Si en la actualidad cada vez que se excava en una ciudad con el propósito de edificar emergen los vestigios de pasadas civilizaciones, de vidas, ¿qué otros misterios pueden ocultarse bajo una localidad o metrópoli? Este es el punto de partida de la estupenda nouvelle de Emilio Carrere (1881-1947; mi edición es de Valdemar. Club Diógenes, 1998), que tan atinadamente fue trasladada al cine por el también estupendo Edgar Neville (1899-1967), dramaturgo, cineasta… y, sin duda alguna, una de las figuras más creativas e interesantes del panorama cultural de su época.
La edición restaurada (en imagen más que en metraje) y acompañada por unos textos pertinentes de La torre de los siete jorobados (España Films, 1944) subsana un error typical spanish que se ha mantenido durante demasiado tiempo. El de no considerar objetivamente y sin prejuicios el talento de un autor -en este caso Neville, pero hay otros-, creador de una más que reivindicable filmografía. Por fortuna esto ya no es así, y de entre toda esa filmografía destaca La torre de los siete jorobados por su adscripción al género fantástico, que otorga a la película su cualidad de rara avis, anexa a su calidad como producto cinematográfico.
La edición restaurada (en imagen más que en metraje) y acompañada por unos textos pertinentes de La torre de los siete jorobados (España Films, 1944) subsana un error typical spanish que se ha mantenido durante demasiado tiempo. El de no considerar objetivamente y sin prejuicios el talento de un autor -en este caso Neville, pero hay otros-, creador de una más que reivindicable filmografía. Por fortuna esto ya no es así, y de entre toda esa filmografía destaca La torre de los siete jorobados por su adscripción al género fantástico, que otorga a la película su cualidad de rara avis, anexa a su calidad como producto cinematográfico.
Buenos momentos lo rubrican, como ese travelling de acercamiento al espejo del casino en que se encuentra Basilio Beltrán (un estupendo Antonio Casal), y por el que se asoma al otro lado el finado don Robinsón de Mantua (un Félix de Pomés de fabulosa presencia). Don Robinsón siente que su tarea entre los vivos no ha concluido como debiera,y decide solicitar la ayuda del atolondrado y romanticón Basilio para que le ayude a velar por la seguridad de su pupila Inés (Isabel de Pomés), ahora desprotegida contra ciertos “desaprensivos”.
La conexión entre don Robinson y Basilio viene dada por la singular capacidad de percepción del joven, especialmente “sensible a las conversaciones ultra terrenas”, es decir, más predispuesto que los demás a aquello que de ordinario no perciben los sentidos y a la propia imaginación (como realmente solicita un género como el fantástico).
La peripecia de Basilio por las calles y el subsuelo de Madrid comienza con un marcado tono costumbrista que acaba desembocando en la plaza de lo fantástico. Pero incluso en el ámbito más popular y pinturero hay lugar para lo peculiar, como sucede con la tonada cantada en el referido cabaret, que tiene como tema la superstición.
Así, los títeres, el organillo, el sereno y la chiquillería de un Madrid castizo transmutado en escenario idóneo donde se oculta el misterio, conviven con ese sugerente jeroglífico asirio que trataba de descifrar don Robinsón, y, naturalmente, con el asombroso descubrimiento, al mismo tiempo que lo hace el espectador, de toda una ciudad subterránea fundada por los antiguos judíos, y habitada ahora por unos inquietantes jorobados; una camarilla liderada por al doctor Sabatino (Guillermo Marín), que, además, se ejercita en el uso de la hipnosis.
Sin ambages, La torre de los siete jorobados es una de las cimas –en general- del género fantástico. Su decurso sigue fielmente al de la novela y su escenografía resulta inolvidable.
En definitiva, deseamos que se siga comercializando el resto de la obra de Edgar Neville que aún no ha sido convenientemente editada. Solo de esta forma podrá el español ser una lengua de cultura además de una lengua de comunicación.
Escrito por Javier C. Aguilera
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