Especial Día de Reyes Magos
Siempre me
han gustado los trenes, y los libros o películas que se ambientan en ellos. No
tiene que suceder un crimen o un descarrilamiento, necesariamente. Muchas de
las mejores historias han transcurrido sobre raíles, al menos, en buena parte
de su recorrido. El tren es uno de esos escenarios que nos pone en comunicación
con la vía más tranquila, ancestral y romántica de la existencia, y también es
uno de los decorados de que se sirve la novela juvenil Emilio y los detectives (Emil
und die detektive, 1928: publicada al año siguiente), del alemán Erich
Kästner (1899-1974); publicada por Editorial Juventud (1931-2018), con
traducción de Eloy Benítez (-), e ilustraciones originales de Walter Trier
(1890-1951).
Emilio es huérfano
de padre, pero cuenta con el recíproco cariño de su madre, la señora Tischbein.
Es peluquera y ambos viven en la recoleta pero bonita localidad de Neustadt. Luego
está la familia que reside en Berlín: la tía Marta, el tío Roberto, la abuela y
la prima, apodada Pony Gorrito.
La buena
relación con la madre queda expuesta desde el capítulo primero. Emilio se
dispone a viajar a la capital, para conocer la ciudad y pasar unos días con sus
parientes. Según va a comprobar el muchacho, no se trata únicamente de un
cambio de escenario, sino de tiempo. Los
habitantes de la ciudad tenían tiempo, un tiempo distinto al del campo (capítulo
II). Entonces se produce el mencionado viaje en tren hasta
Berlín, donde el joven Emilio coincide en su compartimento con un tal Grundeis,
el caballero del sombrero hongo (III).
Con el plácido traqueteo, Emilio echa un sueñecito que a mí me recuerda en su
descripción a las alucinantes aventuras del Pequeño
Nemo de Winsor McCay (1869-1934) (IV).
Tras el sueño, Emilio descubre que no posee el dinero. Ese peculio que con
tanto ahínco y esfuerzo han ido ahorrando su madre y él mismo, privándose de algunas
cosas. Pero la última palabra aún no ha sido escrita. Emilio se baja en otra
estación a la prevista, la del Parque Zoológico, porque ahí es donde se ha
apeado Grundeis. Sospechando de él, y sin desfallecer, el chico decide
seguirlo.
Por una
mezcla de infantil culpabilidad y una clara desconfianza hacia el mundo adulto,
Emilio decide no avisar a la policía (V).
Toma el tranvía en pos del presunto ladrón. La
ciudad era tan grande, y Emilio tan pequeño… (VI).
La prima y la abuela se inquietan al no verlo llegar a la estación, pero
deciden regresar cuando el siguiente tren haga su entrada (VII).
Entre tanto, el recién llegado va a conocer a los Detectives, un grupo de
chavales congregados por su líder Gustavo, que se hace preceder por el sonido
de una bocina, mientras el tipo del hongo almuerza, con toda seguridad, valiéndose
del dinero sustraído a Emilio (VIII).
¡El tío sinvergüenza!
Imágenes de la película |
Tras
celebrar un consejo en plena Plaza de Nikolsburg, el escuadrón de chavalines decide
organizarse en su seguimiento al descarado maleante. De todas las dificultades,
emerge algo positivo, la conexión de este grupo de niños. Pensando en sus
responsabilidades, Emilio escribe a sus allegados para que no se preocupen,
pero sin dar más explicaciones (IX).
Llegados a este punto, y aún sin olvidar su angustia, desea poder vivir la
aventura. Los muchachos son desprendidos, y a ellos se une la prima de Emilio, Pony Gorrito. Varios de ellos hacen
acopio de monedas y, para no perder la pista del individuo, toman un taxi que
les lleva hasta el Hotel Kreid, en la Plaza Nollendorf, refugio provisional de Grundeis
(X). Trifulcas aparte, los chicos hacen piña ante un “congénere”
necesitado. Disponen de experiencia, en este sentido. Para Emilio, se siguen poniendo
de manifiesto las diferencias, no siempre ventajosas, entre una gran ciudad y
un pueblo de provincias (XI). El plan
de acoso y derribo está trazado. Gustavo
se hace pasar por un botones del hotel (XII),
y poco a poco, se van sumando otros chicos curiosos a la captura (XIII).
Todo un destacamento. Cuando Grundeis acude a la sucursal de un banco, es
desenmascarado. Gracias a la labor de los Detectives, el ladrón ve tambalear su
presunción de inocencia (XIV). Ya
en la comisaría, y con el concurso de varios periodistas (XV),
se aclara la cuestión y se produce el reencuentro con la familia de Berlín,
además de la recompensa del banco (XVI),
fijada de antemano. Mil marcos, aunque el mejor regalo que Emilio puede tener tras
este inesperado periplo, es poder traer a su madre a la capital, a pasar unos
días de descanso, con el resto de la familia. La novela culmina con la
multitudinaria reunión de Emilio y su familia con los chavales que le han
prestado su ayuda (XVII-XVIII).
Adaptada al
cine por el norteamericano Peter Tewksbury (1923-2003), Emilio y los detectives (Emil
and the Detectives, Walt Disney Productions,
1964) fue agraciada con el guión de A. J. Carothers (1931-2007), el mismo que,
por cierto, elaboró el posterior El
secreto de mi éxito (The Secret of My
Success, Herbert Ross, 1987), y una buena
reescritura de Las aventuras del ladrón
de Bagdad (The Thief of Bagdad,
Clive Donner, 1978). A falta de acceder al resto de adaptaciones, la de Disney
posee su propio carisma, y es, en definitiva, notabilísima. Se inicia con unos
títulos de crédito de trazos animados con aire simbólico, muy de la época (me
recuerdan los de La pantera rosa [The Pink Panther,
Blake Edwards, 1963]. Se cambian algunos
nombres y, hasta cierto punto, se dinamiza el original; el propio trasvase de
formato potencia esta característica.
A la
capital se dirige el pequeño Emilio Tischbein (Bryan Russell), después de que
su madre, Hilda (Eva Ingeborg), le haya encomendado el dinero que con tanto esmero
ha costado acumular; parte para la abuela y la familia que está en Berlín,
parte para el propio Emilio. En total, cuatrocientos francos. El muchacho se
nos muestra tan consciente y organizado como en el libro. Su madre lo acompaña
a la estación, de autobús en vez de tren. Este cambio resulta menos romántico,
pero más lógico, habida cuenta que la ambientación es la del Berlín
contemporáneo, con lo que las distancias se han acortado, y la infraestructura
ha mejorado. Una voz en off introduce
a los personajes; por suerte, es un recurso del que no se abusa. La cámara
rápida que se emplea durante los prolegómenos no solo evita la reiteración de escenas
similares vistas otras veces, sino que enlaza con uno de los mejores recursos
cómicos del cine mudo. A todo ello se suma el adecuado y expresivo empleo de la
música, de talante jovial y pizpireta, al estilo de los señalados dibujos
animados, por parte de Heinz Schreiter (1915-2006).
Una vez
producido el robo, Emilio entra en contacto con August Fleishmann, Gus (el Gustavo del libro; Roger Mobley).
El objetivo se centra en Grundeis, alias el
Topo (Heinz Schubert). De nuevo, Gustavo anticipa su presencia con el
sonido de una bocina, un detalle simpático y de historieta, procedente del
original. El efecto animado se traslada al propio Grundeis, que en sus
movimientos y gesticulaciones actúa como un mimo. Posee más personalidad en la
película, y está resuelto con bastante socarronería la manera en que le arrebata
el dinero al pobre Emilio (empleando un peluco como péndulo). Como además anticipaba,
no estamos en el Berlín de los años veinte, sino en la bulliciosa y colorida
urbe de los sesenta. Todavía con bastante encanto, lo que puede incluir algunas
señales de la devastación bélica. Esto también se sabe emplear en beneficio de
la película. El destacamento de chavales capitaneados por Gustavo va a dar en
las ruinas de una vieja iglesia, espacio donde se va a desarrollar parte de la acción.
Este escenario desolado, pero de innegable atractivo, en pleno corazón de
Berlín, es un elemento tan plástico como alegórico. Allí pasan la noche Emilio
y Gustavo, para no perder de vista al Topo
y sus tejemanejes.
La presente
representación tiene mucho que ver con el entorno asolado tras la guerra
(1939-1945), cuyos resquicios servían de refugio y “campo de juegos” a los
chicos de Clamor de indignación (Hue and Cry,
Charles Crichton, 1947). Espléndido díptico el
de ambas películas, si bien, también me retrotrae a algunos de los decorados contenidos
en Los contrabandistas de Moonfleet (Moonfleet,
Fritz Lang, 1955).
Al
contrario de lo que sucede en la novela, Emilio sí que habla con un adulto, un
agente de tráfico que no le hace el menor caso, con lo que el resultado es el
mismo. Luego, la pandilla pide ayuda al oficial de policía Stucke (Wolfgang
Völz), con idénticos progresos. El mundo de los adultos y el de los chavales
está separado sin remisión, salvo fuera del ámbito familiar, o una vez que la
casualidad ha confirmado las sospechas de los infantes ante los mayores. Por
eso los chavales portan un código ético bien definido, y disponen de su propia
insignia identificativa, como un cuerpo policial (una estrella parecida a la de
los sheriffs). Para algunos de ellos,
puede constituir la materialización de la pertenencia, un referente cuando la
familia no está unida. Por ejemplo, Gustav llega a comentar que está
desconectado de su padre. Su vida está principalmente en la calle, de donde ha
extraído sus bien aprendidos recursos, y cierta naturaleza de “goma” endurecida
(siempre se ha dicho que los niños parecen de goma).
La pandilla
no es tan numerosa, en principio, como en la novela, destacándose los
siguientes personajes: el rubio Hermann (Robert Swann), que hace el retrato
robot del Topo; los gemelos Hans y
Rudolf (Ron y Rick Johnson), el “profesor” (Brian Richardson), así llamado por
su conocimiento por vía paterna de todo tipo de leyes y disposiciones, y Dienstag
(David Petrychka), que ha de padecer a una hermana adicta al teléfono (el
equivalente de lo que hoy es el móvil; Ann Noland). Está, además, la prima de
Emilio, Grunilda Pony Heinbold (Cindy
Cassell), muchacha espabilada que pronto se sentirá atraída por Gustavo. Así,
hasta la puntual marea de chiquillos de la escena final.
El “cuartel
general” de los Detectives no está en la plaza pública, sino, mejorando el
original, en casa de Dienstag, a la que acceden, “para no levantar sospechas”,
por la escalera de caracol de un edificio abandonado. Nuevas ruinas, y todo un
mundo, que además denota una mayor organización y cooperación entre los
muchachos. De hecho, el único conflicto interno que tienen en la banda, es
cuando deciden sobre la conveniencia o no de contactar por tercera vez con la
policía, para ponerles al corriente de lo que han averiguado. Les está bien
empleado: no les toman en serio ni siquiera después de identificar a los tres
delincuentes en las fichas policiales. Únicamente, hasta que llama por teléfono
a la comisaría el padre de Grunilda. Pero da la casualidad que ni siquiera es
él, sino Gustavo impostando la voz y tratando de ayudar a Emilio, que ha caído
presa de tres bandidos.
En efecto,
aquí el ratero de la novela se escinde en tres: el “barón” Werner von Breughel
(el estupendo Walter Slezak), su secuaz Bruno Müller (Peter Ehrlich), y
Grundeis. La imagen que mejor define a este refinado “barón” de guante blanco
es el picnic con caviar que improvisa en las alcantarillas que dan acceso a las
antedichas ruinas. Otros hallazgos narrativos y visuales los hallamos en la
nota que el Topo va despedazando y arrojando
a la acera (su cita con los otros delincuentes). Un puzle que Gus irá recomponiendo.
No en vano, el Topo anda involucrado
en algo más que un hurto de carterista. Con los otros dos malhechores planea un
asalto a gran escala. Lo que no se esperan es que el pez pequeño acabe devorando al más grande.
Junto a
algunas citadas alteraciones (el medio de locomoción, la excelente idea de Gustavo
haciéndose pasar por un adulto en su llamada a la comisaría), la película se
beneficia de otras aportaciones enriquecedoras de la trama. Como la
caricaturesca percepción del mundo adulto, bastante mal parado, o el hueco por
el que tan solo cabe Emilio (y que da a un depósito de dinero), quedando más
tarde atrapado junto a Grundeis, tras la vil traición de Müller y el “barón”.
La presente
adaptación cinematográfica propone un mayor acercamiento e interacción entre
los protagonistas. Pero tanto libro como película participan del espíritu de la
peripecia desenvuelta y sorpresiva, donde a los niños se les trata como a los
adultos en que merecen la pena convertirse. Dicho de otra manera, Emilio y los detectives posee el encanto
de las aventuras para niños que no se resuelven con el maquinal trámite de un programa
de ordenador o el teléfono móvil.
Escrito por Javier Comino Aguilera
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