Para el sábado noche (CXXXVI): Adiós, Charlie, de Vincente Minnelli, y Los Cazafantasmas, de Ivan Reitman

02 febrero, 2024

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¡Me ha moqueado!, le dice un protagonista a otro, mientras está envuelto en unos mocos verdes, es la pera. Así me lo relataba un amigo y vecino, cuando teníamos once años. Se acababa de estrenar Los cazafantasmas (GhostbustersColumbia Pictures, 1984). Estábamos en una vía de tierra, en nuestra urbanización. Él había visto la película y yo tenía que verla. En fin, gustosos recuerdos de la infancia que le asaltan a uno. Eso y que Los cazafantasmas fue mi primer videojuego. Yo tenía un Commodore 64 (mi tío un Spectrum negro, tan chulo como El coche fantástico). También me acuerdo de que en la Calle Alhamar de Granada, cerca de donde yo vivía, se instaló una de las primeras academias de computación para P.C., a cuyas clases asistía con el mismo desparpajo que a las de karate, y con sincera devoción por el futuro. Entonces se hacía todo mano. Aún no puedo evitar acordarme de todo eso cada vez que paso por allí.

Y luego está la canción interpretada por Ray Parker Jr. (1954), que se hizo tremendamente popular. Como tanta buena música en aquella época.

 


Efectuamos hoy un recorrido por dos títulos que, pese a su distancia cronológica (distancia que en el cine no existe), comparten la característica de ser dos buenos modelos de lo que conocemos por comedia fantástica (y no abundan tantos como se cree). Comienzo por Adiós, Charlie (Goodbye CharlieTwentieth Century Fox, 1964), realizada por el fenomenal Vincente Minnelli (1903-1986), bien dotado para la comedia además del musical (o para revestir de comedia los distintos géneros por los que transitó). El escenario principal de la película es el fantástico, pero como telón de fondo está el mundo del cine, si bien, no podemos considerar Adiós, Charlie un ejemplo de cine dentro del cine en sentido estricto, su intencionalidad es otra.


Este mundillo del séptimo arte se ha hecho bastante conocido de forma cinematográfica y extra cinematográfica. Es decir, además de por sus imperecederos logros, por las anécdotas, bondades y excentricidades de algunos de sus responsables. Siempre amplificadas por la longitud y latitud del peculio correspondiente. En Adiós, Charlie la acción arranca con la típica fiesta en un yate. La pretensión es irónica, lo que se traduce a la propia puesta en escena. Ángulos enrevesados al servicio de una música despendolada, y actitudes trilladas vistas con cierta irónica conmiseración. El evento ha sido pergeñado por un “pez gordo”, Leo Sartori (el estupendo Walter Matthau), al acecho de que su mujer, Rusty (Laura Devon), no le regale las dos engorrosas protuberancias de rigor en la frente. Antes de que esto suceda, Leo, productor tan reconocido por su talante impetuoso ante las féminas como por sus éxitos fílmicos, pone fin al in fraganti adulterio.

 


La víctima es el mujeriego guionista Charlie Sorel (Harry Madden), que no logra escapar de su destino pese a lanzarse al agua. Como él, debe haber otros peces en el mar. Su amigo George Tracy (Tony Curtis) acudirá al funeral. No muy concurrido, pues el finado no se había granjeado precisamente la simpatía de los varones con sus actividades íntimas, nocturnas y diurnas. George ha sido nombrado albacea por el difunto.


Aunque existen otros personajes secundarios, como Janie Highland (Joanna Barnes), la esposa de otro colega guionista, Franny Saltzman (Ellen Burstyn, aquí McRae), consorte –según se comenta- del célebre productor Harry Saltzman (1915-1994), responsable de la saga inicial de James Bond; el representante de Charlie, Morton Craft, apodado Crafti (Martin Gabel), o el inspector de policía Frank McGill (Roger C. Carmel), la narración se va a decantar por dos personajes principales, George y la reencarnación de Charlie. Pues, en efecto, Charlie regresa. Y lo hace en forma de mujer, Virginia Mason (Debbie Reynolds). Manteniendo su memoria anterior por un tiempo, porque aún tiene tarea que finiquitar y redimir. Es decir, el que fue Don Juan empedernido tiene justo castigo a su perversidad como representante del sexo opuesto. George lo concreta bien, al decir que hay una providencia llena de sabiduría. Es la humorística representación del bíblico ojo por ojo.


Estos dos personajes centrales están muy bien desarrollados a través del diálogo en el guión de Harry Kurnitz (1908-1968). No en vano, son herencia de un original en forma teatral, de la mano de George Axelrod (1922-2003). El escenario prominente es una casa frente al mar, el refugio de Sorel. Allí distinguimos el “rojo Minnelli” en unas tumbonas y cojines, bien expresivos de la pasión que se va a desatar, y de la que se ha desatado en el pasado.

 


Pero Charlie/Virginia presenta una amnesia temporal. Al principio, como mecanismo de salvaguarda mental, y al final del relato, cuando de manera progresiva asuma su nueva condición física y anímica.


De este modo, en Adiós, Charlie se juega con la idea de la reencarnación y la asimilación de una nueva psicología; la femenina, en este caso. Lo que también conlleva la identidad sexual (por ambas partes, Charlie y George, que se siente atraído por Virginia sabiendo que se trata de su antiguo amigo), y el sentirse a gusto con el cuerpo que nos ha sido asignado, por nuestros padres o el Padre Eterno, como se prefiera, y sin necesidad de tener que hipotecar la vida en un gimnasio. El nuevo Charlie se asimilará bien en todos estos aspectos, y el guión lo formula con gracia. En esta transformación será decisivo otro personaje secundario, un rival amoroso, para frustración de George, en la figura de Bruce Minton III (Pat Boone). Virginia se sentirá así mismo atraída por él, pese a que aún se considera psicológicamente un hombre.


Todo esto es expuesto por Minnelli con alegre pertinencia y sin subrayados vulgares o escabrosos. Con ello consigue que Adiós, Charlie resulte una muy apreciable comedia, en la estela de títulos anteriores y por venir, como Me casé con una bruja (I Married a Witch, René Clair, 1942), El cielo puede esperar (Heaven Can Wait, Warren Beatty & Buck Henry, 1978) o Victor o Victoria (Victor/VictoriaBlake Edwards, 1982). Contó con la música del estupendo director de orquesta André Previn (1929-2019) y la fotografía del excelente Milton Krasner (1904-1988).



También podemos encontrar simpáticos antecedentes para nuestra siguiente película, como El castillo maldito (The Ghost Breakers, George Marshall, 1940), pero el salto en los ochenta siempre fue cualitativo respecto a los efectos especiales.


En la Biblioteca Pública de Nueva York se va a producir un extraño fenómeno, y no me refiero al hecho de que allí sigan acudiendo ciudadanos dispuestos a leer un libro. A lo que aludo es a la presencia de unos personajes no invitados, porque aquel también es su hogar, que repiten acciones tal vez ejecutadas en el pasado. Son, por lo tanto, unos fantasmas ilustrados, ¡no como los de ahora! El desbarajuste que sigue en el mundo de las letrases sonado. Pero no hay cuidado, han acudido unos expertos de los Laboratorios de Estudios Paranormales sostenidos por la Universidad (por poco tiempo). Allí nos ha sido presentado antes unos de los protagonistas, entregado más en cuerpo que alma a un experimento con las cartas Zener. Es el doctor Peter Venkman (Bill Murray), difuso para la ciencia pero concreto para las relaciones carnales. Tras el incidente en la Biblioteca, el Departamento establece que el doctor Venkman es un embaucador, y los métodos propuestos por él y sus compañeros de fatigas interdimensionales, un fraude. La ciencia más sesuda y positivista actúa en este sentido de manera esquizofrénica, llegando a reconocer lo paranormal, pero sin dar crédito a aquello que no se puede reproducir a voluntad en un laboratorio. No obstante, lo curioso del asunto es que quien no cree en lo sobrenatural, o al menos lo emplea como excusa, es el propio doctor Venkman, hasta que los hechos se le abalanzan. Esta característica lo distingue de sus camaradas, Ray(mond) Stanz (Dan Aykroyd) y Egon Spengler (Harold Ramis), que sí se toman en serio la disciplina y el abundamiento en el aparato tecnológico. Entre medias está la secretaria, Janine Melnitz (la estupenda Annie Potts), y la última incorporación al grupo, Winston Zeddemore (Ernie Hudson). Si me dan trabajo, creeré en lo que usted me diga, expone sin tapujos Winston a Janine.

 


Por eso todos andan en busca de una prueba física, la evidencia irrefutable, para, en palabras de Peter, establecer el umbral de la defensa científica indispensable para la próxima década. Loable fin cuyo objetivo es la investigación y eliminación profesional de entes paranormales. El caso es que Venkman es un fenómeno en sí mismo. Un adulto que no ha crecido en absoluto, como demuestra su dislocada relación con la músico Dana Barrett (Sigourney Waver), víctima de uno de estos fenómenos extraños.


En Los cazafantasmas, algunas de esas anheladas pruebas físicas las proporciona el mundo material. Así ocurre con las gárgolas y esculturas del edificio donde viven Dana y su vecino, el contable Louis Tully (Rick Moranis), dos de las cuales cobrarán vida. Otros remanentes son los clásicos fantasmas, aunque con la lección de vida bien aprendida desde el otro lado: son apariciones que interactúan más con los humanos que antaño, y saben esquivarlos cuando conviene. Entre tanto, el grupo de cazafantasmas se sirve de los medios técnicos que tiene a su alcance, incluida la televisión, para anunciarse. Ellos se van a convertir en los héroes que salven la ciudad. Pues otro de los protagonistas de la película es el escenario metafórico y físico de Nueva York (también en la desvaída segunda parte). Esto posee una doble lectura. El triunfo de los cazafantasmas es, al mismo tiempo, el de la urbe y sus habitantes, y el de la constatación sobrenatural.


Como sucede con las oleadas de los OVNIS, las manifestaciones fantasmales y demás impregnaciones se producen cada X tiempo, como un ciclo que se repite, si bien esta va a ser la más gorda hasta la fecha. Por algo ha sido orquestada por un antiguo y maligno dios sumerio llamado Gozer. Cuya madriguera o foco va a ser el enigmático edificio al que hacíamos referencia, en pleno Central Park, junto a la Iglesia luterana de la Santísima Trinidad. Un enclave de arquitectura sugestiva y, como se comenta en la película, espacio de reunión para una antigua secta de corte y confección esotérico. De este modo, lo paranormal se hace material, es decir, carne y celuloide. Y siempre ha sido así.

 


¿Recuerda el amable lector la sensación de cuando uno se topaba con algo por primera vez, en lugar de un remake, un reboot, un spin-off o una mera secuela de compromiso (económico)? Los cazafantasmas aportó este tipo de novedad a un público gustoso de nuevas experiencias, pero con la suerte de experimentarlas argumental y visualmente de primera mano. Y lo hace por medio de una narrativa ágil y una puesta en escena de corte clásico, nada embarrullada, por parte del eslovaco Iván Reitman (1946-2022), guionista y realizador versado en la comedia. Ejemplos sobrados de esta los hallamos en el zumbido poco tranquilizador que desprende el equipo cazafantasma (colisionador de positrones), cuya prueba se efectúa en la suntuosa sala de un lujoso hotel. De igual modo, está la parodia de la velada intelectual, típicamente neoyorquina, que da Louis en su apartamento (no es baladí que al personaje también lo doble Miguel Ángel Valdivieso [1926-1988], la voz de Woody Allen [1935]). Situación seguida por la indiferencia hacia lo que sucede fuera del cómodo ámbito de una terraza-restaurante, cuyos comensales –se supone que acostumbrados a ver de todo- no asisten a Louis. O el tradicional ectoplasma reconvertido en unas mucosidades parecidas al blandiblub. El aspecto humorístico se expande hasta geográficamente, impregnando toda la Costa Este de EEUU, cuyas ciudades, según los noticiarios, quedan infestadas de un sinfín de bichos raros y manifestaciones paranormales. Qué los Cazafantasmas saben cómo contener, trabajando a destajo. Pero, ¿quién dirían ustedes que lo fastidia todo? Exacto, un funcionario al servicio de la dictadura del medioambiente, Walter Peck (William Atherton). En un apunte tan sarcástico como premonitorio.


Dentro de este ámbito humorístico no podemos dejar de lado a la pareja cómica que se da entre el Maestro de las Llaves (Louis) y la Guardiana de la Puerta (Dana); la posesión de Dana por la criatura Zuul, y el advenimiento de Gozer, el Destructor (sin forma conocida pero predispuesto a tomar una: la de un muñeco que anuncia nubes y malvaviscos [marshmallows]). Que el Apocalipsis sea un hecho que se desencadena en Nueva York también tiene su humorismo. Se trata, en cualquier caso, del final de un mundo, el que todos conocemos, que es el que estamos perdiendo ahora por otras vías.

 


Todo ello queda bien arropado por la labor fotográfica de Lázsló Kovács (1933-2007), los decorados de John de Cuir (1918-1991), los efectos especiales, sana mezcla de lo digital y lo artesanal, de Richard Edlund (1940), y por supuesto, la excelente partitura de Elmer Bernstein (1922-2004), gracias al cielo publicada de forma oficial recientemente (por Varese, 2006 y Sony, 2019). Si me apuran, hasta el cartel original de la película resultaba intrigante y divertido.


Los cazafantasmas es ante todo el relato de unos héroes a su pesar, pero que han luchado por llegar a ser reconocidos, a veces rozando el antiheroísmo. Marginales, en definitiva, como lo son tantos héroes.


Por supuesto, la película formaba parte de esos productos artesanales, del género que fueran, hechos para ser vistos en un cine, y no en una pantalla de televisión de cualquier manera, aunque la calidad y extensión de estos aparatos haya mejorado bastante. Nada como estar rodeado de otros entes en una sala de cine.

 


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