Cartel del film |
Esto es lo que propone una de las más hermosas películas de la década de los ochenta, y en particular de Francis Ford Coppola (Detroit, 1939, que aquí firmó sin el Ford de en medio, ¿modestia artesanal?), Peggy Sue se casó (Peggy Sue got married, Rastar / Columbia-Tri Star, 1986), solventado por la mayoría de críticos sesudos como el típico trabajo alimenticio de un cineasta en crisis, para colmo incorporado cuando la preproducción ya había finalizado.
Con respecto a esto, conviene recordar que un trabajo que en principio no parezca estar en sintonía con los intereses “autorales” de un realizador, bien puede acabar estándolo, porque el realizador en cuestión haga suya la historia, o porque se sienta identificado con el material “de encargo” que le presentan (¿qué son, sino encargos, muchas de las sinfonías y óperas de Mozart?). Por fortuna, la mayoría de críticos de hoy no se muestran tan quisquillosos y formulistas, razón por la cual se ha venido incrementando la consideración crítica hacia este título, que a fuerza de no pretender ser una “obra-maestra-sin-parangón-del-séptimo-arte”, acaba convirtiéndose en una muy buena película (por supuesto que el público ya sabía esto muchísimo antes).
Con Peggy Sue se casó, película a la que da título una canción de Buddy Holly, Coppola pudo además solventar buena parte de sus deudas. Concretamente, después de poner en imágenes la popular fábula Rip Van Winkle de Washington Irving, propuesta de la actriz Shelley Duvall (otro encargo) para su Teatro de Cuentos de Hadas (Faerie Tale Theatre, 1985), el realizador de El Padrino (The godfather, 1972), acometió su decimotercer largometraje. Para ello contó, como era su costumbre, con el diseño de producción de Dean Tavoularis, más la fotografía de Jordan Croneweth (responsable de Blade Runner, Ridley Scott, 1982), y la siempre inspirada y etérea música del gran John Barry.
En esta ocasión, un sencillo y bello relato en el que la protagonista, dueña –se dice- de un negocio de repostería y cuyo matrimonio comienza a ser un fracaso, constata en persona como el mundo adulto llega con demasiada rapidez y que, pese a lo que uno cree de joven, a esa edad no se sabe todo.
Peggy Sue acude acompañada de su hija a una reunión de antiguos alumnos. Los recuerdos se agolpan, de hecho, se hallan presentes literalmente, aunque la visión, ya en plena década de los ochenta, parece más desencantada (las drogas son algo común), como corrobora la propia Peggy al hablar de su inminente ruptura: “acabamos culpándonos de todo lo que perdimos”. Un comentario premonitorio al que podría sumarse el consabido tópico de “si llego a saber lo que sé ahora”.
Pues bien, Peggy Sue tendrá la oportunidad única de retroceder al pasado, física o mentalmente, para poder avanzar con su vida (en este sentido, el viaje de Peggy es el opuesto al del buen Rip Van Winkle, que despertaba en el futuro). En ese pasado, “sabiendo lo que sabe ahora”, tratará de enmendar algunos errores y por supuesto, reencontrarse con sus seres más queridos.
En cuanto a lo primero, Peggy ha de enfrentarse a la obstinada aspiración de su futuro marido, Charlie (Nicolas Cage), de dedicarse a la música (como sabemos por el inicio del relato, habrá de “resignarse” a la televisión). Pero también habrá tiempo para entablar una amistad, que prácticamente no existió, con otro compañero, Richard (Barry Miller). Y en cuanto a lo segundo, el salto temporal traslada a Peggy hasta 1960. El reencuentro con sus padres y abuelos, éstos últimos ya desaparecidos en el presente, e interpretados respectivamente por Don Murray, Barbara Harris, Leon Ames y Maureen O’Sullivan, constituye uno de los momentos más emotivos del relato. Mención especial a John Carradine, que interviene brevemente como el gran maestre de una logia.
Además de su amistad con Richard, destaca el acercamiento de Peggy al “desclasado” Michael (Kevin J. O’Connor), otro “chico de la moto”, de estilo beatnick, que le proporciona la posibilidad, siquiera por una noche, de bifurcar su destino, de poder tomar otra ruta.
Finalmente, no estamos seguros de si Peggy ha cambiado algo de la Historia con mayúsculas. Por lo que sabemos, sus intervenciones en el pasado bien podrían ser causa del curso natural de la misma; ahora bien, de la historia en minúsculas, el libro dedicado que recibe al final del viaje parece indicar que sí que ha sucedido algo realmente.
El instituto, ídolos juveniles, inesperadas charlas madre e hija, las reuniones de chicas, el automóvil como lugar de encuentro romántico (y escenario de una de las situaciones más cómicas), canciones y programas de televisión de época, lecturas eternas, nuestro antiguo dormitorio… cosas que desaparecieron junto a otras que parecen no haber cambiado. En suma, frente a los recuerdos más generales, que todos solemos conservar, reaparecen todos aquellos detalles hace tiempo olvidados, o arrinconados por la selectiva memoria.
Una palabra a tiempo o una conversación pospuesta, realmente pueden alterar el propio destino. Un destino que, pese al libre albedrío, parece estar trazado. Francis Coppola lo ilustra visualmente: el mismo movimiento, de avance hacia un espejo al inicio de la historia, se repite en sentido inverso, partiendo de otro espejo, concluyendo cíclicamente el relato.
Como curiosidad, y siguiendo con este “juego de espejos”, entre las lecturas “eternas” que señalábamos, se cita en Peggy Sue el clásico El gran Gatsby de Scott Fitzgerald (comentado por nuestro compañero Luis en este blog), de cuya adaptación para la, pese a todo, no tan desdeñable versión de Jack Clayton en 1974, se encargó Francis Ford Coppola precisamente.
Escrito por Javier C. Aguilera
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