Todos los hombres del presidente, de Alan J. Pakula

20 abril, 2016

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Parafraseando un simpático aunque enrevesado título de Julio Cortázar (1914-1984), parece que la narrativa de la película Todos los hombres del presidente (All President’s Men, Warner Bros., 1976) se haya convertido en el modelo básico para armar de todo posterior acercamiento cinematográfico a cualquier indagación periodística; ficticia o basada en hechos reales. 

Con una importante diferenciación: la que proporciona la coordinación de una puesta en escena eficaz, frente a vehículos con “equipos de investigación” en los que apenas existe un trabajo de dirección, pues el realizador no se ha esforzado en contar la historia visualmente, más allá de limitarse a fotografiarla.

Suelen ser guiones interesantes a un nivel temático y de audiencia, pero cuya traslación a imágenes sucumbe ante unos metrajes desaforados, tensión plana y una acción escasamente dosificada, carente de la debida concentración dramática (un aspecto esencial en los relatos de denuncia). En definitiva, que adolecen de la personalidad que proporciona la capacidad sintética y brillantez formal de un Alan J. Pakula (1920-1998).

Empíricamente, desconocemos qué tiene el poder que cambia -en acto- hasta a los políticos más bien intencionados -en potencia-. Tal vez sea un enigma sin enigma, antropológicamente hablando, que se viene gestando y repitiendo desde la noche de los tiempos, con solo algunas notables excepciones. No en balde, muchos ciudadanos comienzan a entender que la política es el principal escollo a la hora de resolver cualquiera de los demás problemas que acucian a un país, incluso por encima del desempleo, ya que se es más consciente de que, sin el arreglo de lo primero, difícilmente va a solucionarse lo segundo.

Entre tanto, y como respuesta, los políticos mudan viejas caras corruptas por rostros nuevos, en lugar de sanear la administración o aligerar las leyes que amparan tanto desconcierto, ya que consideran que la limpieza de un partido político estriba en la recuperación o cambio de imagen de un logo. Nada hay más peligroso que la antiquísima nueva política que cada cierto tiempo se nos vende. Y es que para sostener una cosa y ejecutar justo la contraria, logrando entre medias que el público-votante quede satisfecho, no cabe duda que es necesario haber nacido con un talante muy especial.


Pero cada uno de nosotros, con nuestro compromiso de libertad, personal aunque encaminado a todos, somos realmente los auténticos revolucionarios. El verdadero reto sigue siendo este, el enfrentamiento a un poder que lo controla todo, o aspira a ello, bajo la periódica perpetuación de los neototalitarismos. Por ello, es el periodismo una profesión de auténtico riesgo, pues conlleva la adquisición de una cultura no compartimentada y la discrepancia en libertad, esto es, no sometida a ninguna línea editorial, que lo es de partido; lejos, por lo tanto, del sometimiento a una nueva policía del pensamiento.

Por otra parte, cada vez nos vemos más obligados a elegir entre cultura e información. Y de la segunda suele depender el discurso cultural dominante. Para los periodistas Carl Bernstein (1944) y Bob Woodward (1943), cuyos trasuntos cinematográficos fueron interpretados por Dustin Hoffman (1937) y Robert Redford (1936), respectivamente, el problema de las imágenes no consistió tanto en si resultaba conveniente hurtarlas o mostrarlas, sino en el hecho de saber explicarlas objetivamente.


El uno es un judío liberal (Bernstein) y el otro un protestante de origen anglosajón y afectos republicanos (Woodward). Pero ambos son periodistas con apego o, al menos, respeto hacia su oficio de tinieblas. Por consiguiente, no es extraño que fuera de la iluminada redacción del Washington Post, (casi) todo sean sombras y oscuridad; un antagonismo cimentado por la extraordinaria fotografía de Gordon Willis (1931-2014). A los reporteros, cuya relación se muestra igualmente de forma elíptica, aunque se halle presente en los resquicios de la filmación y el montaje, como flotando en el ambiente, se agregan los personajes de Ben Bradlee (Jason Robards), director del periódico, el editor y responsable de sección (Martin Balsam) y un redactor jefe (Jack Warden).

A ellos se suma el misterioso Garganta Profunda (trasunto de Mark Felt; 1913-2008), ex sub-director del F.B.I., encarnado por Hal Holbrook (1925). Un personaje crucial que proporciona a su contacto periodístico tres lecciones, o niveles de acceso, inolvidables; a saber, que se olvide de los mitos sobre la Casa Blanca (es decir, de las supuestas bondades del poder político), que siga el rastro del dinero y que si a la justicia algo no le concierne, jamás hará nada. De ahí el carácter esperanzado del último plano sostenido de la película, por el cual Woodward y Bernstein se comunican por medio de la escritura de su máquina de escribir; instrumento que se contrapone o solapa, sin ambages, con las imágenes más oficiales de la televisión.


Cada vez se hace más difícil distinguir lo que es cierto de lo que no. Es el resultado del bombardeo informativo y de su respectivo control. La facilidad y conveniencia en ejercer dicho control es mucho mayor, al igual que resulta más arduo el poder centrarse en una sola historia en concreto. Todo periodismo ha de ser honesto por definición; la mejor versión de la verdad, y no solo en lo que respecta al llamado “de investigación”. Sin duda, hay a quienes estos tiempos les parecerán “fascinantes”, lo que en cierto modo es así, pero no por ello dejan de constituir un ilusorio espejismo donde es de agradecer la clarificación cuando esta se produce.

El asunto Watergate demostró que el sistema aún funcionaba. Por esta razón, los gobiernos consiguientes “aprendieron la lección” y el Estado, de cualquier latitud y longitud, decidió que no podía permitirse el lujo de volver a verse tan seriamente comprometido o en entredicho. En la actualidad, la mayoría de cadenas de radio, prensa y televisión dependen de forma directa -o indirecta- de las concesiones y ayudas de los correspondientes gobiernos. Por eso el cine clásico que alcanzó hasta los años setenta fue más limpio, porque reflejaba la suciedad de esta nueva realidad en toda su crudeza.


En la antigüedad, mientras la retórica se ocupaba del lenguaje y el razonamiento, la dialéctica permitía distinguir lo verdadero de lo falso, el discernimiento de las palabras, los hechos y sus relaciones con el lenguaje. Ahora, los nuevos caudillajes y la reciente aristo-laica hacen mucho más trabajosa la labor de esclarecimiento, como anticipan los sucesivos planos cenitales tomados en el interior de la Biblioteca del Congreso, en la que nuestros dos protagonistas tratan de encajar algunas de las piezas -o fichas- de su investigación. Un aspecto en el que no es baladí el empleo de una considerable profundidad de campo por parte del realizador, con el cual va más allá de la natural focalización sobre lo observado.

Es la evidencia de una conducta ética que tiene el valor de enfrentarse a un determinado partido o medio de comunicación, entornos donde la dignidad suele ser un factor negociable. De ahí el interés por arrojar luz y contemplar con la debida perspectiva taquigráfica a políticos que nos cuestan lo mismo tanto si gobiernan como si no, que se acogen al desvergonzado privilegio del aforamiento para eludir responsabilidades o que presionan a la justicia con ánimo de aletargar procesos judiciales y hacer prescribir los delitos. O en fin, que se refieren a su nación con el sobado eufemismo de “este país”, no vaya a escapárseles el nombre, que en determinados países los carga el diablo, y lo tilden a uno con epítetos poco agradecidos, aunque tan arcaicos que suelen decir muy poco del nivel intelectual de quienes los promulgan (o que dicen mucho, según se mire).


No en vano, cada época reclama sus análisis, coyunturas y hasta caprichos… cuyas interpretaciones no conducen necesariamente a un callejón sin salida o de dirección única. Dicho de otro modo, no cabe extrapolar la mayoría de las actitudes particulares de antaño a hogaño, porque estas se adscriben a una realidad determinada. Si por ejemplo, tal autor fue “x” -lo que fuera-, no puede pretenderse que, de forma interesada -en las aulas, principalmente-, en la actualidad siguiera siendo “x” forzosamente, o “x al cubo”, en un inamovible estancamiento de las circunstancias y las conductas. Visto lo visto respecto a los seres humanos, ¡vaya usted a saber lo que pensaría el tal personaje de seguir hoy con vida!

La historia y la cultura, en general, se nos muestran como un ente mucho más orgánico, presto a ser comprendido y asumido, más que enlatado y encorsetado en los nichos ideológicos. Continuamente ha de ser estudiado, contextualizado y matizado, en lugar de fosilizado, reducido y reverenciado. ¡Hasta el humor de muchos cómicos está sucumbiendo a la servidumbre del poder!


Pakula y su guionista, William Goldman (1931), tienen el acierto de enfocar una trama que ya es conocida -por todos aquellos que estaban debidamente informados en aquel momento; buena parte de la opinión pública-, como si de una narración de misterio se tratara; a modo de una película de intriga en la que el suspense es un elemento sustantivo y adjetivo. Esto favorece que todo el entramado de nombres, apellidos, cargos públicos y ubicaciones que despliega el argumento, se teja por medio de una calculada aunque sencilla planificación. Por ejemplo, en determinados momentos, Alan J. Pakula sitúa la acción dentro y fuera de los espacios en que esta acontece, como sucede durante el asalto al edificio Watergate, empequeñeciendo o, en el caso de los periodistas, aumentando, la naturaleza humana.

Una acción que, pese a todo, queda trufada de elipsis y sobreentendidos sobre los que, de forma certera, esta se va construyendo y condensándose bajo un solo clima, en el que destaca el hecho de que haya mucha gente asustada, como confirman el secretario y jefe de finanzas del comité para la reelección, Howard Sloan (Stephen Collins), así como los amedrentados miembros del referido comité. De este modo, los planos de la ciudad se imbrican y airean el relato, más que se insertan dentro de este, por medio de imágenes aéreas que equivalen a muchas palabras.

En otro buen ejemplo de planificación, el realizador resuelve la artimaña de Bernstein con el banquero Dardis (Ned Beatty), sorteando a su secretaria (Polly Holliday), mediante un solo plano secuencia “sin trampa ni cartón”. Además, en otro momento anterior, hemos podido contemplar al mismo periodista conversar con varios “contactados”, a través de un expresivo plano-contraplano: el investigador aún no ha logrado romper las barreras de la incomunicación. Ritmo, fotografía, montaje, guión y acompañamiento musical (la telúrica y envolvente composición de David Shire [1937]) son las pruebas tangibles de un entramado que no lo es, pero que va tomando forma gracias a la inmediatez de unos acontecimientos que se revisten de una estimulante veracidad.

Pakula junto a Redford
Desgraciadamente, al contrario de lo que sucede con los protagonistas de Todos los hombres del presidente, las actuales corporaciones mediáticas en modo alguno representan los intereses particulares de las clases medias. No sorprende, por lo tanto, que lo primero a lo que aspira un político sea el control de jueces, espías, policía, y naturalmente, la educación y los medios de comunicación.

En un momento en que no se tienen muy claros conceptos como los de libertad de expresión, que más bien se arguyen con objeto de enmascarar toda clase de verbo-delitos, como si el insulto fuese siempre una manifestación creativa, o en el que el vocablo democracia solo es entendido si es útil para alcanzar el poder, se hace más necesario que nunca que el periodista sea un individuo libre.

Pero claro, todo esto conlleva un esfuerzo que, para colmo de males, no proporciona demasiados dividendos, votos o reconocimientos. Aunque ya conocíamos el final, Todos los hombres del presidente se las arregló para ser una película dinámica, apasionante y visualmente comprometida con dicha libertad.

Escrito por Javier C. Aguilera

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