El árbol del ahorcado y otros relatos de la frontera, de Dorothy M. Johnson, y adaptación de Delmer Daves

02 agosto, 2019

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Antes de proceder con las estupendas narraciones contenidas en la recopilación El árbol del ahorcado y otros relatos de la frontera (The Hanging Tree, 1957; Valdemar Frontera, 2013), quisiera poner el acento en las tres características de la autora Dorothy M. Johnson (1905-1984), expuestas por Alfredo Lara (-) en el prólogo. Estas se refieren a la profundidad psicológica de sus personajes, la ausencia de énfasis o florituras en su prosa y la emotividad divulgadora de quien ha conocido buena parte del periodo que está retratando. Todo ello, nos conduce a una escritora que supo buscar siempre el equilibrio entre entretener al lector a la par de conmoverlo y, por qué no, sacudirlo.

Podríamos enmarcar tales historias dentro del género realista que, como ya deberíamos saber, no entiende de fronteras geográficas ni temporales. Sin embargo, en ellos también fluye la sabia del pintoresquismo costumbrista, los apuntes naturalistas e incluso la urdimbre de la comedia.

El primero de los relatos contenidos en esta selección, en la que dos cabalgan juntos, puesto que acompaña a un primer volumen ya referenciado, Indian Country (Íd. 1953; Valdemar Frontera 2011), lleva por título La hermana perdida (Lost Sister). Este hermoso cuento describe de forma dramática la reestructuración de una familia que, años atrás, quedó “desmembrada” cuando los indios raptaron a uno de sus miembros, el que ahora se reintegra, o al menos trata de hacerlo (precisamente, recuerda el argumento a la antes parafraseada Dos cabalgan juntos [Two Rode Together, 1961] del maestro John Ford [1894-1973]). Esta historia de integración con la naturaleza, más que con los seres humanos en exclusividad, está descrita desde el punto de vista de un niño de nueve años que rememora los hechos desde su madurez.

A continuación, los instintos primarios alcanzan el sentimiento amoroso en La última bravata (The Last Boast), irónico título de resonancias legendarias. Pero este sentimiento puede no comprenderse o cultivarse a tiempo, por mucho que sea innato a todas las personas, incluso si se es un forajido.

El aspecto sardónico se traslada al estupendo Bandido improvisado (I Woke Up Wicked), en el que el joven vaquero Duke Jackson se ve espoleado a formar parte de una cuadrilla de facinerosos apodada La Banda Violenta, con el fin de salir “airoso” de un atolladero “difícil de explicar a las autoridades”. Verdaderamente, el lío tiene su gracia, y el desenvolvimiento del joven dentro de la banda también. Ser un fuera de la ley es cansadísimo para los músculos faciales, constata. Al igual que en el relato anterior, las expectativas amorosas se van a ver frustradas, si bien, por causas totalmente distintas, aunque complementarias.

El hombre que conoció a Buckskin Kid (The Man Who Knew The Buckskin Kid), y nos seguimos adentrando en el terreno de la ironía, muestra un narrador omnisciente que gusta de situarse en el pasado desde la perspectiva del futuro: pero aquella noche, ninguno sabía cómo iban a acabar. El caso es que el ajado Johnny Rossum puede presumir de haber conocido durante su juventud al célebre forajido Buckskin Kid. Pero la presunción no forma parte del carácter de Rossum. Tan solo una vez, esta, relatará lo sucedido con tan celebrada figura.

Lo que llama la atención en esta y otras crónicas, es el atractivo recurso de presentar a unos personajes maduros cuando aún eran jóvenes; algo en lo que los jóvenes no suelen reparar, pensando que la lozanía es eterna. La historia concluye con una sorpresa final, aunque no sea tan contundente como la de El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance). Curiosamente, y al estilo de lo que sucedía en esta, un personaje femenino matiza el destino de dos hombres.


El ámbito de las deudas que se hace necesario pagar con los años es el mecanismo de El regalo junto a la carreta (The Gift By the Wagon). Personalmente, considero este uno de los mejores relatos contenidos en el libro (de una media que no deja de ser magnífica).

Al contrario de lo que es habitual en el resto de narraciones, en El regalo junto a la carreta, el presente se superpone al pasado, siendo esta la historia de una redención.

El mismo tratamiento temporal reaparece en Tiempo de grandeza (A Time of Greatness). Alguien que desde su madurez recuerda un episodio trascendental de su infancia y que, además, se adentra en el futuro para confirmar o refutar algunos datos. Al tiempo que imaginar a algún otro de los personajes siendo joven. En esta ocasión, un chico de diez años se ve cuidando de un anciano invidente, mítica leyenda local, a modo de Lazarillo de Tormes del oeste, aunque sin tanta crudeza.

Desde el prisma de la madurez se comprenden las cosas de distinto modo. Sobre todo, las del pasado.

El Diario de aventura (Journal of Adventure) al que se refiere el título del siguiente cuento, es el del joven de veinte años Edward Morgan. Espera la muerte. Pero ante esta, y en el entorno de la naturaleza salvaje, que parecen sinónimos, surge de improviso la salvación; algo que el personaje va a ir anotando en su diario. Por desgracia, un gran amor se quiebra en el proceso, aunque la particular fortuna de Edward Morgan no le priva de poder retomarlo, muchos años después.

¿Por qué conservamos fotografías de personas que no vemos desde hace años? ¿Por qué guardamos sus cartas y mensajes? Existen multitud de explicaciones, como las que en este momento acuden a la mente del lector, pero para la madura Charity, atesorar una carta de Duke, su segundo esposo, que sin embargo está dirigida a otra persona llamada Charley, posee la entraña de toda una vida de avatares y misterio.

Salvando las distancias, La historia de Charley (The Story of Charley) muestra algunas concomitancias con la sensacional Casablanca (Íd., Michael Curtiz, 1942), y hasta con Los puentes de Madison (Bridges of Madison County, Clint Eastwood, 1995).

En el penúltimo de los relatos, La squaw de la manta (Blanket Squaw), aclarando que el término squaw hace referencia a la denominación que recibían las acompañantes indias de algunos hombres blancos, el pasado se solapa de nuevo con el futuro (ese presente histórico de los protagonistas). Un recurso narrativo en el que Dorothy M. Johnson se manejaba como pez en el agua y para el que demostró estar especialmente dotada. Es hermoso este relato que nos retrotrae a la generosidad de una joven mujer india con objeto de infundir coraje a un muchacho blanco, aunque tal esfuerzo conlleve una renuncia.


Y al fin, El Árbol del Ahorcado (The Hanging Tree), narración larga o novela corta, recordada, sobre todo, por su adaptación cinematográfica. Pero ahora que tenemos la oportunidad de abordar el modelo literario, procedamos a establecer una comparativa, en la que ambas expresiones salen victoriosas.

Joseph Frail es un buscador de oro. Pero además es médico. Llamativa combinación. Arriba al asentamiento minero de Skull Creek (la Cala de la calavera) en compañía de su amigo Wonder Russell. Ambos son jugadores y han sido tipos de gatillo fácil. La mala fama les precede, y pronto pasa factura al segundo de ellos: la historia pertenece en exclusiva a Joseph Frail.

Ha tomado bajo su custodia, disfrazada de sumisión para conferirle equilibrio, al aspirante a villano Rune, un muchacho del que, de momento, se desconoce su verdadero nombre. El ambiente es explosivo, no solo por las cargas de dinamita, y pende como una amenaza latente. Terreno abonado para ocasionales y violentos estallidos de emoción con una masa furiosa que, normalmente, se disolvía al poco tiempo (parte I). La mecha que lo prenderá será la incorporación de un tercer personaje a las vidas de estos esforzados buscadores (no tan solo de oro).

En efecto, la joven Elizabeth Armistead va a parar al asentamiento con ínfulas de poblacho, tras haber sufrido un grave ataque en la diligencia en la que viajaba. Tras el accidente, Frail la toma bajo sus cuidados y protección.

Fotograma de la película
Johnson se vale, una vez más, de un lenguaje conciso y certero, heredero de la excelente novela negra practicada en aquellos dorados días. El malvado no lo es tanto o, al menos, no de una forma categórica o maniquea. Responde al nombre de Frenchy Plante. Ese agudo comportamiento psicológico al que nos referíamos al principio, se observa con especial simpatía en El Árbol del Ahorcado, en personajes como el del joven Rune, que de continuo nos ofrece sus anhelos y pensamientos y que, lógicamente, va a padecer un acelerado proceso de madurez. El suyo es un psiquismo más elaborado, no porque Johnson descuide al resto de personajes, sino porque el juicio elemental es lo que los acaba por distinguir. Una férrea supervivencia con esporádicos arranques de sumisión mental. Impagable resulta el retrato verbal –más que físico, tal vez por disponer de muchas caras- del predicador protestante que instiga al populacho (IX). Se trata de uno de esos sujetos que ni viven ni dejan vivir pese a predicar la paz, inmersos en la palabra literal de las Sagradas Escrituras. De forma que, aunque Frenchy es el primer instigador, no es menos cierto que el auténtico villano del relato es el poder con el que convencer a la turbamulta casi de cualquier cosa.

Por su parte, Rune pasa de una cándida aunque peligrosa propensión a la delincuencia “de leyenda”, a un despliegue consensuado de instintos básicos matizados por la razón.

La plasmación de una pesadilla al final de la V parte, es otro pasaje muy original. Y aún a riesgo de emplear una frase algo sobada, acabaré diciendo que, si es imposible escapar al pasado, no lo es, al menos, aprender a convivir con él.

Delmer Daves (1904-1977) fue un director talentoso y avezado. No se andaba por las ramas, incluso en el caso de las hiperbólicas adaptaciones de dramas al uso a los que se vio abocado en la década de los sesenta. En El Árbol del Ahorcado (The Hanging Tree, Warner Bros., 1959), uno de sus más logrados y apreciables trabajos, nada más arrancar la película y los títulos de crédito, nos muestra a un jinete que porta sobre su caballo un maletín donde se puede leer Joseph Frail M.D. (doctor en medicina). De este modo, se nos pone en antecedentes sobre el nombre del protagonista (un excelente Gary Cooper), así como su profesión.

Nos encontramos en Montana (EEUU), en el año 1873 y, como señalan los créditos, en plena Ruta del Oro. La bonita música de Max Steiner (1888-1971) acompaña a Frail hasta el asentamiento de Skull Creek, aunque antes de llegar a él, contempla el enhiesto y retorcido Árbol del Ahorcado (al igual que sucede en el libro). Es curioso constatar cómo el árbol lo observa a él, de igual modo que Frail observa al árbol. Un elegante desplazamiento lateral con la cámara recorre luego el enclave minero desde una posición dominante. También desde la elevación, tanto material como moral, se apercibe Frail de un grupo de mineros que trata de dar caza al joven ladronzuelo Rune (Ben Piazza). En otro plano de significativa carga argumental, en el que no media palabra alguna, muestra Daves el expectante y casi lúbrico rostro del artero Frenchy Plante (Karl Malden), que espera el momento adecuado de disparar al muchacho que ha osado profanar su extracción. Me gusta matar serpientes, especificará más tarde, refiriéndose a los ofidios, pero abriendo el abanico de posibilidades.


Otro gesto que define bien al personaje central, de nuevo sin palabras, es el plano que lo encuadra arrojando al vacío la bala que le acaba de extraer a Rune, y que simboliza la dependencia o “contrato” con el médico. Lo que en la novela se expresa por medio del lenguaje verbal, aquí se resuelve de forma eminentemente visual, en lo que es una modélica adaptación a cargo de Delmer Daves y sus guionistas Wendell Mayes (1918-1992) y Halsted Welles (1906-1990).

A diferencia de lo que sucede en el libro, el predicador (George C. Scott) aparece desde el principio, y desde ese momento se muestra contra el médico más que contra Elizabeth (Maria Schell); en la película, personaje que procede de Suecia. Pero estas alteraciones no entorpecen el sentido del original; al contrario, lo refuerzan. Que este fanático predicador tenga capacidades como sanador, tal y como asegura, no se especifica acertadamente. Y además, Joseph Frail conoce al individuo en cuestión. A ello podemos sumar algunas escenas inéditas en la novela, como la primera partida de cartas, en la que Frail está a punto de sucumbir a su pasado violento. También el hecho de que sea Elizabeth la que propicia el acuerdo de trabajo con Frenchy, o la posterior charla entre el tendero Tom Flaunce (Karl Swenson) y Rune, junto al fuego, lo que agiliza la comprensión del chico respecto al personaje del médico. El secreto del pasado que atañe a Joe también es distinto, pero equivalente (algo más noble para el personaje fílmico).

Existen otros planos de las características ya referidas, es decir, emplazados en las alturas. Por ejemplo, el asalto a la diligencia en la que viaja Elizabeth, resuelta por Daves con la incorporación casi impresionista de algunos planos cortos en el montaje de la escena.


El núcleo central del original permanece invariable, y es la escalonada relación entre Joseph y Rune (del que, finalmente, conocemos su verdadero nombre). El resto de variaciones, como digo, no alteran el concepto, aunque resulta interesante constatarlas. Así ocurre con el hecho de que, en la película, sean Frenchy, Rune y Elizabeth quienes encuentren el oro (verdaderamente lo hace Rune, mientras que en la novela el honor corresponde a Frenchy).

Por otra parte, el título propuesto por Dorothy M. Johnson pende como una soga a lo largo de todo el relato: sabemos que el Árbol del Ahorcado domina el paisaje y que está aguardando, pero no a quién ni cuándo. Tras una larga jornada de borrachera en el campamento, acontecen los últimos acontecimientos (en el libro no media tal celebración). La muerte encuentra distinto cadáver en la película, pero el resultado es el mismo, hacer frente a la soga y al azote del puritanismo salvaje. Esto hace que el color predominante en este campamento de buscadores sea en todo momento el gris más que el dorado.



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