Clásicos Inolvidables (LVI): El Llano en llamas, de Juan Rulfo

20 octubre, 2014

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Retornar a la lectura de Juan Rulfo es siempre volver al consuelo de comprender nuestra propia soledad. El autor mejicano, que nos dejó una obra tan escasa como preciada, con Pedro Páramo (1955) como buque insignia, también se dedicó a la escritura de cuentos, de narraciones breves, pero selectas, que fueron viendo la luz en diferentes revistas hasta ser recopiladas por el Fondo de Cultura Económica en un volumen que tuvo como título El Llano en llamas (1953), el mismo que uno de los relatos que contenía. Su formación, de dieciséis narraciones, se completó en la segunda edición, de 1970, tras la inclusión de dos relatos más.

En estos escritos breves, Rulfo recrea un mundo que, aunque detallado de manera independiente en cada uno de los relatos, tiene una uniformidad única, un mismo cosmos, y el sello de un autor que da las pinceladas de lo que finalmente será su obra maestra, Pedro Páramo. El ambiente rural es el protagonista, invadido por el desánimo, la tristeza y el rumbo hacia lo desconocido de estos personajes, íntimamente relacionados con la muerte, incluyendo la falta de producción de una tierra árida. Sus habitantes solo pueden mostrar su pesar, sabiéndose peones de su tiempo.

Juan Rulfo
"[...] sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierra y como que quieren decir algo; pero no se oye nada" (Es que somos muy pobres, pág. 53)

Rulfo enlaza así el desánimo que subyacía en un país tras una revolución sin un éxito real con la modernización de un mundo que se siente ajeno. En estos pueblos que el autor retrata todo tiende a permanecer, rechazándose las decisiones del gobierno (Nos han dado la tierra, sobre la Reforma Agraria) al igual que se observan con desilusión los movimientos guerrilleros de distintos bandos, una referencia a la revolución de la que ya no se hablaba cuando se publicó la obra, pero que seguía en el pensamiento de todos los mejicanos. A fin de cuentas, la sangre de los caídos seguía en la tierra o los huesos reposaban en las cárceles, y todo parecía haber pasado sin un auténtico cambio (El Llano en llamas, en este caso un retrato de la Guerra Cristera a partir de uno de sus miembros).

Por otra parte, el tiempo permanece suspendido, pese a que hay relatos donde se dan algún dato concreto del transcurso temporal, como sucede en Talpa, en la mayoría de ocasiones serán menciones vagas, unidas a cierto letargo que proporcionan las voces que narran. En Luvina, el personaje que habla no sabe decir cuántos años estuvo en el pueblo, aunque llegue a decir "quince años", pesará más en el relato la conclusión de que fue "una eternidad". El tiempo resultará así relativo al pesar de los personajes. En ¡Diles que no me maten! se produce la sensación de una gran cantidad de años perdidos en una fuga continua, con un baile de cifras concretas, pero siempre manteniendo el sentido de que ha sido mucho tiempo.

Fotografía de Juan Rulfo
"Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio" (Luvina, pág. 120)

El otro rasgo predominante, y que fue también de gran relevancia en Pedro Páramo, será la voz narradora, en la mayoría de ocasiones la voz de un personaje que describe o cuenta alguna historia vivida por él mismo en un monólogo interior, o bien un diálogo, normalmente monopolizado por alguno de los personajes, como sucede en Luvina. Sus identidades no suelen ser relevantes e, incluso, hay relatos en los que ni siquiera se nos contarán, pero siempre serán pieza clave en la narración, como aquellas descripciones en monólogo interior que proyectan su pesimismo al lugar descrito, transmitiendo ese pesar a la tierra, normalmente retratada como estéril y mortífera. En este último sentido, resultan especialmente ejemplares los casos de Nos han dado la tierra o Luvina.

Hay en esta obra, como en Pedro Páramo, una sensación de pesimismo y estado gris de las cosas que, sin embargo, no resultan ajenos al lector, pues todos hemos sentido a nuestro alrededor la desgracia. Lo peculiar reside, sin duda, en la naturalidad con que Rulfo se acerca a este estado de ánimo y, sobre todo, a la muerte, quizás derivado de la relación que mantienen los mejicanos con este estado, diferente al trato de otras comunidades. En Luvina se nos muestra a un pueblo que parece muerto en vida, incluso el personaje que describe el lugar prefiere encerrarse en ese recuerdo que oír a los niños cercanos, a los que no duda en rechazar o alejar del local.

Abierto (Fotografía de LJ)
"He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier momento me matarían." (¡Diles que no me maten!, pág. 110)

También en No oyes ladrar los perros se observa un diálogo, que es realmente un monólogo, de un padre a su hijo moribundo, donde podemos ver la fuerza de los lazos familiares, de la misma forma que se recrimina esa falta de ayuda paterno-filial en Paso del Norte, crítica, por otra parte, de la búsqueda frustrada por las autoridades de un futuro mejor en Estados Unidos... ¡a base de balazos! Talpa, ¡Diles que no me maten!, La noche que lo dejaron solo y La herencia de Matilde Arcángel también unen familia y muerte, con el telón del fondo de una esperanza fútil, una venganza, la guerrilla o las rencillas familiares.

Por otra parte, destaca la falta de arrepentimiento en varios personajes, que ven con naturalidad el hecho de haber arrebatado una vida (La Cuesta de las Comadres, La herencia de Matilde Arcángel o Anacleto Morales sirven de ejemplo), frente al trabajado debate interno que Rulfo realiza en El hombre.

Fotografía de Juan Rulfo
"De este modo se nos fue acabando la tierra. Casi no nos quedaba ya ni el pedazo que pudiéramos necesitar para que nos enterraran." (El Llano en llamas, pág. 102)

La pobreza que obligó a la población al éxodo rural permite vislumbrar ese pesimismo del escritor que observa la decadencia de los pueblos, casi fantasmales, que él conoció. Esa misma decadencia que sus relatos postulan dentro de un mundo basado en la tradición, aunque esa tradición se haya construido a base de mentiras, muertes y crímenes, y nadie, mucho menos el gobierno, es capaz de alterarla. El día del derrumbe une precisamente la pobreza con la incapacidad de los gobernantes, figuras que deslumbran con sus palabras al populacho, pero les supone un coste más al de sus pérdidas por el terremoto, al igual que en Anacleto Morones, último relato de la recopilación, se nos muestra el turbio mundo de los santones y de la falsa castidad de sus beatas.

El Llano en llamas resulta al final un título adecuado: un espacio con personalidad que parece arder de forma permanente, en un tiempo fijo. No hay mejor descripción para el mundo que Rulfo retrata, microcosmos que componen los árboles de un gran bosque, donde sus personajes resultan tan humanos como inhumanos, porque la realidad no acierta siempre con el ideal. Exquisito volumen que completa la experiencia de Pedro Páramo y viene a mostrarnos el cuidado que tuvo Rulfo de dejarnos en herencia sus mejores palabras.



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