Para el sábado noche (CXXXV): El vals del emperador, de Billy Wilder

01 enero, 2024

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 Especial Año Nuevo
 
Solemos comenzar el nuevo año con la resaca del viejo, y con la retransmisión del Concierto de Año Nuevo desde la Sala Dorada de la Musikverein de Viena (Austria). Yo quisiera añadir otra tradición. La del visionado de una suerte de títulos cinematográficos, de esos que nos acompañan toda la vida. A Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, Victor Fleming, 1939) o El Mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming, 1939), podemos añadir otros muchos ejemplos, entre los que se cuentan los especiales para Navidad que he venido reseñando en este blog a lo largo de los años.
 
A una Viena (Austria) de inicios del siglo XX, llega un vendedor de gramófonos, Virgil H. Smith (el animoso Bing Crosby). Precisamente, uno de los aspectos más destacados de El vals del emperador (The Emperor Waltz, Paramount, 1948), va a consistir en el choque de culturas, aparte del de caracteres individuales. Un recurso argumental habitual, pero que aquí está esgrimido con especial gracia. Los guionistas Billy Wilder (1906-2002) y Charles Brackett (1892-1969), ya habían echado mano de este tipo de procedimiento narrativo, casi diríamos que género cinematográfico, en los libretos de Ninotchka (íd., Ernest Lubitsch, 1939) o Bola de fuego (Ball of Fire, Howard Hawks, 1941). Esta (in)disposición con los distintos escenarios, costumbres y hasta clases sociales, es el aliciente estructural de una película que sabe retozar con la idiosincrasia entre naciones y personas, convirtiendo el envite a la diversidad en un acercamiento más potente y entretenido que el de cualquier ideología política invasiva. Me refiero, claro está, al juego del amor, tras los prolegómenos de atracción y repulsión que se dan entre los principales protagonistas. Aquello de que los polos opuestos se atraen, después de haberse repelido.

El vals del emperador se estrena el mismo año que su realizador, Billy Wilder, entregaba otra de las joyas escondidas de su filmografía, Berlín Occidente (A Foreign Affair, Paramount, 1948), nuevamente, con un guión compartido con Brackett. Si esta última toma en serio el escenario histórico del final de la contienda de 1939-1945, la presente pergeña una trama de comedia irónico-romántica en un determinado marco geográfico. Un antecedente en la mixtura de ambos conceptos los podemos rastrear en los respectivos guiones de Si no amaneciera (Hold Back the Dawn, Mitchell Leisen, 1941) o Cinco tumbas al Cairo (Five Graves to Cairo, Billy Wilder, 1943).
 

Pero sigamos con nuestro amigo Virgil, prototipo de norteamericano buscavidas en suelo vienés. El arranque argumental de El vals del emperador lo proporcionan dos ancianas y vivarachas aristócratas, la princesa Isabela Bitotska (Lucille Watson), y la archiduquesa Stephanie (Julia Dean), que, junto a sus acompañantes, narran los antecedentes de la historia a modo de flashback; a falta de concretarse el final del relato. Es decir, que este arranca in media res, en mitad de la cosa.

Parece que a Billy Wilder siempre le interesó este aspecto de la vida, que coloca a muchos de sus forasteros personajes en tierras extrañas; para lo que contaba con su propia experiencia vital. Uno de los ejemplos más tardíos -y sublimes- está en ¿Qué sucedió entre tu madre y mi padre? (Avanti, United Artist, 1972), aunque el paroxismo podría ser la incomprendida Fedora (íd., Lorimar-United Artist, 1978), donde el protagonista penetra en una realidad tan distorsionada que se ha hecho irreconocible, aunque resulte verídica y plausible de cara al público (en un acercamiento que, para mí, se haya muy próximo al relato de terror: esas operaciones quirúrgicas). Película desdeñada esta, con evidentes problemas de producción, pero sumamente inquietante, que enlaza el final de una época del cine con los albores de otra nueva ilusión, óptica y psicológica (de la labor clásica de maquillaje a la especialización en los efectos digitales y demás trucajes). Dentro de este ámbito de transformismo en la naturaleza y aspecto de ciertos protagonistas, no podemos dejar de referirnos a la obra cumbre que es Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, United Artist, 1959); salvando las distancias, todas estas películas comparten la prerrogativa de la transmutación y la desubicación. Alternando el tono trágico y cómico, o haciendo prevalecer uno sobre otro, según los títulos e intencionalidad. No en vano, parte de la alegría que sabe transmitir Con faldas y a lo loco la hallamos en El vals del emperador, donde Wilder y Brackett aciertan al juguetear con los tópicos regionales, proporcionando algo más allá del mero pintoresquismo: una nueva y fresca ventolera (herencia de Lubitsch [1892-1947]). Verbigracia, esa señora obesa que se suma al baile en el recibidor de la pensión donde se aloja Virgil H. Smith.
 

La idiosincrasia del americano medio también es tomada con sentido del humor, bien que los representantes de la refinada cultura vienesa no le andan a la zaga. Ellos son, aparte de los ya mencionados, la joven condesa Joanna Augusta Franciska (sic) (Joan Fontaine), y su padre, el barón de Holenia (Roland Culver). Tanto unos como otros encuentran su particular traslación en las mascotas respectivas, la perrita Scherezade de Joanna, y el trotamundos y algo desgreñado Batons, el perro y compañero de fatigas de Virgil. Más aún, animales y personas se van a caracterizar, en última instancia, por huir del secular estancamiento vital con la cadencia de un bello vals.

Y si la música va estar intrínsecamente relacionada con la envoltura de la trama, algo muy parecido va a suceder con los animales; más que una mera representación de sus amos. Al punto que, de Scherezade depende la felicidad y porvenir de la condesa y su atribulado padre (ahogado por sus nobles deudas). El emperador Francisco José (Richard Haydn; un papel que también le habría ido como anillo al dedo a Robert Morley [1908-1992]), ha decidido cruzar uno de sus mejores perros, campeón de sangre y pedigrí, con Scherezade. De esta unión se espera una camada, símbolo de la endogamia y buena salud de la nación; pero triunfando finalmente el cruce, el más puro y arrojado mestizaje.

Muy divertido es el colapso que sufre la perra de los Holena ante la presencia de su mundano congénere Botons. Una correlación con lo que les sucede a sus dueños: ese choque de caracteres que sincroniza a personas con mascotas (amor animal, en cualquier caso). No es casualidad que, al principio, Joanna muestre un aspecto más cercano a una rigurosa institutriz. Es snob y presuntuosa, en palabras de Virgil. De este modo, se entrelazan las referencias a humanos y animales. Fieles y cariñosos cuando ambos quieren. Distintas razas, como distinta es la sangre de las esferas sociales (la azul y la normal). Mañana vas a ser la perra más importante de Austria, debes estar descansada, le recomienda la condesa a Scherezade. Lo que más tarde desemboca en la simpática escena de la “escapada amorosa” del animal, en pos del “vagabundo” Batons.
 

En este apartado irónico tampoco falta el especialista en psiquiatría freudiana (Sig Ruman), tan recurrente como el Imperio Austrohúngaro para Luis García Berlanga (1921-2010). Una figura que, sin duda, dejó su (jocosa) huella en la temprana vina vienesa de Billy Wilder.

Podemos y debemos incluir las paráfrasis del músico Victor Young (1900-1956). Como la impagable canción que entona Virgil por los caminos y prados vieneses. Es festiva, sin merma del respeto. El empleo de la música no acaba aquí. Está el genial gag del gramófono que asusta al ciervo del emperador. Este recreo de la música dentro de la narrativa de la película (diegética), con la de fuera de ella (extradiegética), es uno de los mecanismos más agraciados de El vals del emperador; sin perder nunca de vista el hecho, igual de incisivo, de que, en el pueblo vienés, hasta el cura y los distintos oficiales saben tocar el violín.
 
El diseño de producción de Hans Dreier (1885-1966), Sam Comer (1893-1974) y Franz Bachelin (1895-1980), resulta magnífico, como el empleo de los escenarios naturales, fotografiados por George Barnes (1892-1953). Acompasándolo todo, la realización de Billy Wilder deviene igual de precisa y elegante. Por todo ello, El vals del emperador constituye, para mí, otra de esas adorables películas destinadas al periodo de la Navidad, aunque esta no sea el tema central. Lo mismo que ocurre con Siguiendo mi camino (Going My Way, Leo McCarey, 1944), La pantera rosa (The Pink Panther, Blake Edwards, 1963), Un gánster para un milagro (Pocketfull of Miracles, Frank Capra, 1961), My Fair Lady (íd., George Cukor, 1964) o Sonrisas y lágrimas (The Sound of Music, Robert Wise, 1965).
 
Aunque El vals del emperador no ha sido demasiado apreciada (cosa que por lo general me importa un pito a la hora de reflexionar sobre una pieza cinematográfica), la película destaca por abordar con genial hondura lo aparentemente superfluo. Esto es, la distinción del estatus social o el enfrentamiento con las distintas costumbres. Me da en la nariz que sucede lo de costumbre, que demasiados críticos comentan de oídas, por terceros, o en visionados iam pridem. No se dejen engañar. Alegre y vitalista como el tiempo musical al que hace referencia, El vals del emperador nunca pierde de vista la perspectiva crítica. Es verdad que no resulta tan ácida como otras de las propuestas de su realizador, pero es que no tiene por qué serlo. Quizá por eso no sea tan considerada en el conjunto de la filmografía de Billy Wilder. Pero eso suele ocurrir con aquellas películas que más disfrutamos, pero no nos atrevemos a distinguir.
 
El doblaje en español, espléndido, por cierto.

 


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