En la estela de los grandes documentalistas Robert Flaherty, Peter Watkins y Chris Marker, o del propio Renoir, y precediendo a otros autores como Ron Fricke y su trabajo para Koyaanisqatsi (1982), Baraka (1992) y Samsara (2011), el oficial de la armada francesa y explorador submarino (y descubridor de los restos del Britannic en 1975) Jacques-Yves Cousteau (1910-1997), en colaboración con el cineasta Louis Malle (1932-1995), realizaron la película documental El mundo del silencio (1955), Palma de Oro del Festival Internacional de Cine de Cannes.
Tanto para Cousteau (más supervisor que realizador de sus documentales) como para Malle, se trataba de su primera experiencia “cinematográfica”. El resultado es una viva sinfonía de colores que narra la vida en el mítico Calypso, junto con los peligros de la descompresión o la “borrachera de las profundidades”, el acompañamiento de los amistosos delfines o de seres de pesadilla, la visita a una isla (casi) desierta, la formación de un mar embravecido y los momentos de espera y relax a bordo del barco científico (sin olvidar los atracones de langostas, ¡parece que inevitables!).
Curiosamente, tampoco otros aspectos que nos pudieran parecer crueles a día de hoy son obviados. El entorno marino es demasiado poderoso a la par de hermoso e implacable, y contagia a todas las especies.
Pero la intención es mostrar la fascinación de muchos de los recovecos del océano que, como los del propio barco, salen a la superficie, o mejor ven la luz, desde el momento en que los submarinistas del Calypso descienden a las profundidades, bañándolas con la luminosidad de sus antorchas. El mundo del silencio es un eslabón primordial dentro de una dilatada carrera encaminada a fascinar a los espectadores comunes, con la magia de ese “otro mundo que está en este”.
Una banda sonora entre clásica y expresionista, muy de la época, acompaña a los submarinistas sobre y bajo las aguas, y muy especialmente, durante el tenebroso recorrido por un pecio, que nos recuerda que nada nos pertenece. La imagen de una bota carcomida resulta desoladora, pero de algún modo, se trata de una bella imagen, de un símbolo del paso del tiempo.
Los aspectos cinematográficos de un documental siempre fueron importantes desde el primordial Nanook, el esquimal (Nanook of the North, 1922) de Flaherty. En El mundo del silencio pasamos del plano general al subjetivo, con cámaras construidas al efecto, capaces de navegar incluso entre las “capas difusoras misteriosas”.
Los avances mecánicos y tecnológicos resultan fascinantes en la exploración submarina. Aunque a diferencia de lo que algunos creen, resultan trascendentales solo como excelentes instrumentos de trabajo. De ese modo, a bordo del Calypso parece claro que, pese a todo, ningún instrumento puede sustituir al hombre. No en vano, los excesos de la mecanización siempre fueron una preocupación para el comandante Cousteau.
Por su parte, Calcuta (1969) es, junto a la serie documental La India fantasma (1969), uno de los reportajes más prestigiosos de Louis Malle, ya en solitario. Según se asegura al comienzo del mismo, el realizador quiso reencontrarse con la realidad, apartarse del cine de autor (que tantos estragos causó en la época, para bien y para mal) para, según sus propias palabras, establecer un puente entre la realidad y el espectador.
La captación de varios de los momentos de una ciudad (cuya “visualización” arranca en febrero del 68), en instantes concretos pero determinados por el azar de estar ahí, congela dichos momentos gracias al poder vampirizador de la imagen cinematográfica y el empleo de un sonido ambiente, como forma exclusiva de banda sonora. Se persigue la quintaesencia de un neorrealismo absoluto: la plasmación de los hechos tal cuales son, a través de un testimonio que no juzga, salvo mostrando.
Así, solo cuenta el poder individual de la imagen, la sugestión de lo mostrado sin artificios: la magia del cine mudo. Y el exotismo ambivalente de una parte de la realidad, ignorada por la mayoría. Una simbiosis límite entre la naturalidad de lo feo y lo hermoso.
Louis Malle transmite toda la desgarrada fascinación y la consternación de presenciar (de nuevo) otro mundo, simbolizado por un continuo río humano, ya sea en el agua, el asfalto o sobre ruedas. Un río que, finalmente, acabará “ahogando” la narración hasta su último plano, no permitiendo ni una imagen final de respiro, a modo de inexistente cese de una historia sin aparente solución.
Los protagonistas de Calcuta son los involuntarios actores de un mundo anquilosado. De una India desvencijada pero sonriente, de bizarros colores pero lóbrega, de ritos bajo una luz inigualable, de religiosas y ermitaños, de cerrazones foráneas y vernáculas. Y de miradas, muchas miradas… devueltas al espectador. Imágenes de una India radicalizada que aún no creía en sí misma.
Jacques Cousteau y Louis Malle |
Tanto para Cousteau (más supervisor que realizador de sus documentales) como para Malle, se trataba de su primera experiencia “cinematográfica”. El resultado es una viva sinfonía de colores que narra la vida en el mítico Calypso, junto con los peligros de la descompresión o la “borrachera de las profundidades”, el acompañamiento de los amistosos delfines o de seres de pesadilla, la visita a una isla (casi) desierta, la formación de un mar embravecido y los momentos de espera y relax a bordo del barco científico (sin olvidar los atracones de langostas, ¡parece que inevitables!).
Curiosamente, tampoco otros aspectos que nos pudieran parecer crueles a día de hoy son obviados. El entorno marino es demasiado poderoso a la par de hermoso e implacable, y contagia a todas las especies.
Pero la intención es mostrar la fascinación de muchos de los recovecos del océano que, como los del propio barco, salen a la superficie, o mejor ven la luz, desde el momento en que los submarinistas del Calypso descienden a las profundidades, bañándolas con la luminosidad de sus antorchas. El mundo del silencio es un eslabón primordial dentro de una dilatada carrera encaminada a fascinar a los espectadores comunes, con la magia de ese “otro mundo que está en este”.
Una banda sonora entre clásica y expresionista, muy de la época, acompaña a los submarinistas sobre y bajo las aguas, y muy especialmente, durante el tenebroso recorrido por un pecio, que nos recuerda que nada nos pertenece. La imagen de una bota carcomida resulta desoladora, pero de algún modo, se trata de una bella imagen, de un símbolo del paso del tiempo.
Los aspectos cinematográficos de un documental siempre fueron importantes desde el primordial Nanook, el esquimal (Nanook of the North, 1922) de Flaherty. En El mundo del silencio pasamos del plano general al subjetivo, con cámaras construidas al efecto, capaces de navegar incluso entre las “capas difusoras misteriosas”.
Los avances mecánicos y tecnológicos resultan fascinantes en la exploración submarina. Aunque a diferencia de lo que algunos creen, resultan trascendentales solo como excelentes instrumentos de trabajo. De ese modo, a bordo del Calypso parece claro que, pese a todo, ningún instrumento puede sustituir al hombre. No en vano, los excesos de la mecanización siempre fueron una preocupación para el comandante Cousteau.
Por su parte, Calcuta (1969) es, junto a la serie documental La India fantasma (1969), uno de los reportajes más prestigiosos de Louis Malle, ya en solitario. Según se asegura al comienzo del mismo, el realizador quiso reencontrarse con la realidad, apartarse del cine de autor (que tantos estragos causó en la época, para bien y para mal) para, según sus propias palabras, establecer un puente entre la realidad y el espectador.
La captación de varios de los momentos de una ciudad (cuya “visualización” arranca en febrero del 68), en instantes concretos pero determinados por el azar de estar ahí, congela dichos momentos gracias al poder vampirizador de la imagen cinematográfica y el empleo de un sonido ambiente, como forma exclusiva de banda sonora. Se persigue la quintaesencia de un neorrealismo absoluto: la plasmación de los hechos tal cuales son, a través de un testimonio que no juzga, salvo mostrando.
Así, solo cuenta el poder individual de la imagen, la sugestión de lo mostrado sin artificios: la magia del cine mudo. Y el exotismo ambivalente de una parte de la realidad, ignorada por la mayoría. Una simbiosis límite entre la naturalidad de lo feo y lo hermoso.
Louis Malle transmite toda la desgarrada fascinación y la consternación de presenciar (de nuevo) otro mundo, simbolizado por un continuo río humano, ya sea en el agua, el asfalto o sobre ruedas. Un río que, finalmente, acabará “ahogando” la narración hasta su último plano, no permitiendo ni una imagen final de respiro, a modo de inexistente cese de una historia sin aparente solución.
Los protagonistas de Calcuta son los involuntarios actores de un mundo anquilosado. De una India desvencijada pero sonriente, de bizarros colores pero lóbrega, de ritos bajo una luz inigualable, de religiosas y ermitaños, de cerrazones foráneas y vernáculas. Y de miradas, muchas miradas… devueltas al espectador. Imágenes de una India radicalizada que aún no creía en sí misma.
Escrito por Javier C. Aguilera
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