paramount Pictures, 1955), otra de las incursiones del productor y animador George Pal (1908-1980) en el terreno de la ciencia ficción-científica, tras el feliz resultado de Con destino a la luna (Destination Moon, Irving Pichel, 1950) y Cuando los mundos chocan.

Esta estación hace las veces de un puesto de observación y anclaje para otras naves cara al universo.

Como sus antecesoras, la presente película fue filmada en fulgurante tecnicolor. Estuvo dirigida por el estupendo Byron Haskin (1899-1984) y escrita por James O’Hanlon (1910-1969), tras haber intervenido en el guión los destacables Barré Lyndon (1896-1972), Philip Yordan (1914-2003) y George Worthing Yates (1901-1975), responsable de otros clásicos del género como La Tierra contra los platillos volantes (Earth vs. Flying Saucers, Fred F. Sears, 1956) o el relato que dio pie y antenas a La humanidad en peligro (Them, Gordon Douglas, 1954). En La conquista del espacio, el libro que sirvió de inspiración fue el homónimo firmado por el escritor y científico Willy Ley (1906-1969), que contó con las impagables ilustraciones del citado Bonestell, en funciones de ilustrador astronómico en la adaptación (Astronomical Art). Por desgracia, aún no ha sido publicada esta novela en español.

De la fotografía se encargó el veterano Lionel Lindon (1905-1971), y de la música, el ya mencionado Van Cleave, que proporciona pasajes de una sugestiva atmósfera vocal, en la línea –y salvando las distancias, no tan siderales- de la pieza Sirenas, contenida en los Nocturnos (Nocturnes, 1899) de Claude Debussy (1862-1918). Mención especial merece un equipo de efectos especiales encabezado por el esencial John P. Fulton (1902-1965), la cuidada edición del otras veces colaborador de Pal, Everett Douglas (1902-1967), y la dirección artística de Hal Pereira -de nuevo- y McMillan Johnson (1912-1990).


La estación espacial tiene apariencia de rueda y está sostenida por una disciplina militar, como en un barco o un submarino, levemente distendida pero con integrantes abnegados y valerosos. Por supuesto que los efectos ópticos han podido quedar obsoletos, pero no así el planteamiento o el interés humano e histórico de la propuesta. Aparte de que, particularmente en esta sección, me agrada ponerme en la piel del espectador de la época. Apenas se hace alarde de computadoras, y continúan estando de moda los musicales en el cine (o bien estos vuelven a estilarse), en tanto un noticiario exhibe imágenes de archivo en blanco y negro. Esto, o que el planeta Marte no sea como lo conocemos hoy en día, no presenta mayor relevancia; virtudes las hallamos, pongo por caso, en esos zapatos magnéticos que posibilitan mantenerse erguido en el interior de una nave.

El espacio es tu herencia, le dice el coronel Merritt (Walter Brooke) a su hijo, el capitán Barney (Eric Fleming). Barney no parece muy dispuesto a seguir la emprendedora senda de su padre, pero coyuntura obliga, en un entramado donde resultan relevantes cuestiones como a qué personas enviar al espacio. ¿Se las puede separar de sus familias? ¿Qué destino les aguarda y cómo lo afrontarán? ¿Cómo se combate la rutina y el estar lejos de casa? Por no hablar de la llamada fatiga espacial.

Byron Haskin dedica bastante “espacio” a exponer tales inconvenientes, porque la película no deja nunca de estar centrada en las tribulaciones de los seres humanos. Como las tiranteces con los funcionarios de la administración –puesta de relieve a través del diálogo- o la presencia de las comunicaciones que procuran entretenimiento, en un marco retomado en multitud de ocasiones: las cabinas individuales, la nave auxiliar o lanzadera, el vehículo de exploración, la sala de máquinas… Hasta el nombre completo del coronel, Samuel T. Merritt, tiene connotaciones con el del futuro capitán del Enterprise.


Pero el destino quiere que Merritt ascienda a general y que, de un viaje previsto a la luna, sea Marte el objetivo final de la misión. Una tierra de promisión con abundantes materias primas.

Al margen de unos molestos meteoritos, otros inconvenientes llaman a la puerta de esta expedición. Como el bloqueo de un visor externo, que hace necesarias delicadas tareas de reparación en el exterior. Eventualidad que introduce la imagen de un cuerpo que queda varado en el espacio y que resulta visible desde el interior de la nave-cohete, para desanimo de la tripulación. La travesía tampoco está exenta de la consabida tensión del mando, al punto de que la locura del espacio, enemigo invisible, se apodera de más de un personaje. No en vano, también la muerte acecha en este entorno, como comprobamos cuando asistimos al primer sacrificado en el espacio. La partida final del cohete, que despega de Marte rumbo a la estación orbital, depara otro buen momento de suspense. Una vez colonizado el planeta, es acertada la circunstancia de que no parece haber agua sobre su superficie. Excepto por un medio natural muy ingenioso que no desvelaré.

Las tripulaciones son, además, multirraciales. Idea retomada años después por Gene Roddenberry (1921-1991) para su Star Trek (Íd., 1966-1969), y que incluye la figura de un médico. En esta tripulación se esbozan algunos personajes-tipo, como el gracioso y chico de barrio Jackie Siegle (Phil Foster), el ecuánime y sensible sargento André (Ross Martin), el eficiente y reflexivo sargento Imoto (Benson Fong), o el estricto sargento instructor Mahoney (Mickey Shaughnessy). Planos arriesgados oxigenan la aventura, como el traslado espacial del tripulante indispuesto Roy Cooper (William Redfield), o las imágenes elaboradas que presentan a los astronautas en el firmamento, interactuando sobre un fondo de planetas y naves.


Los de estas embarcaciones son escenarios prácticamente minimalistas, en consonancia con los alimentos liofilizados que han de consumir los aguerridos protagonistas y que, pese a todo, ¡no excluyen un buen pollo asado! Un detalle que me encanta se refiere al momento en que el joven grupo de oficiales entra en el salón comedor, en una fila que pasa a distribuirse de otra manera a la hora de sentarse a la mesa: cada uno de ellos tiene su lugar asignado. La camaradería vence la asepsia.

Huelga decir que, sin estos pequeños grandes pasos en la historia del cine, no existirían las películas que hemos ido conociendo después. Ya existe en La conquista del espacio un leve baile de naves espaciales, el ataque de los meteoritos o las salidas de los astronautas al exterior inclemente, para ejercer tareas de reparación o recibir a un nuevo miembro del equipo, como el ingeniero George Fenton (William Hopper; ¡posible descendiente del músico!). También la gélida ingravidez de un cuerpo flotando en el espacio.

Por todo ello, debemos un profundo respeto a los artífices de Cuando los mundos chocan y La conquista del espacio, por citar las que hoy nos ocupan. No solo por haber avanzado técnicamente, colocando su granito de arena lunar o marciano en la escalera multicolor de la ciencia ficción, sino por haber tomado la imaginación como soporte sustancial de sus edificaciones cinematográficas.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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