Lee nuestra reseña de la primera temporada aquí.
Se va a celebrar un juicio en una indeterminada pero característica población norteamericana, con objeto de clarificar las circunstancias y complicidades que llevaron al suicidio de la joven estudiante Hannah Baker (Katherine Langford). A lo largo de este proceso, los implicados en dicho trance, de una forma directa o indirecta, testificarán ante sí mismos, en primer lugar, y rendirán cuentas a sus conciencias más que a las leyes, aunque la motivación principal de la mayoría de los compañeros de Hannah es que se haga justicia, en tanto que para otros lo es acallar sus acciones sin asomo de escrúpulo.
Se va a celebrar un juicio en una indeterminada pero característica población norteamericana, con objeto de clarificar las circunstancias y complicidades que llevaron al suicidio de la joven estudiante Hannah Baker (Katherine Langford). A lo largo de este proceso, los implicados en dicho trance, de una forma directa o indirecta, testificarán ante sí mismos, en primer lugar, y rendirán cuentas a sus conciencias más que a las leyes, aunque la motivación principal de la mayoría de los compañeros de Hannah es que se haga justicia, en tanto que para otros lo es acallar sus acciones sin asomo de escrúpulo.
Tal es la premisa de la segunda temporada de Por trece razones (Thirteen Reasons Why, Season Two, Netflix-Paramount Television, 2018): el hecho de que a todos nos gustaría poder cambiar algunas cosas acaecidas en nuestro pasado (no solo en similares circunstancias).
Las voces en off que se intercalan sobre algunas de las imágenes resultan prescindibles la mayoría de las veces (el exceso verbal perjudica lo que las imágenes pueden referir por sí solas), pero responden a las reflexiones y sentimientos más esquivos y profundos de todos estos jóvenes en continua lucha y formación, y es, pese a todo, un recurso honesto.
Además, en esta segunda temporada los hijos demuestran, por norma general, tener más valentía que los progenitores, aunque también son portadores de un mayor número de secretos. De alguna manera, llueve sobre mojado, pero el afán primordial de la trama es tratar de esclarecer, y hasta reinterpretar, lo sucedido en la etapa precedente. Caso de las comprometedoras fotos de Tyler Down (Devin Druid), que mostraban un momento de intimidad entre Hannah y Courtney Crimsen (Michele Selene), para luego volverse en su contra.
Casi todo posee una doble lectura en esta continuación de las vidas de los protagonistas. El líder ético de todos ellos sigue siendo Clay Jensen (Dylan Minette), lo que no quiere decir que no se muestre vulnerable a los ojos del espectador. De hecho, el luminoso Clay atraviesa un previsible mal momento, resultando más respondón y cabreado; pero se lo perdonamos porque entendemos por lo que está pasando; máxime cuando al pobre no paran de cruzarle la cara.
Mientras todo esto acontece, el Instituto Liberty se inhibe como institución. Lo que hace que los alumnos citados se muestren cada vez más aislados y desprotegidos, sobre todo Clay. Así, los chicos se encierran más aún en sí mismos, con la efímera apoyatura de algunas amistades nada sólidas (Tyler, Chloe [Anne Winters], Scott Reed [Brandon Butler], etc.), y la desconfianza hacia las autoridades y los docentes (al menos, hasta los últimos momentos de la temporada, respecto a la policía). Al punto de que cuando alguno de estos muchachos recibe un brutal anónimo, no lo pone en conocimiento de los padres o los tutores.
En suma, un clima que se enraíza en el instituto y se traslada a los hogares. El joven Cyrus (Bryce Cass) asegura que en el Liberty se prohíben determinados libros y solo se aplaude a quien le da bien a la pelota.
Pero como ya hemos advertido, todo tiene una contrapartida (o doble lectura) en esta segunda temporada. Por ejemplo, para el errabundo Justin Foley (un estupendo Brandon Flynn), que pasará de conocer el infierno de la marginalidad a vislumbrar cierta claridad -aunque las sombras lo sigan atenazando-, en la figura de Clay y su familia. Lo mismo sucede con la bipolaridad de Skye Miller (Sosie Bacon) y con el inestable Toni Padilla (Christian Navarro), que por suerte encuentra el apoyo estabilizador que necesita en su compañero de boxeo Caleb (R. J. Brown).
La situación tampoco será fácil para Alex Standall (Miles Heizer), que se recupera de un intento de suicidio que, afortunadamente, se malogró, de la mano de su compañero de pupitre Zach Dempsey (Ross Butler). Pese a que el menosprecio de Alex hacia la profesión de su padre, un policía (Mark Pellegrino), resulta ridícula, su trabajosa rehabilitación será muy positiva y avivará el entendimiento entre padre e hijo. A su vez, la rabia contenida de Tyler y el relativo ostracismo de Ryan Shaver (Tommy Dorfman), quedan pendientes de resolución.
Todos estos personajes se afianzan en la trama con una mayor sutileza e introspección. Son una mezcla de fortaleza y debilidad, identitaria de la adolescencia, que anestesia el dolor o se enfrenta a él. Conforman un recorrido vital que se ha de clarificar para poder seguir viviendo, perdonando después de haber reconocido las culpas; las propias, principalmente.
En cuanto a los adultos, algunos padres se muestran comprensivos, en tanto que otros son abiertamente aterradores. Como lo es la idea de un equipo-masa, en un instituto que se ha convertido en cárcel de lo políticamente correcto, y en refugio de consignas para mirar hacia otros lados. Lo que, por cierto, también vertebra la segunda temporada de American Crime (ABC, 2016), donde un estado de paranoia aturulla a padres y docentes, y cuya principal víctima no física suele ser el lenguaje (la lengua siempre en primera línea de los envites totalitarios e ideológicos). Verdaderamente es para hacérselo mirar a estas alturas del siglo XXI. En el caso que nos ocupa, la protección del bestialismo y la sumisión en el sagrado seno de algunos equipos deportivos es evidenciada sin ambages. Para quienes forman parte de dicho grupo, ello obedece a la necesidad de verse protegido, de superar el miedo a no encajar y sentirse rechazado; a la lógica necesidad de aceptación, o de encubrimiento personal en un colectivo. Miedo a no gustar, en definitiva. Lo que, a su vez, conlleva descubrir el auténtico valor de la amistad, y no de las “amistades”. En el caso del líder anti-ético Bryce Walker (Justin Prentice), todo arranca de la ausencia de una educación efectiva por parte de los padres (lo que igualmente intuimos en su acólito Montgomery [Timothy Granaderos]).
Un calvario que se hace extensivo a la figura del orientador del centro, Kevin Porter (Derek Luke), que también ha de purgar sus faltas (sus involuntarias carencias), en lo que van a ser sus últimos días en el instituto (III). Hasta la madre de Clay, abogada de profesión (Amy Hargreaves), tomará una saludable determinación, en respuesta a los acontecimientos y a las necesidades de su familia (XIII). De este modo, la onda expansiva de esta bomba de relojería puesta en marcha desde hace meses, alcanza a los adultos. Lo que incluye, por razones obvias, a la esforzada madre de Hannah, Olivia Baker (Kate Walsh).
Pero tal vez la mayor indefensión sea la que padece Jessica Davis (Alisha Boe), de la que trata de humanizarse -digámoslo así- su personaje, respecto a lo sucedido anteriormente. Más que insensible, Jessica se haya insensibilizada, aunque por momentos la domine la hostilidad (su reencuentro con Justin es terrible). Un proceso paralelo, salvando las distancias, al de Zach, dominado por la fidelidad a su equipo de beisbol, y a la figura protectora que constituyó Bryce durante su infancia, en el que es uno de los mejores momentos, en retrospectiva, de esta segunda temporada (episodio XII).
Otros, empero, parecen abocados a no alcanzar el statu quo, como le sucede a Marcus Cole (Steven Silver), dividido entre la opresiva lealtad a sus padres y el esclarecimiento de la verdad.
Estos personajes orbitan alrededor del maltratador Bryce, puntal del instituto y de la sociedad, merced a la posición oligárquica de sus padres (Brenda Strong y Jake Weber).
El proceso judicial articula toda la segunda temporada. Hannah solo se personifica visualmente como la voz de la conciencia de Clay, cuando no como una verdadera obsesión, según avanza la resolución, y el peso de las responsabilidades que afectan a los protagonistas se acrecienta, de forma muy particular en Clay. Ciertamente, es hermosa la relación post-mortem que se establece entre Clay y Hannah, sostenida por la excelente interpretación de Katherine Langford (1996). Me parece a mí, sin embargo, que la escena donde ambos tratan de besarse de nuevo (X) debía haberse materializado, siquiera en la imaginación de Clay, porque esta imagen y su sensación de realidad son privilegio de los recuerdos; con bastante frecuencia, muy físicos y sensoriales.
Este vínculo es el vértice del loable intento, por parte del resto de protagonistas, de ponerse en la piel de los demás, y tratar de empatizar más los unos con los otros. De forma que el grupo de amigos se afianza, hasta desembocar en esa otra bonita imagen del abrazo general a Clay, en un nuevo baile de instituto, cuando vuelve a sonar la canción que el muchacho bailaba con Hannah (XIII).
En este sentido, estos trece capítulos responden al deseo de darle una mayor complejidad al personaje de Hannah, sin dañar su figura ni disculparla por lo que hizo. Por ello, su relato no se ve apenas alterado en lo fundamental, en cuanto al curso de los acontecimientos se refiere. No obstante, y como era de prever, ya cerrada esta línea argumental, en el último episodio se abren nuevas derivadas que constituyen la antesala de una futura temporada. Así sucede con la deriva de Tyler (abortada in extremis por el infatigable Clay), la penosa adicción de Justin, junto a la reaparición, en furtivo plano, del camello (Matthew Alan) que acompaña a su madre (María Dizzia), o la relación entre Brice y Chloe… Viejas heridas se cierran en tanto que otras se niegan a hacerlo (estaremos atentos si acompañan las ganas y la ocasión, para ver en qué queda la cosa).
En definitiva, se matizan las trece razones que llevaron a Hannah al suicidio, o bien se confirman. Otras se difuminan y desvelan (como el adulterio del padre de Hannah, Brian d’Arcy James). En cualquier caso, es tiempo de perdonar, aunque Clay sabe que para poder pasar una página es necesario haberla leído antes, hasta la última letra. Es una historia complicada, admite el padre de Hannah (VIII), cuando las cintas de casete que dejó su hija se hacen públicas. Por su parte, aclara Clay que una fotografía nunca cuenta toda la historia (…), posee tantos secretos como la gente. A lo que añade Kevin Porter que no todos los chicos que vienen dolidos te cuentan por qué.
No en vano, una cosa es conocer una agresión y otra poder demostrarla ante un tribunal, donde interfieren otro tipo de intereses, administrativos, de (des)orden familiar y obediencia; de sometimiento, en definitiva. A lo que se suma un caldo de culpabilidades e indefensión que toma forma a través de la digitalizada rumorología. Esto es, con jóvenes que son unos enfermos de los móviles y otros dispositivos. Todo un conjunto de pasmarotes, en tanto que los tutores ni asoman ni se les espera. Así, Jessica, Tyler y Clay se ven abocados a sendas terapias de grupo, mientras Justin atraviesa su Rubicón particular, hasta que otro ofendido y humillado contraataca. Respecto a Jessica, que su doloroso despertar ha de sostener el final de esta segunda temporada es algo que está, en el mejor sentido, cantado.
A pesar de que el argumento abusa a veces de tanto secretismo y medias insinuaciones, lo que puede resultar cansino y artificioso para el espectador (algunos vericuetos adolescentes o dramas de instituto parecen algo forzados), de lo que no cabe duda es que se trata de un tema lo suficientemente serio como para ser abordado en una serie, y condensado en unos personajes determinados, una vez más, en torno a la novela de Jay Asher (1975), y su adaptador, junto con otros guionistas, Brian Yorkey (1970). Otras inconsistencias, por el contrario, están resueltas con cierta gracia, como el (pasajero) ataque de celos de Clay hacia Justin, que ha sido felizmente acogido por sus padres (VII).
Pienso que la presente prolongación se debe en buena medida al debate (salido de cauce) suscitado por la temporada anterior. Pero esto no es un demérito. Por todos aquellos que siguen sufriendo acoso escolar, Por trece razones desarrolla sus premisas originarias y arroja nueva luz sobre un problema que, algunas veces, los propios seres humanos nos empecinamos en oscurecer aún más.
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