La actualidad de Lo que el viento se llevó (Gone with the wind, Selznick Productions, 1939), fiel adaptación de la popularísima novela de Margaret Mitchell (1900-1949) y película que justificadamente podemos calificar de “clásico”, reside en la plasmación del final de una era. Lo que la sustituye puede ser mejor o peor, pero sin duda será otra cosa; como en primer lugar comprueban los combatientes que regresan del frente y que, de repente, se encuentran desubicados. Hasta el punto de que, como representación de todos ellos, el aguerrido e introspectivo Ashley Wilkes (Leslie Howard), acabará hablando de la guerra en parecidos términos a los que empleara antes de la misma el aventurero Rehtt Butler (Clark Gable). Una encrucijada que también se refleja a nivel estético, mediante el estado ruinoso de los otrora orgullosos y ubérrimos hogares de los protagonistas.
Las vicisitudes de la que fuera la octava producción de David O. Selznick (1902-1965) como productor independiente a menudo han sido desglosadas con alguna que otra prosa empalagosa, a ratos salpicada de lugares comunes (varapalo de rigor a Sam Wood, of course). Pero me interesan más los aspectos artísticos que míticos.
Lo que el viento se llevó es claramente, y como sucede con muchas obras cinematográficas clásicas, una película “de productor”. Un empecinamiento de muy felices resultados, gracias a la labor de un equipo técnico y artístico de primer orden, entre los que destacan los decorados del diseñador de producción William Cameron Menzies (1896-1957), que incluían las fachadas de una cincuentena de edificios de época; la fotografía de Lee Garmes (1898-1978), sustituido poco después por Ernest Haller (1896-1970), que tuvieron a su disposición hasta siete cámaras tecnicolor proporcionadas por la compañía; la partitura de Max Steiner (1888-1971) o la contribución de directores como el citado Sam Wood (1883-1949) y George Cukor (1899-1983), finalmente descabalgados por el eficaz Victor Fleming (1889-1949), que con su franqueza incluso ayudó a desbloquear los “atranques” de la producción, principalmente los debidos al guión: Fleming insistió en retomar el trabajo de Sidney Howard (1891-1939), autor del primer libreto.
En suma, una lección en la que caracteres diversos y hasta contrapuestos (toda una representación de humanos, vaya) logran complementarse en un fin común. Se trató de un rodaje extenso (de enero a julio de 1939, con la excepción de la secuencia del incendio, filmada en diciembre de 1938), en el que incluso el propio Selznick hubo de aprender, como mandamás, a dejar el trabajo a cada profesional.
De entre unos quince guionistas, incluyendo unas indicaciones de Ben Hecht (1894-1964) y las aportaciones del propio productor, no cuesta demasiado destacar la labor “unidireccional” del referido Sidney Howard, premio Pulitzer, que redactó el primer (y a la larga último) guión y que, por culpa de un accidente doméstico, no llegó a ver la película terminada (su labor fue recompensada con el primer Oscar póstumo de la Academia). El caso es que con la incorporación de Fleming, el guión quedó (casi) listo, tras descartarse los grandilocuentes añadidos posteriores.
De hecho, Margaret Mitchell fue autora de una sola obra. Siendo niña sufrió un accidente de equitación que le dejó secuelas y de joven también hubo de quedar postrada, debido a otro accidente de automóvil; un tercero acabó con su vida en 1949, esta vez al resultar atropellada. Estos iniciales percances la decidieron a emprender una importante labor de documentación sobre la historia de Atlanta, su ciudad, para un periódico local, documentos e información que a la larga, constituyeron los mimbres con los que se edificó una obra, cuya redacción ocupó a Mitchell diez años, hasta su publicación en 1936 (el mismo año en que Selznick fundó su empresa).
Obra que vio la luz por mediación de un conocido, casi por casualidad (parece ser que no estaba en el animo de la autora publicarlo, pese a sus cualidades literarias). Eso sí, una vez publicada, siempre declaró que ella no escribiría una segunda parte. Tras el éxito fulgurante del libro, la responsabilidad de una adaptación que no defraudara a los potenciales espectadores era grande, como fue acierto de Selznick convertir cada escollo de la producción en toda una estrategia publicitaria.
Una vez planeada la logística de la producción, se hizo evidente que sería necesaria una ayuda financiera exterior. Selznick era el yerno de Louis B. Meyer (1884-1957), el fundador de Metro Goldwyn Mayer, que ofreció su colaboración a cambio de hacerse con la distribución mundial de la película (un acuerdo del que la casa del león trató de aprovecharse publicitariamente siempre que pudo), además de ceder a Clark Gable (1901-1960) para uno de los roles principales: el actor se hallaba a sueldo de M.G.M. pero había sido postulado por los admiradores del libro como el Rehtt Butler ideal, en el caso de que llegara a filmarse la obra. Selznick estuvo de acuerdo y no se equivocó. Como no se equivocó con el resto de un reparto que se completó con Olivia de Havilland (1916), el citado Leslie Howard (1893-1943) o Thomas Mitchell (1892-1962).
Otra cuestión fue la elección de Escarlata O’Hara (empleemos los bonitos nombres en español), papel que recayó finalmente en Vivien Leigh (1913-1967). Desenvolverse dentro de la antipática personalidad de la protagonista fue una labor que supo acometer la actriz inglesa, con las debidas indicaciones de George Cukor, principalmente. Y si el amor no correspondido ha proporcionado memorables argumentos para libros, canciones y películas, este aupará a Escarlata al fingido descubrimiento de que “el dinero es lo único importante en el mundo”, o la decidirá a tomar por despecho un marido “no deseado”, Charles Hamilton (Rand Brooks).
En torno a su personalidad, Escarlata es un “libro abierto”. No oculta sus malestares, es consentida aunque decidida y posee unos evidentes recursos naturales. Contrastes de carácter que hacen que mientras Escarlata, pese a esa pobreza de espíritu, resulte un personaje “rico” en matices por su condición netamente “humana”, Melania posea una mayor presencia de ánimo, pese a ser físicamente más débil. Más aún, si Rehtt Butler acaba siendo un buen padre, a Escarlata no le agobia demasiado la maternidad. Tras la contienda, todas y cada una de sus acciones están encaminadas a sobrevivir, incluido el hecho de que el matrimonio con Rehtt sea más “por negocios” y diversión; en un principio, ninguno pretende engañar al otro.
Pero con la madurez, Rehtt se “establece” sentimentalmente (un amor que posteriormente trasladará a la hija – Cammie King Conlon), en tanto que Escarlata no puede dejar de lado su pasión frustrada por Ashley, un deseo que parece tener más de cabezonería ante lo único que se le ha resistido y no ha podido obtener; es decir, un deseo marcado por haber quedado, en este caso, “segunda”.
Su unión con Butler será finalmente tan desangelada como las demás, a pesar de todo lo que Escarlata consigue, materialmente hablando. Un espejismo en el que caerá incluso Mammy (Hattie McDaniel), la fiel sirvienta de la familia O’Hara. “Hemos estado jugando al escondite”, resume Rehtt, después de que finalmente la niña se lo haya llevado todo para ellos dos. Pero en el fondo, todos son personajes a merced de la Historia, y no solo sujetos a sus anhelos e impulsos.
Claro que para la joven y en principio despreocupada Escarlata, este proceso de “aprendizaje” para dar con la respuesta final la llevará a engatusar, antes que a Rehtt, a otros dos pretendientes, como el citado Charles Hamilton, o Frank Kennedy (Carrol Nye).
Una trayectoria que la misma protagonista resume: de creer que “ya no me queda nada por lo que luchar o vivir”, hasta concluir “y pensar que he amado algo que no existe… y que ya no me importa”.
La inteligencia de Escarlata ha sido hasta entonces la seducción, el saberse deseada por todos, por uno u otro motivo, el haber sido en realidad “una bruja de primera clase”, en palabras de Merian C. Cooper (1894-1973), el otro socio de Selznick.
Una trayectoria que la misma protagonista resume: de creer que “ya no me queda nada por lo que luchar o vivir”, hasta concluir “y pensar que he amado algo que no existe… y que ya no me importa”.
La inteligencia de Escarlata ha sido hasta entonces la seducción, el saberse deseada por todos, por uno u otro motivo, el haber sido en realidad “una bruja de primera clase”, en palabras de Merian C. Cooper (1894-1973), el otro socio de Selznick.
Pero hablábamos también de historia. Está siempre presente, aunque en Lo que el viento se llevó resulta más importante (e interesante) cómo afecta la guerra a los protagonistas que la plasmación de la misma. De ese modo, en la película no se muestra (o al menos no sobrevivió al implacable montaje) una sola secuencia bélica, pero sí las secuelas de estas, alcanzando su mejor representación visual en el impactante plano con grúa, en el que Escarlata se abre camino entre los heridos en busca del doctor Meade (Harry Davenport). Como parte de esas secuelas, debe incluirse la “tardía” toma de conciencia de Rehtt Butler.
Las transiciones y elipsis del relato cinematográfico quedan resueltas elegantemente por medio de intertítulos, notificaciones, la invitación a una fiesta e, incluso, un cheque por valor de trescientos dólares destinado a pagar la contribución.
Junto a la espectacular imagen del incendio de Atlanta (en el que el estudio se deshizo pirotécnicamente de todos sus decorados en desuso, ¡útiles hasta su último aliento!), debemos retener, además, el plano de esa escalera que se adentra en las sombras, para ya no regresar de ellas, en el instante en que Rehtt conduce a Escarlata al lecho. O la charla de Melania con la prostituta Bele Watking (Ona Munson) en el carruaje. O la secuencia en que Rehtt deja a Escarlata, Melania y a su hijo recién nacido, en el inflamado puente, envueltos por un atardecer encendido. O también ese conmovedor plano en el que Mammy pone al día a Melania de las desgracias acaecidas últimamente a la familia, mientras ascienden por las citadas escaleras (un ascenso que se contrapone con el descenso moral del malhadado matrimonio).
Escrito por Javier C. Aguilera
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