El sheriff de Warlock, Ray Thomson (Walter Coy) es dejado solo ante el peligro. Así, El hombre de las pistolas de oro (Warlock, Fox, 1959) se inicia con un duelo en el que el representante de la ley está sentenciado de antemano. Sin embargo, Ray pierde el duelo pero no el honor o la dignidad, auténticos soportes del relato. El realizador y productor Edward Dmytryk (1908-1999) ha mostrado antes al personaje, en uno de los momentos más dramáticos de la película, contemplado su nombre inscrito en una lista con los antecesores en el cargo, caídos en el cumplimiento del deber. Desde el principio queda establecido que Warlock es un pueblo de cobardes.
Johnny Gannon (Richard Widmark) también forma parte del grupo de alborotadores que, finalmente, se decantan por el asesinato (de un indefenso barbero). Pero algo lo distingue de los demás, y es el hecho de que Gannon sabe que, igual que puedes ganar, puedes perder, y que donde no hay ley y orden, como reclaman los ciudadanos (los que se atreven), ha de haber otro quid pro quo antes o después.
Algo que no todos comprenden, como el engorroso juez Holloway (Wallace Ford), que es incapaz de aceptar que no es lo mismo atacar que defenderse, por mucho que se sigan pretendiendo equiparar ambos procederes. Total, entre que la ley forma parte de un rito sacrificial, y los ciudadanos no se atreven a tomar cartas en el asunto, el pueblo de Warlock permanece varado, a merced de los maleantes capitaneados por Abe McQuown (Tom Drake).
A pesar del clima de tensión y confusión que atenaza al pueblo, la solución apunta a un comisario a sueldo, Clay Blaisedell (Henry Fonda). De hecho, la señorita Jessie Marlow (Dolores Michaels) diagnostica bien la situación al preguntar a sus conciudadanos si esperan que el tal Blaisedell haga frente a la banda de desalmados enarbolando únicamente su fama, su mirada… o sus revólveres de oro. Forma parte de un reducido grupo que se aviene a la imposición de la ley como mal menor, aunque tal exigencia se suela revestir de connotaciones estrictamente negativas; sobre todo, teniendo en cuenta la naturaleza del ser humano (un conflicto universal, el del mal necesario, magníficamente sostenido en El hombre que mató a Liberty Valance [The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962]).
Como podemos ver, el camino hacia el orden y la disciplina no está libre de escollos e incomprensiones. El propio Blaisedell es consciente de ello cuando, en uno de los momentos más sublimes de una película que no carece de ellos, relata a Jessy la cadena de acontecimientos que les aguarda, a él y toda la población de Warlock, por haberlos vivido antes (lo que se suele llamar la voz de la experiencia).
Clay no se encuentra solo, le acompaña en su devenir casi legendario su amigo, el jugador Tom Morgan (un espléndido Anthony Quinn), que padece una severa cojera. Un alegórico impedimento, más que un defecto, aunque en la película haya quien no lo entienda así. Al igual que sus pistolas, Tom transporta de ciudad en ciudad el cartel de una casa de juegos, The French Palace. Más que esclavo del pasado, Morgan es el satisfecho portador de una vida íntima plena, que pretende sea inmutable. El ex crupier cuida con enorme celo la salvaguardia de Clay y recela de la compañía femenina.
Pero antes de que llegue la hora de las pistolas se hace necesario haber hecho cierto alarde de coraje, honestidad y resolución. Los colts son para lucirlos los domingos, especifica Clay, en el sentido de formar parte de su realidad cotidiana; como queda dicho, ambos están fabricados o bañados en oro. El primer enfrentamiento es verbal, acontece en el saloon y está servido admirablemente en sus prolegómenos. No obstante, es solo cuestión de tiempo que los asesinos conducidos por el líder McQuown vuelvan a atacar.
En tanto Clay se hace respetar, Tom Morgan y Johnny Gannon quedan al margen de dicha sociedad o vida doméstica, como la califica Tom. No en vano, ambos personajes no son invitados a una boda. Respecto a Morgan, el ser un tullido, como a su vez lo define Lily Dallas (Dorothy Malone), puede entenderse como un sinónimo de su (¿platónica?, ¿compartida?) relación con Clay. Conocer a uno es conocer al otro, reconoce Lily, la cual, resabiada contra Clay, ha efectuado muchos kilómetros para ajustarle las cuentas a este último, en nombre de su malhadado prometido.
El caso es que todos necesitan de la tarea ingrata y mal vista que desempeña el comisario a sueldo, pero una vez cumplida su misión, este es despreciado. Para Clay, la compensación resulta, con todo, bastante grande, pues consiste en su libertad de criterio y de movimientos. Pero la narración va más allá. Johnny Gannon acaba aceptando el puesto de sheriff de forma legal (o así), en tanto que Tom libra a Clay de una amenaza de muerte (un contratado por Lily).
Además, Dmytryk muestra el progresivo sinceramiento entre Johnny y Lily, y entre Clay y Jessy, una pareja tras otra. Son cuatro vidas distintamente alteradas por la violencia (pese a que defenderse no sea defenderla), que tratan de salir adelante, mientras comienzan a conocerse mutuamente, en sendos almuerzos: ese echar raíces que teme Tom.
Lo celos de este último no hacen esperar. Si no eres comisario no eres nada, le recuerda a Clay, a lo que este replica que quizá hayamos agotado todas las ciudades. Aún así, Clay reconoce que, fenecida una parte de sí mismo (Tom), siempre he vivido de esta forma; por lo que me tendré que buscar otro Morgan. Como un gesto simbólico de lo que hasta ahora ha sido su vida, Clay arroja sus famosos revólveres dorados al suelo (para abrazar la parte más convencional que le ofrece el relato: su establecimiento definitivo con Jessie). Veamos si Warlock sabe defenderse a sí misma, concluye el comisario que ha despertado a la ciudad de su agónico letargo.
Entre Tom y Clay, e incluso entre Clay y el pueblo de Warlock, queda Johnny Gannon, defensor autorizado de la ley. Ambas vertientes, oficial y oficiosa, pero siempre del bando de la legalidad, se reúnen sin intermediarios en la prisión del pueblo, para charlar y exponer sus puntos de vista, poco antes del enfrentamiento definitivo con los secuaces de McQuown. Un encuentro propiciado por la inhabilitación física que ha sufrido el redimido y voluntarioso Gannon. Con lo que, mutilada tal posibilidad de hacer justicia por segunda vez (la primera lo fue gracias a la cobardía de los propios ciudadanos), la población habrá de recurrir nuevamente a Clay (y Tom). Hasta que, al fin, recibe Gannon el apoyo de una ciudad que despierta, tras haber asistido a los últimos y merecidos reproches que les dedica Clay, con toda justicia.
El segundo enfrentamiento es en la calle, mostrando Johnny su apoyo a Clay, tras haber mediado sin resultado (como representante oficial de la legalidad, recordemos), ante los secuaces de McQuown. Ubicado cada uno en su lugar reglamentario, tan solo queda la soledad de Tom Morgan, que es lo más parecido a un suicidio sentimental.
Magnífica esta película de Edward Dmytryk, basada en una novela de Oakley Hall (1920-2008), adaptada para el cine por Robert Alan Aurthur (sic) (1922-1978), con fotografía en cinemascope del estupendo Joseph McDonald (1906-1968).
Escrito por Javier Comino Aguilera
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