En los mares del sur, de Robert Louis Stevenson

07 septiembre, 2013

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Robert Louis Stevenson
Mi tarea es la de comunicar algo del sentido de esta seducción a los viajeros…

La seducción a la que se refiere el escritor escocés Robert Louis Stevenson (1850-1894), al inicio de su libro de viajes En los Mares del Sur (1893), es la que proporciona un lugar incomparable, pero también es la de la aventura misma, la de esa fuerza oculta que ha impelido a determinadas personas a abandonar su entorno más inmediato a lo largo de la historia. Procedente de una familia de raíces calvinistas, Stevenson adquirió una educación tardía debido a su precario estado de salud, que no muy a la larga le pasó factura, pero que no le impidió, ya como adulto, abordar las exploraciones que constituyeron “el sainete de mi vida”. Por ejemplo, una temporada en solitario en Las Hébridas escocesas (1873), el “salvaje oeste” de la California de 1883 (Los colonos de Silverado, 1885), o el Parque Nacional de las Cevenas en Francia (Viajes con un burro, 1879); poniendo finalmente rumbo a las Islas Marquesas en junio de 1888.

La edición de Valdemar/Avatares y Valdemar/Club Diógenes (bolsillo), prescinde del calificativo “Cuentos o Relatos (de los Mares del Sur)”, al entender, supongo, que se trata de una obra autobiográfica del género “viajes”, como apuntábamos antes, y no de un trabajo de ficción. El caso es que Stevenson emprende un periplo que le llevará por Poamutu, Tahití, Hawai, las Gilbert, Samoa y finalmente Upolu. El que fue llamado por los nativos Tusitala, “el narrador de cuentos”, halló a su vez en estos lugares no completamente explorados, aunque en su mayoría colonizados por diversos países, un material autóctono que ofrecer al lector. Ese lector que tras su rutina, soñaba con lugares exóticos junto a la chimenea. “Aquí –escribe Stevenson-, todos son narradores y oyentes de cuentos”.

Gamas de colores inauditos, colosales figuras de la naturaleza, lugares atemporales, alejados de la Historia del Hombre, imprevistos medios de comunicación, una estoica asunción de la muerte, acompañada de diversos ritos funerarios, y hasta apariciones espectrales, son elementos consustanciales a las Islas de los Mares del Sur, que Stevenson presenta al lector.

El autor no escamotea ningún detalle o impresión, desde ex caníbales reconvertidos en símbolos de la nueva autoridad europea, a ciertas hermandades con fines siniestros, comerciantes de alcohol arrepentidos, reyezuelos coleccionistas de objetos, el opio, mujeres médiums, voluntariosos misioneros junto a misioneros menos piadosos -por los primeros, Stevenson muestra su respeto en todo momento, indicando el meritorio trabajo que desempeñan a nivel humano-, los niños de las Islas… Todo esto encuentra y describe Stevenson en sus Mares del Sur. Pero su actitud allí no es solo la de un visitante al uso, también se vuelve activo cuando la situación lo aconseja.

Mediante vívidas exposiciones y colorista atención al detalle, Stevenson se recrea en las vidas y vistas que le salen al encuentro. Una riqueza de metáforas y adjetivación al servicio artístico de la descripción, casi exobiológica, de plantas y árboles (de caucho, de goma, hasta de cera), que casi hacen pensar en un paisaje extrasolar.

En cuanto a los nativos, según el escritor, muchos de ellos tienen la curiosa costumbre de comerse la consonante media polinesia con el mismo entusiasmo que a los gorrones incautos y molestos. Hasta hace bien poco, una guerra de exterminio solo equiparable a la que sostienen contra la letra “l” (“Haciendo amigos”). Señala igualmente el autor, otros aspectos de carácter histórico de las recientemente colonizadas y “civilizadas” islas, como la importancia del distrito de Kona para el posterior desarrollo cultural de las Hawai. Incluso apunta al fenómeno, entonces embrionario, de las primeras islas “privadas”, caso de Apemana (moda a la que se han adscrito hasta cantantes).

Pero como decíamos, el escritor también se muestra atento a la idiosincrasia indígena, anotando incluso cierta propensión a la depresión y la melancolía, que también afectan a determinados grupos étnicos (resulta oportuna, además de simpática, la referencia al Tartufo de Molière; en “Despoblación”).

Y es que, cada cambio, por nimio que parezca, no carece de significación e importancia. De hecho, en los Mares del Sur, el tiempo parece tener otro valor.

Polinesia

Recoge además Stevenson una bella costumbre, la práctica de marcar y medir por medio de regalos, tanto sucesos como sentimientos. Un “gesto universal en el mundo de las Islas”. Y por supuesto, el empleo del “tabú”, por ejemplo, aplicado a un determinado fruto o a una persona.

Frente al oprobio de los “civilizados aventureros”, que no siempre se distinguen por su conducta ética, sino más bien etílica, nos encontramos con otro tipo de divertidas experiencias vividas –o sufridas- por Stevenson, a las que podríamos denominar El caso del intérprete no deseado o La estrambótica experiencia del cocinero supersticioso (partes cuarta y quinta, respectivamente), junto a favoritas de armas tomar, o la celebración de un matrimonio, “santificado” ¡sobre la edición “pirata” de una de las obras del propio autor! (Marido y Mujer).

En este sentido jocoso-grave, el retrato del rey cantante de Apemana no tiene desperdicio (parte quinta), sin olvidar el coñac de coco, la ensalada de coco y la sopa de coco, junto al vino de palma, la copra y el ridi (este último, un tipo de atuendo, ¡con derecho a veto!).


Como asegura el autor de La flecha negra (1888), El señor de Ballantrae (1889), La isla del tesoro (1883) o El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886), la emoción de una imagen narrada no nos afecta tanto como su contemplación. Es cierto, pero mérito suyo es haber sabido, con su poder evocativo de la realidad, mostrarnos las imágenes de ese mundo ajeno como si las estuviéramos viendo, oliendo o escuchando.

Es En los Mares del Sur un relato de aventuras, y hasta de terror, donde, en la línea de Burke, los peligros se agazapan tras lo bello; por ejemplo, tras un avieso pez venenoso. Y es que Stevenson sí que se nos muestra como pez en el agua, imbuyendo al lector en un mundo tan cercano como lejano. Un mundo donde averiguar a quién diablos pertenece una casa en alquiler adquiere los rasgos de una gesta.



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