Nadie ha logrado nunca fugarse de Alcatraz. Lo dice el alcaide de esta prisión (Patrick McGoohan), porque el historial de la penitenciaría así lo demuestra. Se siente orgulloso de consolidar un hecho irrebatible, y de formar parte del engranaje de un sistema que, con seguridad, necesitaba de algunos ajustes humanitarios, como los sigue necesitando una justicia raptada por los juristas que son elegidos por los políticos. McGoohan (1928-2009) compone admirablemente y de forma casi minimalista el prototipo de funcionario abnegado e insensible, de los que recalan en una administración mecanizada y entorpecida por el papeleo, se siga empleando el formato papel o no.
Es más, cuando el alcaide Warden procede a su rutinaria y aprendida disertación de bienvenida ante el nuevo recluso Frank Lee Morris (Clint Eastwood), incluso se permite darle la espalda, a fin de tentarle para que tome un objeto de la oficina. Tan seguro está de sí.
Lo que además queda claro es que, de poder evadirse de Alcatraz, la tarea ha de ser cualquier cosa menos sencilla. Nadie lo ha logrado antes. La fortaleza apodada La Roca se sitúa en medio del mar, y está varada entre fuertes corrientes frente a las costas de San Francisco, California (EEUU). En sus años de existir como penitenciaría, de 1934 a 1963, Alcatraz alojó a más de mil quinientos criminales despiadados –no hay que dudarlo-, con escasas probabilidades de rehabilitación.
Morris ha sido sentenciado por asalto y robo a mano armada. Ha tratado de evadirse de otras prisiones más “estandarizadas” sin coronar el éxito. Los títulos de crédito nos lo muestran en su nocturna llegada a la prisión. Hacer el recorrido a la inversa no parece tan fácil. Dicho trayecto incluye el despojarle de sus vestiduras durante un largo trecho. Es una buena manera, por parte del realizador Donald Siegel (1912-1991), también productor, y de su guionista Richard Tuggle (1948), de advertir, de forma visual, alegórica y contundente, de la pérdida de identidad a que se ven sometidos los flamantes reclusos en el interior de esta cárcel de máxima seguridad.
Probablemente, estos y otros muchos apuntes de interés fueron extraídos de las páginas del documentado libro de J. Campbell Bruce (1906-1996), Escape from Alcatraz (1963), que narraba los acontecimientos. Al fin y al cabo, el relato se basó en unos hechos ocurridos en la realidad. En junio de 1962, Frank Morris, junto a los hermanos John y Clarence Anglin (interpretados por Fred Ward y Jack Thibeau, respectivamente), consiguieron evadirse de Alcatraz. Queda en discusión si lograron tocar tierra, pero la huida es un hecho, y se produjo tal cual se describe en la película. Fuga de Alcatraz (Escape from Alcatraz, Paramount, 1979), también refleja la impotencia del compañero que queda atrás, Allen West (al que se cambió el nombre por Charley Butts, siendo interpretado por Larry Hankin). De igual modo, el incidente de la mutilación de los dedos del preso Rufe Persful (1906-1991) fue real. Sucedió en los años treinta, pero con buen criterio, Siegel añade este episodio a su presente histórico, convirtiendo al personaje en un diestro aficionado a la pintura.
La desasosegante e intrigante música de Jerry Fielding (1922-1980) encaja bien con las imágenes de la película (una buena edición la hallamos en Intrada, volumen 236, 2013). Al margen de los planos que se pudieron filmar en el escenario real, el entramado de celdas cobró mortuoria vida gracias a la labor del decorador Allen Smith (-) y la fotografía de Bruce Surtees (1937-2012).
Siegel actúa de notario, sin subrayados innecesarios, respecto a la “robotización” de la rutina por parte de funcionarios y, sobre todo, reclusos. Jugamos con el hecho de que, allende la realidad del carácter de los protagonistas reales, estos se muestran encarnados con un elemental grado de humanidad y empatía. Todos los cineastas clásicos -ergo modernos-, y Siegel formó parte de ellos, supieron proporcionar al espectador este asidero tan necesario para una narración. Casi a modo de ficción documental nos son descritos los circulares hábitos de la vida en la cárcel. Por boca del encargado de la biblioteca, el resignado pero respetado English (Paul Benjamin), conocemos las estrictas costumbres, incluido el castigo de la celda oscura en el bloque D. Hasta las charlas telefónicas están intervenidas. Toda la isla es roca viva, declara English. Buena definición la de esta roca que respira…
Un expresivo plano general de transición muestra la fortaleza-isla al fondo de la imagen, y en término medio un puente (unión cercenada con el resto de la civilización). Otra elocuente imagen la hallamos en el ajedrez escalonado que se ejemplifica en el graderío del patio (en función de la disposición importancia- de los presos).
Pero tras dos años de confinamiento, llega para Morris la posibilidad de la huida, y el espectador, por esa ontológica identificación, se pone automáticamente de su parte. Como queda dicho, Morris ya se ha fugado de otras prisiones -parece que con éxito, aunque no con el suficiente para no volver a ser detenido- en torno a delitos como el allanamiento de morada, el robo con escalo y el atraco a mano armada (en cualquier caso, no delitos de sangre). Destaca, en este sentido, la exploración de los aledaños antes de la fuga. Un segmento de marcado suspense, que se constituye en prolegómeno imprescindible para establecer el espacio y la ruta de escape durante el tercio final de la película.
Entre tanto, los personajes parecen encadenados incluso en la transición de algunas escenas. A lo que se opone la esperanza puesta en la fabricación de unas cabezas de pega, por parte de los futuros evasores, y al fin, la perfecta coordinación entre los cuatro implicados.
El guión no cae en la retórica, va al grano. Por ejemplo, en los concisos diálogos. No pretendemos formar buenos ciudadanos, declara Warden, pero sí buenos reclusos.
En cuanto al resto de personajes de soporte, están Tornasol (Frank Ronzio) y su ratón, Charlie Doc Walton (Roberts Blossom), nombre que recibe aquí el pintor, y como era triste costumbre en la época descrita, el sodomita Lobo (Wolf; Bruce M. Fischer), en cualquier caso, bastante escaso de luces y, con certeza, acreedor de auténticos delitos. Queda en el recuerdo la flor acusadora que Warden encuentra en el bolsillo de su pantalón. Más tarde, perpetrada la fuga, el crisantemo que reposa junto a la orilla del mar lo hiere en su orgullo más que cualquier otra cosa. Don Siegel ha sabido transmitirle un significado alegórico y personificado, que va más allá de cualquier confinamiento. Es el poder de los símbolos.
Un rótulo final nos recuerda que un año después de lo sucedido, Alcatraz dejó de ser una prisión.
Escrito por Javier Comino Aguilera
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