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30 abril, 2018

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Torre de la Vela, fotografía de LJ
Con una primavera desorientada, hemos pasado abril con el alivio de encontrar siempre un buen libro, una buena película o algún episodio que nos satisfaga. Por ello, nos habéis seguido acompañando con más de 13000 visitas, tanto los lectores anónimos como aquellos que nos seguís por distintas redes: Blogger, con 179, en Twitter con 617 o en nuestra página de Facebook, con 176.

Sobre todo hemos disfrutado de películas, con clásicos como la original del El planeta de los simios, obras ligeras como La familia Bèlier o nuevas incursiones en el western con El hombre de las pistolas de oro. Además, hemos viajado muy lejos con la serie Galáctica. Tampoco ha faltado nuestro repaso a una novela juvenil continuando nuestro análisis de La materia oscura con la segunda entrega: La daga.

Durante los últimos meses hemos tenido una actividad algo más baja, pero intentamos ser constantes y aumentaremos en los próximos meses. Esperamos vuestra compañía.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: Os dejamos con el trailer de una nueva película de animación, Fireworks, no tanto por recomendarla, sino también para conocer el canal de Youtube que publicita su trailer: Selecta Vision, empresa que está llevando a cabo una gran labor en el terreno del anime en España. En su canal, podéis ver simultcast gratuito, licenciado y con subtitulado oficial de series como Ataque a los titanes o los nuevos episodios de Sakura, cazadora de cartas.



"¡Hay tantas maneras de leer, y hace falta tanto talento para leer bien!"
                  - Gustave Flaubert (1821-1880)



La daga, de Philip Pullman

28 abril, 2018

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Luces del norte (1995) transmitía la sensación de ir acumulando aventuras para la pequeña Lyra sin importar demasiado el rumbo a seguir. Había ciertos pasajes que nos hacían vislumbrar algo mayor, pero como si acaso todo lo vivido por la protagonista no sirviera de forma directa a ese fin determinado al que se dirigían los libros. En cierta forma, La daga (1997) confirma estas sospechas, porque, de pronto, nos encontramos desligados de ese mundo que ha creado Pullman que no se aleja tanto del nuestro y chocamos con la realidad del multiverso, de un mundo bisagra y de una Tierra que bien podría ser la nuestra. 

Y aún con todos esos elementos, en esta más breve obra, se consigue dignificar todos los elementos que la componen sin avasallar, siendo una novela más centrada, más madura y más enfocada a un futuro inmediato. No obstante, sigue arrastrando el problema de las incógnitas que se amontonan: ¿qué nos quiere contar Pullman realmente y cuáles son sus dimensiones? ¿Por qué estas historias más o menos pequeñas pretenden estar conectadas con una guerra de dimensiones divinas?

La novela se inicia de forma trepidante con la presentación de un nuevo personaje, Will Parry. Este muchacho de doce años arrastra consigo la enfermedad de su madre, que vive aislada en su propia cabeza, la ausencia de un padre explorador y la persecución a la que es sometido por un grupo de personas misteriosas. En una de esas ocasiones, acaba con la vida de uno de estos hombres de forma accidental y, en su huida, encuentra una ventana hacia otro mundo, un lugar misterioso donde los niños se mantienen con vida mientras los adultos deben huir de los espantos, criaturas que les arrebatan la cordura... o el alma. Allí conocerá a Lyra, la portadora del aleitómetro. Ella confiará en él y llegarán al acuerdo de colaborar mutuamente, aunque sin sospechar que sus destinos ya están marcados y que son muchos quienes tratarán de impedir que logren sus metas.

Sin duda, uno de los puntos interesantes de esta novela es la incorporación de Will, que a pesar de ser un niño, otorga una trama más realista y seria que las aventuras fantásticas, pero algo infantiles de Lyra. En este nuevo personaje notamos una percepción del mundo más sombría, lo que conjuga bien como contrapunto con el idealismo tan puro y blanco de la protagonista de Luces del norte. En gran medida, la oscuridad de este segundo volumen supone una mejora con respecto a la primera historia, donde a veces escaseaba cierta madurez, perdida más por la sensación de encontrarnos ante un cuento. Aquí se han dejado atrás los largos viajes con gipcianos o los osos polares, se ha reducido en un tipo muy determinado de fantasía para potenciar elementos más enigmáticos, como la susodicha daga (objeto bastante interesante que hace buena dupla con el aleitómetro), las ventanas a otros mundos, los espantos, los ángeles o incluso la reaparición de las brujas, personajes de gran importancia que se deciden a buscar y proteger a Lyra.


Lamentablemente, de nuevo existe la sensación de que lo relevante está oculto o alejado de las aventuras que estamos leyendo. Lord Asriel vuelve a estar ausente en gran parte del relato, a pesar de que se suponía que Lyra lo perseguía. De nuevo, hay menciones a la profecía que influye a Lyra, sobre lo que casi al final de la novela se da un paso más, pero no es suficiente. La historia global avanza excesivamente despacio para la cantidad de pequeñas aventuras que sufren los personajes. Incluso en ocasiones son aventuras motivadas por acciones tontas de estos protagonistas: la forma en que se pierde el aleitómetro o no se hace uso de él pese a lo útil que resultaría, la misión que les encargan a cambio de poder recuperarlo o la permanencia de Lyra y Will en la ciudad de los niños a pesar de ser conscientes del peligro en que se encuentran. Ello sin contar lo incoherente que resulta la rapidez con la que la villana, la señora Coulter, consigue todo aquello que necesita o quiere para perseguirlos o viajar entre mundos, que contradice todo lo que sí tardan las brujas, por ejemplo, o Lee Scoresby. De este último debemos resaltar su trama, que a pesar de tener un inicio anodino, va ganando tanto en su desarrollo como en su devastador final, que se convierte en uno de los mejores y más álgidos momentos de la saga. Incluso en emotividad supera el desenlace de Roger en Luces del norte, más caótico y repentino.

En definitiva, La daga abrevia el camino tortuoso en que podría convertirse la saga si seguía encaminada el exceso de aventuras y viajes sin un fin determinado, otorgándonos además situaciones más dramáticas, un mejor entendimiento del multiverso y del telón de fondo de la historia, incluyendo un refinamiento de las críticas a la autoridad religiosa, en este caso, y varias escenas duras, pero más sentidas que las vistas en el final de Luces del norte. Sin embargo, sigue ofreciéndonos algunas aventuras originadas de forma pueril o algo tonta, algunos momentos de clímax que, en realidad, pueden resultar ridículos o cierta incoherencia en el desarrollo de los acontecimientos, especialmente entre los villanos. Se desaprovecha, por otra parte, el juego que podría haber dado el contraste entre mundos, dado que todos parecen adecuarse bastante rápido a la nueva situación. En cierta forma, La daga arrastra algunos problemas que, supongo, estarán presentes en toda la saga literaria, pero consigue sentirse más cautivadora, mejor escrita y más centrada. 




Para el sábado noche (LXIX): El hombre de las pistolas de oro, de Edward Dmytryk

26 abril, 2018

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El sheriff de Warlock, Ray Thomson (Walter Coy) es dejado solo ante el peligro. Así, El hombre de las pistolas de oro (Warlock, Fox, 1959) se inicia con un duelo en el que el representante de la ley está sentenciado de antemano. Sin embargo, Ray pierde el duelo pero no el honor o la dignidad, auténticos soportes del relato. El realizador y productor Edward Dmytryk (1908-1999) ha mostrado antes al personaje, en uno de los momentos más dramáticos de la película, contemplado su nombre inscrito en una lista con los antecesores en el cargo, caídos en el cumplimiento del deber. Desde el principio queda establecido que Warlock es un pueblo de cobardes.

Johnny Gannon (Richard Widmark) también forma parte del grupo de alborotadores que, finalmente, se decantan por el asesinato (de un indefenso barbero). Pero algo lo distingue de los demás, y es el hecho de que Gannon sabe que, igual que puedes ganar, puedes perder, y que donde no hay ley y orden, como reclaman los ciudadanos (los que se atreven), ha de haber otro quid pro quo antes o después.

Algo que no todos comprenden, como el engorroso juez Holloway (Wallace Ford), que es incapaz de aceptar que no es lo mismo atacar que defenderse, por mucho que se sigan pretendiendo equiparar ambos procederes. Total, entre que la ley forma parte de un rito sacrificial, y los ciudadanos no se atreven a tomar cartas en el asunto, el pueblo de Warlock permanece varado, a merced de los maleantes capitaneados por Abe McQuown (Tom Drake).

A pesar del clima de tensión y confusión que atenaza al pueblo, la solución apunta a un comisario a sueldo, Clay Blaisedell (Henry Fonda). De hecho, la señorita Jessie Marlow (Dolores Michaels) diagnostica bien la situación al preguntar a sus conciudadanos si esperan que el tal Blaisedell haga frente a la banda de desalmados enarbolando únicamente su fama, su mirada… o sus revólveres de oro. Forma parte de un reducido grupo que se aviene a la imposición de la ley como mal menor, aunque tal exigencia se suela revestir de connotaciones estrictamente negativas; sobre todo, teniendo en cuenta la naturaleza del ser humano (un conflicto universal, el del mal necesario, magníficamente sostenido en El hombre que mató a Liberty Valance [The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962]).


Como podemos ver, el camino hacia el orden y la disciplina no está libre de escollos e incomprensiones. El propio Blaisedell es consciente de ello cuando, en uno de los momentos más sublimes de una película que no carece de ellos, relata a Jessy la cadena de acontecimientos que les aguarda, a él y toda la población de Warlock, por haberlos vivido antes (lo que se suele llamar la voz de la experiencia).

Clay no se encuentra solo, le acompaña en su devenir casi legendario su amigo, el jugador Tom Morgan (un espléndido Anthony Quinn), que padece una severa cojera. Un alegórico impedimento, más que un defecto, aunque en la película haya quien no lo entienda así. Al igual que sus pistolas, Tom transporta de ciudad en ciudad el cartel de una casa de juegos, The French Palace. Más que esclavo del pasado, Morgan es el satisfecho portador de una vida íntima plena, que pretende sea inmutable. El ex crupier cuida con enorme celo la salvaguardia de Clay y recela de la compañía femenina.

Pero antes de que llegue la hora de las pistolas se hace necesario haber hecho cierto alarde de coraje, honestidad y resolución. Los colts son para lucirlos los domingos, especifica Clay, en el sentido de formar parte de su realidad cotidiana; como queda dicho, ambos están fabricados o bañados en oro. El primer enfrentamiento es verbal, acontece en el saloon y está servido admirablemente en sus prolegómenos. No obstante, es solo cuestión de tiempo que los asesinos conducidos por el líder McQuown vuelvan a atacar.

En tanto Clay se hace respetar, Tom Morgan y Johnny Gannon quedan al margen de dicha sociedad o vida doméstica, como la califica Tom. No en vano, ambos personajes no son invitados a una boda. Respecto a Morgan, el ser un tullido, como a su vez lo define Lily Dallas (Dorothy Malone), puede entenderse como un sinónimo de su (¿platónica?, ¿compartida?) relación con Clay. Conocer a uno es conocer al otro, reconoce Lily, la cual, resabiada contra Clay, ha efectuado muchos kilómetros para ajustarle las cuentas a este último, en nombre de su malhadado prometido.


El caso es que todos necesitan de la tarea ingrata y mal vista que desempeña el comisario a sueldo, pero una vez cumplida su misión, este es despreciado. Para Clay, la compensación resulta, con todo, bastante grande, pues consiste en su libertad de criterio y de movimientos. Pero la narración va más allá. Johnny Gannon acaba aceptando el puesto de sheriff de forma legal (o así), en tanto que Tom libra a Clay de una amenaza de muerte (un contratado por Lily).

Además, Dmytryk muestra el progresivo sinceramiento entre Johnny y Lily, y entre Clay y Jessy, una pareja tras otra. Son cuatro vidas distintamente alteradas por la violencia (pese a que defenderse no sea defenderla), que tratan de salir adelante, mientras comienzan a conocerse mutuamente, en sendos almuerzos: ese echar raíces que teme Tom.

Lo celos de este último no hacen esperar. Si no eres comisario no eres nada, le recuerda a Clay, a lo que este replica que quizá hayamos agotado todas las ciudades. Aún así, Clay reconoce que, fenecida una parte de sí mismo (Tom), siempre he vivido de esta forma; por lo que me tendré que buscar otro Morgan. Como un gesto simbólico de lo que hasta ahora ha sido su vida, Clay arroja sus famosos revólveres dorados al suelo (para abrazar la parte más convencional que le ofrece el relato: su establecimiento definitivo con Jessie). Veamos si Warlock sabe defenderse a sí misma, concluye el comisario que ha despertado a la ciudad de su agónico letargo.


Entre Tom y Clay, e incluso entre Clay y el pueblo de Warlock, queda Johnny Gannon, defensor autorizado de la ley. Ambas vertientes, oficial y oficiosa, pero siempre del bando de la legalidad, se reúnen sin intermediarios en la prisión del pueblo, para charlar y exponer sus puntos de vista, poco antes del enfrentamiento definitivo con los secuaces de McQuown. Un encuentro propiciado por la inhabilitación física que ha sufrido el redimido y voluntarioso Gannon. Con lo que, mutilada tal posibilidad de hacer justicia por segunda vez (la primera lo fue gracias a la cobardía de los propios ciudadanos), la población habrá de recurrir nuevamente a Clay (y Tom). Hasta que, al fin, recibe Gannon el apoyo de una ciudad que despierta, tras haber asistido a los últimos y merecidos reproches que les dedica Clay, con toda justicia.

El segundo enfrentamiento es en la calle, mostrando Johnny su apoyo a Clay, tras haber mediado sin resultado (como representante oficial de la legalidad, recordemos), ante los secuaces de McQuown. Ubicado cada uno en su lugar reglamentario, tan solo queda la soledad de Tom Morgan, que es lo más parecido a un suicidio sentimental.

Magnífica esta película de Edward Dmytryk, basada en una novela de Oakley Hall (1920-2008), adaptada para el cine por Robert Alan Aurthur (sic) (1922-1978), con fotografía en cinemascope del estupendo Joseph McDonald (1906-1968).

Escrito por Javier Comino Aguilera


La familia Bèlier, de Eric Lartigau

23 abril, 2018

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Una tendencia común a toda una serie de películas es la transmisión de un ideal de superación y de sueños cumplidos gracias a la aceptación de los demás. Hablamos de obras positivas e idealistas donde los personajes resultan agradables, el conflicto nunca llega a ser excesivo o demasiado tétrico, y donde el final pretende una catarsis en la que el espectador sienta que, como sus personajes, también puede alcanzar sus metas pese a la adversidad.

La película francesa La familia Bèlier (Eric Lartigau, 2014) entra dentro de esta categoría aportando además un planteamiento original cuyo desarrollo se decanta más por la comedia de enredos que por otras posibilidades más atrevidas.

Para empezar, nos sitúa en la vida de Paula (Louane Emera), una joven adolescente que vive en la una familia marcada por dos factores relevantes: su apego a la vida campestre, dado que tienen y viven de su granja, y la sordera de todos sus miembros, salvo de la propia Paula.

No obstante, no pretende el argumento acudir a melodramas baratos, dado que no hay ningún trauma en esta situación, más bien es la normalidad para Paula que debe tratar de justificarla o explicarla a quienes la desconocen. Ella se encarga de todo lo relativo a comunicarse con el mundo: banco, médico y hasta el uso del teléfono. Ahora bien, llegada ya la adolescencia, comienza un primer interés amoroso que la llevará a descubrir su talento para la música. Un talento que su familia no puede comprender, pero que a ella la impulsaría para un futuro brillante.


Esta sencilla historia tiene además varias subtramas que nos sitúa a cada personaje en un panorama poco común, a fin de evitar caer en tópicos en relación a los miembros sordos de la familia: el hermano menor de Paula tiene buena capacidad para ligar, además de una simpatía peculiar, el padre trata de impulsar su carrera política como alcalde de la ciudad y su madre sueña con mantener los lazos familiares en un momento crítico. Todo ello enmarcado en la peculiaridad de que la protagonista es extraña dentro de su familia por un rasgo más que evidente, pero que marca una distancia difícil para su sueño. No se aleja mucho de convertirse en una metáfora de los sordas que están algunas familias a la auténtica identidad y vida de sus hijos.

Como resulta obvio, el argumento avanzará en torno a la cada vez más pronunciada ausencia y rebeldía de Paula mientras oculta a su familia la verdad de unos ensayos que, de ser descubiertos, serían prohibidos. Sin embargo, también nos muestra cómo todos tratan de sobrevivir sin su ayuda, aunque para ello caigan en errores obvios. Tanto su familia como ella deben aprender de la situación y afrontarla, algo que hacen sin temor, como bien representa el carácter del padre al enfrentarse a una candidatura política. Todos los detalles de creación de personajes provocan que sean simpáticos para el espectador, pero no complacientes.


Paula quiere brillar y para ello, deberá afrontar uno de los grandes retos de la vida, es decir, salir de su área de confort, adentrarse en un mundo que le resulta ajeno y romper en cierta forma con el status quo de su familia, lo que podría suponer una ruptura para todos. Como resulta evidente, la película trata de transmitirnos buenas sensaciones y su resolución es más que obvia, pero en este caso, la valoración depende más del camino realizado que de la meta. 

En resumidas cuentas, aunque previsible, es agradable, tiene un buen y original planteamiento y personajes bien definidos, pero en ningún caso arriesga más de la cuenta ni propone sensaciones más agridulces que hubieran beneficiado al conjunto. Tampoco acaba por decantarse en hacer una valoración más social, aunque apunta a ello en ciertas escenas, y en muchas ocasiones, el drama adolescente salpicado de bromas varias acaba siendo la nota predominante de la cinta. Música, esperanza, familia peculiar y una tarde sin grandes expectativas son los componentes a tener en cuenta para acercarte a La familia Bèlier


¡A ponerse series! (XXXI): Galáctica, estrella de combate

19 abril, 2018

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Unidades coloniales de Galáctica, preparados para interceptar (los cylones).

Una introducción evocativa, con la estupenda voz en español de Carlos Revilla (1933-2000), hace referencia a aquellos que enseñaron a los humanos, fuesen quiénes fuesen, y nos introduce en el universo de Galáctica, estrella de combate (Battlestar Galactica, Universal 1978-1979), una de las series más apreciadas y recordadas por toda una generación de televidentes (no haré referencia a su posterior remake porque nunca me ha apetecido verlo: no quiero decir que sea malo, sencillamente lo desconozco).

Lo curioso de este prólogo es que se sitúa fuera del escenario dramático de la serie; es decir, que es terrestre y no galáctico, siendo una reflexión desde la Tierra, que habla de nuestros posibles hermanos del cosmos.

Ideada por Glen A. Larson (1937-2014), responsable de muchas series icónicas de la época, Galáctica, estrella de combate cuenta con una potente banda sonora de calidad, compuesta por Stu Phillips (1929). La mejor edición, desde mi punto de vista, es la original de 1978 (editada en CD por un sello privado del propio Phillips, y más tarde, reeditada por Geffen Records e Intrada). Y lo es porque recogía todo el material sonoro del capítulo piloto, así como del resto de la serie. La posterior grabación de Varèse Sarabande (1999), dirigida nuevamente por el compositor, era eficiente, pero le faltaban los temas setenteros (disco) incorporados al mencionado piloto.

En realidad, este capítulo introductorio conformaba los tres primeros episodios de la serie. Fue producido por el especialista de efectos especiales John Dykstra (1947), y por Leslie Stevens (1924-1998), y dada su calidad, montado en forma de largometraje para su exhibición en las salas comerciales. En España fue editado en video y DVD de tal modo, como película independiente, rescatándose el resto de capítulos en formato DVD (en todas las ocasiones por Universal).

El director de este material al que se dio forma de película fue Richard A. Colla (1936), aunque a lo largo de la serie también intervinieron realizadores afines al medio televisivo, como Christian I. Nyby II (1941), Donald Bellisario (1935), Daniel Haller (1926), Vince Edwards (1928-1996), Rod Holcomb (-) o Alan J. Levi (-).


Los principales protagonistas de este épico retorno a casa son el capitán Apolo (Richard Hatch), el teniente Starbuck (Dirk Benedict), alérgico al compromiso amoroso; los pilotos Boomer (Herb Jefferson Jr.) -luego teniente- y Yoli (Tony Swartz), miembros todos del Escuadrón Azul; y por descontado, el comandante Adama (un estupendo Lorne Greene), padre de Apolo y Atenea (Maren Jensen), el coronel Tigh (Terry Carter), y el alevoso Baltar (John Colicos). A ellos se sumarán otros personajes de interés como la técnico de enfermería (y ex prostituta) Casiopea (Laurette Spang), uno de los personajes más entrañables de la serie; el sargento Greenbean (Ed Begley Jr.), la teniente Sheba (Anne Lockhart), la ex reportera Serina (Jane Seymour), el demoniaco conde Iblis (Patrick McNee, asimismo, voz del prólogo en la versión original), el simpático y farfullero capitán Dimitri (Fred Astaire), el profesor Ravashol (Dan O’Herlihy), los doctores Wilker (John Dulaghan), científico, y Salik (George Murdock), cirujano; los renegados Croft (Roy Thinnes) y Thane (James Olson), el androide Tenna (Britt Ekland), el alienígena Maga (Lance LeGault), la terráquea Brenda (Melody Anderson), el angélico John (un estupendo Edward Mulhare), y para aderezar aún más la grata macedonia, el quisquilloso y estricto Cronus (Paul Fix), comandante de la nave Celestra; los consejeros Sir Anton (Wilfrid Hyde-White), Sir Montrose (John Williams) y Sir Domra (John Hoyt), el fatuo comandante Cain (Lloyd Bridges), y al fin, el comandante Leiter (Lloyd Bochner), hostil representante de la extraterrestre Alianza del Este.


Los descartes de montaje en la edición cinematográfica, respecto al material que se pudo ver en la televisión, no son relevantes, aunque sí puede ser entretenido consignarlos. Básicamente, estos hacen referencia a algunas conversaciones privadas entre el coronel Tigh y el comandante Adama, en los aposentos de este último, así como entre Atenea y Starbuck, o Atenea y su padre; además de una nueva invocación a destruir nuestras armas por parte del desquiciado Uri (el estupendo y divertidamente paródico Ray Milland) en el bar galáctico. Lo más destacable, pese a todo, son algunas imágenes de Serina ejerciendo su profesión de reportera en el planeta Capricornio, y el epílogo entre el líder supremo de los cylones y Baltar, con el ajusticiamiento de este último. Huelga decir que, a diferencia del montaje cinematográfico, Baltar no muere en la serie, para proseguir con sus fechorías.

A lo largo de la misma también encontramos planos intercambiables, entresacados de otros capítulos. Incluso imágenes de archivo, como las recurrentes astronaves de Naves misteriosas (Silent Running, Douglas Trumbull, 1971), incluidas en los capítulos Los magníficos guerreros (The Magnificent Warriors) o La guerra de los dioses (War of the Gods), por medio de insertos y transparencias, denotando los problemas que sufre la flota para poder abastecerse de alimentos.

Pese a echar mano de estos planos, la realización ofrece a cambio secuencias de vuelo y batallas bien coreografiadas, además de un atractivo diseño de las naves, incluida la de los dioses celestes. Pero característica de Galáctica, estrella de combate es que no superpone el aspecto tecnológico al humano. Así sucede durante la escena del encuentro, a puerta cerrada y micrófono abierto, entre Tigh y Adama, en el hangar de lanzamiento, o con la charla padre e hijo, o la camaradería desplegada en el puesto galáctico, o antro de juego, que sirve de coartada a los oviones (unas hormigas grandotas) y los cylones, en el planeta Carillón (momentos del capítulo piloto).


Los nombres de las colonias responden a los doce signos zodiacales, y en verdad es una pena que no se incidiera más en este aspecto a lo largo de la serie, porque la aportación es magnífica. Aun así, se trata de una característica que trata de trasladarse, siquiera de forma somera, al carácter de algunos de los personajes de soporte.

Estas doce colonias, se piensa que fueron originarias de una cultura común, el llamado pueblo de Kobol, que será visitado por nuestros protagonistas en el doble capítulo El planeta de los dioses (The Planet of the Gods). Siguiendo con esta lógica, se cree que de él también partió una treceava colonia, que sería la correspondiente a la Tierra. De este modo, Kobol es el mundo madre de todos los seres humanos; no por casualidad, un émulo del Antiguo Egipto.

Entre los momentos más destacados, podemos citar el del cylon escacharrado y el posterior duelo en la calle de un poblado, en El guerrero perdido (The Lost Warrior). O el rayo de la “estrella de la muerte” de un mundo cubierto por la nieve (Un cañón en el planeta de hielo Zero: Gun on Ice Planet Zero). También la escena del paso por la minada Nova de Madagón, en el capítulo piloto, o la imagen de Apolo y Starbuck flotando en el vacío del cosmos en Fuego en el espacio (Fire in Space). Y aunque el compromiso entre Apolo y Serina descoloca un tanto a Starbuck, en El planeta de los dioses, queda claro que nada empaña la sólida amistad entre ambos.


Otros buenos momentos los encontramos cuando las estrellas desaparecen en un océano de oscuridad, en El guerrero perdido, donde, a lo largo de una maniobra de distracción, Apolo se ve forzado a aterrizar en un planeta con gente que habla el mismo idioma: humanos desperdigados por toda la galaxia serán una constante a lo largo del periplo de la Galáctica. Ello plantea situaciones ya clásicas en muchas series (salvando las distancias siderales), como el acercamiento a una viuda ranchera (Kathy Cannon) y su influenciable hijo (Johnny Timko), al estilo de Raíces profundas (Shane, George Stevens, 1952), en el antedicho capítulo, así como un incendio a bordo de la Galáctica tras el ataque kamikaze de los cylones, mientras tiene lugar una delicada operación quirúrgica, en Fuego en el espacio; la rivalidad con una latosa leyenda viva, en este caso, el presumido comandante Cain, en el capítulo homónimo (The Living Legend; al menos servirá para que a su hija Sheba se le bajen los humos); o un asesinato en la flota, con el avieso fiscal de rigor (Brock Peters), y el consiguiente juicio (en el que Apolo actúa como esforzado defensor), en Asesinato en el Rising Star (Murder on the Rising Star); o en fin, el inevitable motín a bordo, seguido de un sepelio en el espacio, en Tomar la Celestra (Take the Celestra).

Por cierto, que el nombre del asesino en el señalado Asesinato en el Rising Star, -no desvelo la identidad del actor- es Caribdis, apelativo que responde al monstruo marino de la mitología griega, al igual que sucedía con uno de los nombres que se barajaban en un capítulo de la serie original de Star Trek (1966-1969), titulado Un lobo en el redil (A Wolf in the Fold, 1967).

A todo ello podemos añadir la atractiva particularidad de un Adama que consigna sus dudas y avances en un magnetofón (el diario de a bordo), o la bonita idea de un perro artificial, cuidado por Boxie (Noah Hathaway), un niño adoptado, como casi todo el mundo lo ha sido en este éxodo.


Pero no solo la Galáctica se ve asediada por los cylones. También lo es por el llamado Consejo de los Doce, órgano de gobierno cuyos delegados no comprenden (por algo son políticos), que la paz no se alcanza a cualquier precio, y menos al de sacrificar la dignidad, anulando los medios de defensa y claudicando ante los cylones (en suma, teniendo miedo a aplicar las leyes que han sido promulgadas). En este sentido, la soledad del comandante Adama es total, y responde a la de todo líder-guerrero que sí sabe establecer la diferencia entre atacar y defender; en definitiva, que se hace necesario para luego ser desechado. Su situación de desamparo queda bien expuesta cuando manifiesta, ante el presidente del Consejo (Lew Ayres), en el citado capítulo piloto, que nosotros amamos la libertad, la independencia, sentir, aprender y combatir la opresión. Por desgracia, sus palabras caen en el saco roto de un Consejo ajeno a toda realidad. Tras la emboscada a las colonias y sus emisarios de paz, solo la nave base Galáctica se mantiene en el aire.

Pero las amenazas no se han extinguido para sus supervivientes. El buenismo contraataca en la figura del consejero Uri, portavoz del no a la guerra; por descontado, en su vertiente más demagógica e irresponsable. Además, a la Galáctica se suman otros cruceros desperdigados de aquí y de allá, y el convoy espacial emprende el camino, sostenido más por la leyenda que por la certeza, hacia el mítico planeta llamado Tierra.

A esta esperanza de descender de una civilización común se aferran estos auténticos hermanos del espacio, ya que es duro imaginar que todo lo que constituye nuestra cultura perviva únicamente en una nave nodriza y en sus acompañantes.


Al asunto de destruir nuestras armas volverá a aparecer en otros capítulos, como el referido El planeta de los dioses o La fuga de Baltar (Baltar’s Escape), donde padecemos otra ventolera del Consejo, en forma de diálogo con unos criminales irredentos que repudian todo lo que represente el cumplimento de la ley. Política del Consejo, insiste la asesora Tinia (Ina Balin), en lo que es una fragrante falta de respeto a quien detenta la autoridad logística por derecho propio (Adama). Precisamente, será el comandante quien destruya los misiles que han sido enviados a la colonia de Terra, para devastarla, en Experimento en Terra (Experiment in Terra). En definitiva, el episodio se ceba en el ridículo de cierta diplomacia, ya puesta en entredicho en otro de los capítulos de Star Trek, titulado El apocalipsis (A Taste of Armageddon, 1967).

Claro que peor que Uri y el resto de consejeros es el conde Baltar (el impagable John Colicos), responsable de la aniquilación y ruina de las colonias, en lo que es una traición a su propia raza. Un malo como mandan los cánones, puro y desorbitado, aunque sus “razones” queden envueltas en las brumas de la imaginación y el pliegue espaciotemporal de los guiones. De hecho, elementos humorísticos se van incorporando a lo largo de la serie, de la mano del irónico robot Lucifer (Jonathan Harris), subalterno de Baltar, que asegura que los humanos están mal construidos, enseguida se estropean (Los jóvenes guerreros: The Young Lords), por no hablar de la megalomanía y cobardía del propio Baltar, que lo acercan más al universo de los dibujos animados antológicamente desprejuiciados, dando al traste con todos sus planes. Algo así como el Coyote del Correcaminos.


Especialmente interesante es La guerra de los dioses, donde el sibilino y omnisciente conde Iblis pasa de ser contemplado como un representante de lo paranormal en la galaxia, a ser tenido por el ángel caído. Sin embargo, lo extranatural persiste en la forma de unas luces espectrales, auténticos objetos volantes no identificados, tanto para humanos como para cylones. De hecho, los pilotos coloniales son literalmente abducidos por esta inmensa nave luminosa e interdimensional.

Como queda demostrado, Iblis no es precisamente una divinidad. Estamos luchando contra algo que no comprendemos, resume Adama, ante un Iblis que anticipa, esta vez de forma honesta, que la muerte no es el final. No obstante, será Apolo quien plantee la cuestión vital: si Iblis forma parte de una realidad ya establecida o predecible, ello significa que humanos (y humanoides) no tienen el control sobre sus destinos, añadiendo que la libertad de elección es piedra angular de nuestra civilización. Ejemplo de ello es Baltar, que cree estar a bordo de la Galáctica por propia voluntad, como un invitado, cuando lo cierto es que ha sido Iblis el que ha propiciado su entrega. ¿O es todo ello producto de la capacidad de Iblis para poder conocer el futuro de forma anticipada? La conclusión es que, como la polaridad forma parte del universo, el mal se hace necesario para dicha capacidad de elección. Así, como todo componente se bifurca en lo bueno y lo malo, el populista Iblis hace atractiva la idea de lo fácil, lo aparente, lo falsamente benigno, para lograr sus propósitos, que no son otros que los de crear adeptos. Le ha dado al pueblo lo que quería, precisa Tigh, a lo que Adama se pregunta por el precio que todos habrán de pagar. Curiosamente, será el comandante de la Galáctica quien demuestre poseer ciertas habilidades telequinéticas, contempladas en su adiestramiento militar, en otro simpático acierto del guión. Como lo es que Iblis no permita a Sheba contemplar el cuerpo de su padre, desaparecido en combate; o finalmente, la equiparación de las luces atrayentes y misteriosas con entidades angélicas.


El antedicho podría haber sido el último capítulo de la serie, narrativamente hablando, al poseer los tripulantes de la Galáctica los parámetros espaciales que permiten acceder al emplazamiento de la Tierra (dados por los seres angélicos). Pero aún quedan varias aventuras destinadas a los tripulantes y pasajeros de la Galáctica y su flota, y más particularmente, a los integrantes del Escuadrón Azul. En El hombre de las nueve vidas (The Man with Nine Lives), el trapisondista capitán Dimitri (recordemos, Fred Astaire), se postula como posible padre de Starbuck, ya que, como tendremos ocasión de saber, el teniente es huérfano y ni siquiera conoce su verdadera edad; solo que es oriundo de Capricornio.

Por otro lado, en Saludos desde la Tierra (Greetings from Earth), la Galáctica topa con unos (descendientes de) humanos hibernados, un procedimiento de suspensión curiosamente desconocido por nuestros protagonistas. Además, tales humanos resultan ser incompatibles con la atmósfera de la nave, debido a la diferencia de presión. Según parece, los nacidos en las colonias de Terra (a su vez, otra colonia de la Tierra), no pueden regresar a ella debido a esa diferencia con la atmósfera.

En otro acierto de guión, las patrullas de largo alcance se ven en la necesidad de establecer periodos de sueño. Además, el capítulo plantea un interesante interrogante, al advertir acerca de por qué no establecerse en cualquiera de los mundos habitables que la Galáctica va encontrando a su paso, camino de la Tierra. Son comunidades rurales remotas, aunque aptas para la vida. Pese a lo cual, la Galáctica continuará colisionando con la jurisdicción del Consejo de los Doce.


La serie concluye de forma algo abrupta pero adecuada con La mano de Dios (The Hand of God). En este episodio se plantean nuevas cuestiones de interés. Como, ¿cuánto tiempo ha transcurrido desde que se ha captado una señal terrestre a bordo de la Galáctica? ¿Y a qué distancia de ella se encuentra? ¿Es esta señal una trampa de los cylones, o también son ellos receptores de la transmisión? Y en última instancia, ¿y si a la Tierra llega antes una avanzadilla cylona o una de sus destructivas naves base?

En La mano de Dios son bonitas las imágenes de Apolo y Starbuck, solos en el observatorio de la Galáctica. En cualquier caso, así puede cada uno completar la historia de su recorrido a través de su propia imaginación. Enfrentándose a los cylones y a las ocurrencias del Consejo, prosigue la Galáctica su esperanzado viaje por el espacio.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Próximamente: Por trece razones (segunda temporada)





El autocine (XLVIII): Videodrome, de David Cronenberg

13 abril, 2018

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El pensamiento libre es cada vez más difícil. Determinados mecanismos sociales constituyen una aceptación de dependencia voluntariamente dirigida. Apenas queda espacio para ser independiente de ideario, porque algunos han decidido que esto es una agresión al orden disciplinariamente ideológico, cuando no al bien común (tan particularista siempre). Sin embargo, tal separación entre individuo y comunidad no ha de existir forzosamente: la individualidad reevalúa pero no anula la relación entre la persona y el grupo, ya que donde no hay consciencia individual de ser, no puede existir experiencia (toda experiencia necesita de un experimentador en primera persona). Sin embargo, ahora el hombre masa se exhibe en redes que son capaces de predecir (de maldecir, más bien) lo que va a pensar un sujeto (más que una persona), sobre un determinado asunto, incluso antes de que este se haya manifestado al respecto. Basta con pinchar un contenido.

De este modo, lo que antes se quedaba en el ámbito de la taberna, ahora recorre el mundo. Esta predicción del comportamiento ideológico (político, religioso, social…), que abarca a toda la población mundial, hace que los políticos y líderes mediáticos estén actualmente dirigidos por las muchedumbres, dejándose arrastrar por lo que otros dicen, y no por el que sobresale en una materia (y además sabe transmitirla). Las suyas ya no son propuestas, sino inducciones. Por algo vivimos la desaparición del criterio. Con lo que se hace brumoso el delimitar de la mejor manera posible aquello que se ajusta a la verdad, de lo que conforma la mentira más pura y simple, más rampante y prefabricada. Para afirmar algo, antes había que demostrarlo; ahora ya no es requisito imprescindible, prevalece el algo queda. 

Tales son las nuevas claves de estructuración del mundo de lo visible. A lo que se añade aquello que no es visible, como la mente del hombre. Como consecuencia, las ciencias y tecnologías actuales son incapaces de predecir su peor riesgo. Por ejemplo, el que planeta Videodrome (Filmplan – Guardian Trust / Universal, 1982), inquietante pero plausible propuesta del realizador y guionista canadiense David Cronenberg (1943).

En esta película, el perfil de Max Renn (James Woods) responde al de un emprendedor decidido. Es el presidente de un modesto canal de televisión, y su despertador es ya un aparato de televisión. Su vida está organizada en torno a lo que se muestra en una pantalla (da igual que sea de televisión que de un iPad o una tableta). 


A Renn no le interesan las recreaciones preciosistas de corte erótico, busca unos contenidos más rompedores y agresivos para su distribución en el canal. Y de este modo, topa con las grabaciones de Videodrome, en forma de una señal pirata. Son imágenes impactantes pertenecientes a snuff movies (películas donde acontecen torturas y asesinatos, como piensa Max honestamente, recreadas con absoluta apariencia de realidad). Nada se esconde, todo queda a la vista, salvo el peligro de la propia señal y el propósito de dichas imágenes.

De hecho, para Max, la pesadilla comienza cuando su empleado Harlan (Peter Dvorsky) capta una señal no identificada. Al tiempo, Max entra en contacto con una locutora, o como se especifica, una estrella radiofónica, Nicky Brand (Deborah Harry), que no por casualidad presenta un espacio titulado El rescate emocional. La deshumanización ha llegado hasta las pequeñas emisoras locales de radio y televisión, que de algún modo, han de hallar el medio de poder sobrevivir. Pronto tendremos nombres especiales, anticipa el profesor y comunicólogo Brian O’Bivlion (Jack Creley), por vía televisiva, en un debate en el que participa Max Renn.

Por supuesto que el emprendedor Max desea quedarse en el ámbito de alimentar las perversiones de la gente de a pie, esa otra realidad que cada cual se crea, hasta que topa con el underground de la mente, y finalmente, el sacrifico (metafórico o no) de la propia carne. Como el propio protagonista empieza a comprobar, hasta Nicky está descubriendo el goce a través del dolor.


¿Adicción mental o necesidad fisiológica? Las imágenes pasan a ser una parte de la estructura física del cerebro, tal y como comenta el profesor O’Blivion, refiriéndose a los efectos del soporte Videodrome, e interrelacionando con la pantalla como si de un holograma se tratara. Entre tanto, la señal que causa el daño prosigue, provocando a la larga el nacimiento de un nuevo órgano que cambiará la realidad humana.

Así lo constata en propias carnes Max Renn, cuando él mismo se convierte en receptáculo del soporte físico (el formato video en este caso), transformándose en el medio y el mensaje al mismo tiempo.

No busquemos más lógica narrativa en las imágenes planteadas por David Cronenberg. Quiero decir que ya es bastante, y que en el universo simbólico y alucinatorio que nos propone, bien está elucubrar y percibir antes que pormenorizar. Su sentido es el mismo que encontramos en el hecho de exhibir la vida privada, como (casi) todo el mundo hace. Pese a todo, Cronenberg lo muestra en una forma más directa y dinámica, sacando ilimitado partido a sus límites presupuestarios, resultando al cabo mucho más efectivo que la mayoría de las reflexiones metafísicas con que el maltrecho cine nos ha regalado en los últimos tiempos (¡nunca mejor dicho!). Razón por la que Videodrome se alinea, salvando las distancias que se quieran, junto a otros títulos interesantes y escasamente considerados como Agency (George Kaczender, 1980) o Están vivos (They Live, John Carpenter, 1988), respecto a la publicidad subliminal. Unos trampolines de denuncia bien entendida y ejecutada con gracia y desenvoltura.


Denuncia de los medios que tratan de convencer a la gente de lo que sea, dando la vuelta a las teorías de la comunicación y planteando una sociedad de la información alternativa. Ejemplo de ello es un Max drogado con cintas (insisto que da igual el formato, si es que lo hay), por unos y por otros, mientras que la mayoría ruidosa se limita a claudicar. Sin saber distinguir lo real de lo falso, Max se siente atraído irremisiblemente, y cuando desea rectificar, el daño ya está hecho. Teledirigido y literalmente programado (y contraprogramado) por vía de Videodrome, Max trata de rebelarse, pero la adicción es demasiado grande, y lo que resulta aún más peligroso, no se ve venir. Mientras nuestro protagonista se adentra más allá de la mecánica del cuerpo físico, para tratar de llegar al origen de lo que ha desencadenado, la película propone una voltereta final (narrativamente hablando), de lo físico a lo metafísico. Esto es, procesando una carne que se siente agredida por el entorno, y que somatiza de forma pirotécnica los desequilibrios mentales.

No en vano, ningún factor técnico es en sí mismo portador de valor moral, todo depende del uso que se le dé. Pero, ¿quién tira de los hilos de quienes tiran de los hilos? Los personajes de Videodrome tratan de averiguarlo, sin saberse esclavos de la red, y posteriormente, sabiéndose parte de un circuito.

Todo ello es posible y creíble gracias a los vigorosos efectos especiales de Rick Baker (1950), bien acompañados por la fotografía de Mark Irwin (1950) y la música de Howard Shore (1946; editada en su día por el sello Varèse), obsesiva y perturbadora, sin llegar a caer en el latoso dodecafonismo o la severidad de lo serial (todo un logro); su modesto pero rentabilizado sintetizador se asemeja en algunos pasajes al tenebroso órgano de una catedral.

En definitiva, ¿qué nueva servidumbre deparará al ser humano la futura tecnología?



El planeta de los simios, de Pierre Boulle, y adaptación de Franklin J. Schaffner

02 abril, 2018

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Una de las cosas que más llaman la atención en la novela de Pierre Boulle (1912-1994), El planeta de los simios (La planète des singes, 1963; Plaza y Janés, 1968; Orbis, 1985; Suma de Letras, 2001), es cómo se establece un marco de referencia desde sus primeras líneas, en un tiempo en que ya han sido habitados otros rincones de la galaxia y los exploradores espaciales se mueven a través de ella como pez en el agua. Algo de lo que prescindirá la posterior adaptación cinematográfica con objeto de incrementar la inquietud; en la película, los protagonistas no parecen disponer de elementos de anclaje emocionales o incluso espaciales.

Siquiera para acabar dándole la vuelta a dicho marco, Pierre Boulle comienza su relato con el hallazgo de un manuscrito en una botella, por parte de una pareja de ociosos adinerados, Jinn y Phyllis, que disfrutan de unas vacaciones anclados en la inmensidad del espacio. El manuscrito fue redactado por el periodista Ulysse Méron, y en él da cuenta de su viaje a un planeta habitado de la estrella Betelgeuse, en compañía del profesor Antelle y su discípulo Arthur Levain, además del chimpancé Héctor. Para parafrasear a Brian Aldiss (1925-2017), se trata del segundo a partir de Betelgeuse, un planeta de sorprendentes similitudes con la Tierra.

A partir de ahí, Ulysse narra a Jinn y Phyllis su llegada a este mundo, y su traumática toma de contacto con la gente que lo habita, desde unos seres de aspecto humanoide, pero carentes de voluntad, hasta los inteligentes y evolucionados simios. De entre los primeros, Ulysse establece una relación muy especial con Nova (I: V), que, como el resto de sus compañeros, tan solo es capaz de emitir unos sonidos inarticulados. Especialmente cruel es la batida de estos humanoides (I: VIII-IX) a manos de los simios, aunque el protagonista halla una inesperada aliada en la doctora Zira (I: XIII) y, posteriormente, en su prometido Cornelius. Todos ellos se enfrentan a la arrogante mirada del científico jefe Zaïus, al que Ulysse describe, durante su permanencia entre rejas, como un viejo pontífice (I: XV).


Los simios también poseen un acusado sentido de la jerarquía. ¿Y qué dirían ustedes que se halla en la cúspide? Exacto, la política y la altanería científica. Y digo altanería científica y no ciencia porque son dos cosas muy distintas, y bien diferenciadas en el texto de Pierre Boulle. Uno de los personajes más “humanos”, valga la expresión, resulta ser la chimpancé Zira, y casi en igual medida, Cornelius. La parte desdeñosa de su clan queda representada, como decía, por el monolítico Zaïus, aunque su presencia en la novela es menor -o menos trascendente- que en la película, desde el momento en que su comparecencia se hace innecesaria: tantos son sus errores que acaba siendo cesado, si bien, trata de recuperar el control sobre la verdad oficial de su planeta. Como recalca Ulysse, se negaba manifiestamente a dejarse convencer (I: XV). Categórico y dogmático, Zaïus pertenece al peor tipo de escéptico: el que niega la posibilidad de una certeza que conoce, convirtiendo la duda sistemática en un prejuicio. Está completamente impregnado de método científico, añade Ulysse (I: XVII).

Sometido a pruebas y testes de inteligencia, Ulysse no ha perdido la capacidad del habla. Lo que sucede es que no se puede comunicar con sus captores, al desconocer su lengua. Sin embargo, pronto aprenderá el protagonista el idioma de los simios, mientras la comunicación se hace efectiva a través del lenguaje de la mímica y la geometría (II: I).

Ilustración de Dave Karlen
Un acierto del texto de Boulle es que en ningún momento justifica los malos tratos en nombre de la ciencia, por el hecho de ser llevados a cabo por unos o por otros. El mal, digámoslo así, es malo en cualquier cultura o comportamiento. Lo que Boulle hace es darle la vuelta a la teoría darwiniana de la evolución, no para desacreditarla, sino para reafirmarla y arrojárnosla a la cara (lo que incluye el empleo de cobayas). De este modo trastoca, ejerciendo la crítica en ambos sentidos, las teorías comparativas de superioridad e inferioridad (en este caso, del simio o del ser humano); sobre todo, en el ámbito de la experimentación científica.

Pero además de malvados, hay simios benévolamente inteligentes, hasta el punto de ser aceptado Ulysse por la sociedad antropoide y borrar de su mente toda diferenciación entre las razas, pese a sus cuatro meses de cautiverio (II: IX). En el otro extremo, sin embargo, queda el trágico destino del profesor Antelle, o el detalle sutil de los personajes que se hallan en el espacio y que se atrancan con palabras de raíz antropomorfa como misántropo (I: II). Podemos añadir algunos apuntes sobre el arte simio y la dolorosa visita a un zoo (II: VI).

Respecto a la citada jerarquía, está bien descrita la idiosincrasia de cada especie de la raza simia, habiendo diferenciaciones de carácter entre chimpancés, gorilas y orangutanes, que son los principales habitantes del planeta junto a los malhadados humanoides. En todo momento, prevalece el misterio que atañe a los orígenes de esta civilización caprichosa y sorprendente, hasta que se desvelan, en la tercera y última parte en que se divide el libro. En ella, Ulysse acompaña a un grupo de arqueólogos hasta unas ruinas recién descubiertas. Las revelaciones no se hacen esperar, y conllevan una serie de reflexiones de nuestro protagonista y narrador (III: III-IV), también como consecuencia de la visita a un instituto de experimentación.

Ilustración de Alex Ross
En este pabellón de experimentos médicos (III: VII) se desata la imaginación de los horrores, desde el punto de vista de un visitante que se reconoce en las víctimas; esto es, en los sujetos de experimentación. Lo que además plantea cuestiones como: ¿funcionaron los antiguos simios únicamente por imitación? ¿Qué los indujo, o qué factores de selección natural entraron en juego, para que acabaran siendo el linaje más avanzado de este mundo?

La explicación que aclara la evolución de los simios indica un origen natural, y se produce en un momento en el que el humanoide inteligente del pasado de este planeta se hubo arrojado en brazos de la técnica, abandonando toda ocupación instructiva, dominado por la fatiga intelectual (III: VIII). De ahí el estupor que causa el que, siglos más tarde, Ulysse se presente y hable en un congreso científico, con la lengua aprendida de los simios (II: VIII). Si a ello añadimos que Nova queda embarazada de Ulysse, el cuadro se ramifica en otras probabilidades. ¿Será inteligente el hijo del viajero espacial? ¿Supondrá el renacer de la especie humana en este planeta?

En suma, lo que prevalece en la novela El planeta de los simios es el terror a advertir que el descrito no es un universo reconocible, sino una involución de buena parte de sus habitantes, que han renegado de su propia cultura y tradición, favoreciendo la evolución del resto, en este caso, los primates. Dicho de otra manera, Pierre Boulle recalca cómo en esta selección natural participan factores de tipo sociocultural aparte de los estrictamente innatos. Como constatará el final de la novela, esto permite dos mundos paralelos pero en una sola dirección, es decir, con una de las especies definitivamente dominante. Al fin y al cabo, es el de Ulysse un viaje de no retorno, aunque retorne. Pese a todo, y como el propio personaje acaba reconociendo al referirse a Zira, qué importa la envoltura material, es su alma la que coincide con la mía (III: X).

Ya que hemos traído a colación los caprichos del tiempo y el espacio, permítanme exponer el gran respeto que siento hacia los pioneros de cualquier ciencia o arte; muy especialmente, en cuanto al cine se refiere: los cambios de formato o las meras imitaciones (¡humanas o simiescas!) no me emocionan tanto. Mi interés por el llamado cine clásico reside en su capacidad de transportación, en su equiparación a una maravillosa máquina del tiempo que nos permite recorrer espacios a veces desconocidos (no hablo solo de ciencia ficción) y viajar imaginariamente en compañía de los personajes de nuestro pretérito (para la actualidad del presente ya tengo las calles o la televisión). Lo que propone dicho clasicismo es, por lo tanto, un viaje continuado en el tiempo, siempre estimulante. Pero naturalmente, esta es una apreciación personal.

En el caso que nos ocupa, la adaptación de El planeta de los simios no habría sido posible sin el tesón personal de su productor, Arthur P. Jacobs (1922-1973), la apuesta del jefe del estudio Twentieth Century Fox, Richard Zanuck (1934-2012), el excelente guion de Rod Serling (1924-1975) y Michael J. Wilson (1914-1978), que como iremos viendo, supone una inteligente paráfrasis del relato original; la intervención directa del binomio Charlton Heston (1923-2008) y Franklin J. Shaffner (1920-1989), y la contribución del fotógrafo Leon Shamroy (1901-1974), el ortopédico John Chambers (1922-2001), especialista en prótesis, y el músico Jerry Goldsmith (1929-2004), que cuando la música de cine era eso, música de cine (es decir, desde sus comienzos hasta los años noventa, y ahí me planto, con todas las excepciones que a cada cual le apetezcan), procuró una partitura experimental, en los límites de lo tonal, rica en sugerencias y matices primordiales.


Desde el primer momento de El planeta de los simios (Planet of the Apes, Fox, 1967; estrenada al año siguiente), queda claro el juego con el tiempo ya propuesto por la narración original, a través del monólogo que deja grabado el astronauta George Taylor (Charlton Heston). Como señala, hace una hora que habrán transcurrido seis meses desde nuestra partida. Tras este prolegómeno, Taylor y sus compañeros aterrizan de forma accidentada en el lago de un planeta de aspecto desértico.

Más que unos astronautas, semejan ser unos forzosos elegidos para la gloria, casi unos desertores. Al menos, Taylor se muestra de vuelta de todo. Es pragmático y despreciativo, al límite de lo indolente, hasta que se enfrenta a su propia supervivencia, como último representante de su especie, que ha de luchar por su condición y dignidad.

En efecto, desde la fecha de partida, en 1972, hasta la de llegada, en 3978, han transcurrido dos mil seis años. Antes del periodo de hibernación, Taylor se ha preguntado si sus hermanos continúan combatiendo entre ellos. Piensa que tiene que haber algo mejor que el hombre en la inmensidad del cosmos. Nuestro protagonista hallará respuesta a ambas preguntas.

El caso es que la nave se precipita en el agua y acaba hundiéndose, con lo que el regreso se hace imposible. Shaffner introduce un expresivo plano que enlaza el enorme lago con la vastedad del terreno que lo circunda, despoblado (aunque habitable), y sumamente reseco. No en vano, los viajeros entrarán en contacto con una población tan árida como el planeta mismo. Pero antes de que eso suceda, otro plano significativo muestra a los tres expedicionarios internándose en esa otra vastedad desértica, después de haber transitado la del espacio.

A su vez, la idea de una zona prohibida en el planeta es excelente, como expresión de un pasado que se intuye, pero no se permite desenterrar. Los exploradores del espacio no tienen la menor idea de dónde se encuentran, ya que no han tenido suficiente tiempo para revisar los datos de sus computadoras.


El primer encuentro es con los cazadores-recolectores de aspecto humano, una bifurcación sin apenas arbitrio o disposición, en un estadio primitivo y animalizado. Privado del habla tras ser capturado por los simios, Taylor es tenido por habilidoso gracias a la mímica. El extraño ejemplar forma parte de un estudio sobre la etología del hombre, que pasa a contemplarlo como un ser pensante, gracias a la doctora Zira (Kim Hunter). Considerado poco menos que una alimaña, solo la pareja formada por Zira y el arqueólogo Cornelio (Aurelio en la versión doblada), aboga en su favor. En otro talentoso momento visual, el realizador introduce las manos de un humano enjaulado, que demanda azucarillos, en un plano donde el doctor Zaïus (Maurice Evans) proclama la inferioridad de la raza humana, ante el atónito Taylor y los benévolos Zira y Cornelio. Pese al empleo del teleobjetivo, aquí no tan gratuito, no obstante, como en otras ocasiones, no existe confusión en la planificación de Franklin J. Schaffner. Su ejecución es limpia, como demuestran las escenas de la batida y el intento de fuga de Taylor.

En cuanto al personaje de Zaïus, este azote de herejes advierte claramente a Cornelio que cuidadito con lo que desentierra, respecto al pasado del hombre y de los simios. Es decir, que sea precavido con aquello que busca y encuentra. Literalmente, Zaïus borra las palabras que Taylor ha dibujado en la arena, así como otras pruebas de la inconveniente inteligencia del humano.

Entre tanto, la matización del punto de vista de Taylor respecto a su propia estirpe sufre un vuelco, hasta que las evidencias conclusivas le golpeen de nuevo, una vez ha redescubierto el valor de su humanidad. De hecho, su individualidad se verá nuevamente confrontada a la barbarie colectiva de su especie. Aunque este final parezca darle la razón a Zaïus, en su parlamento final, el que no se considera como eslabón perdido de ninguna raza, y menos en lo tocante a la evolución simia, puede que lo acabe siendo si continúa ahondando en el pasado o lega una descendencia (derivada no contenida en la película).


Así, mientras que en la novela, el pueblo simio se muestra más abierto (cacerías aparte), en la película se trata de un grupo más cerrado. Además, la nave queda dañada, en tanto que en el original permanece en órbita y facilita el regreso de Nova y Ulysse con su descendiente.

Lo que no varía es el hecho crucial de que los simios se enfrentan a la posible procedencia evolutiva de seres inferiores (los humanos), en una traslación fiel a la idea de Pierre Boulle. Su superioridad admite la impostura, el sostenimiento de una falsedad y la arrogancia de un interrogatorio tendencioso y apriorístico, donde a Taylor apenas se le permite hablar. Una parodia de juicio que niega los derechos del hombre.

Mantenedores de una interpretación acomodaticia y anquilosada de la historia, el interrogatorio se prolonga -y sincera- entre Taylor y Zaïus, a solas. Al punto de que Taylor es irónicamente salvado por una Sociedad Protectora de Animales. En cualquier caso, no deja de resultar penoso el tratar de convencer a un fanático, capaz de rebatirlo todo retorciendo las palabras, y que hasta posee su equivalente bíblico en las Leyendas del Legislador. Pero no solo en este sentido no parece la civilización simia tan avanzada. Salvo por los fusiles, esta manifiesta cierto estancamiento en un estadio medieval, tal y como se desprende de los, por otra parte, efectivos decorados. Imagino que con objeto de no sobredimensionar la trama con todas las ideas y conceptos del libro. A cambio, como ya advertía, la adaptación de El planeta de los simios incorpora estupendos matices no desarrollados en la novela, pero que se desprenden de esta.



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