A pesar de que la Edad Media siempre ha sido vista como una época oscura, de la que conocemos más bien poco por la restricción del acceso a la cultura durante ese periodo y por la decadencia percibida a causa de la pérdida de la cultura grecolatina, que se recuperaría posteriormente en el Renacimiento, lo cierto es que eso no quiere decir que no hubiera personas que cultivasen la cultura y que la desarrollasen durante esa etapa, especialmente durante la Baja Edad Media. Entendamos además que nuestra noción de Edad Media suele quedar relegada a Occidente y, en el estudio que se suele hacer sobre ella en España, a los reinos cristianos y a su convivencia con Al-Ándalus. Es más, a veces obviamos que los musulmanes cultivaron su cultura en esta época y la propagaron afianzando además un tránsito cultura entre Oriente y Occidente. Y, por otra parte, pocas veces nos referimos a la evolución de Asia, que queda a veces alejada de nuestro panorama cultural, pero que realmente tuvo una influencia relevante gracias a la cantidad de relatos e invenciones que llegaron a los reinos europeos desde aquel continente por las rutas comerciales. No obstante, aún dentro de referirnos a un pequeño ámbito de la historia mundial, encontramos casos que merecen ser recordados y que cultivaron la literatura como otra forma más de vida. Quizás también como otra forma de supervivencia ante la muerte.
Una muestra de cómo pervive parte de la cultura desarrollada en esta época medieval la encontramos en la considerable cantidad de cuentos y fábulas, que se agrupan como ejemplos (exempla) con moralejas y que satisfacían ese objetivo tan persistente de enseñar deleitando, que han logrado pervivir hasta nuestros días y que aún se pueden encontrar retransmitidos a través de distintas redes sociales, aunque sin mencionar al autor ni mucho menos su antigüedad, que tiende a ser desconocida. Es más, lo cierto es que podríamos hablar de un necesario y casi obligado anonimato de estas obras. A fin de cuentas, hubo una considerable cantidad de autores que las recopilaron y las patentaron como propias, a pesar de que ya existían de forma previa y tan solo les habían dado una forma personal.
Entre esos casos, encontramos a don Juan Manuel (1282-1348). Sobrino de Alfonso X el Sabio, fue un noble que alternó en su vida entre apoyar al rey de Castilla o a los árabes con los que se alió en ocasiones intentando así medrar en una sociedad medieval.
Aunque no se trata del primer autor en castellano de nombre conocido, consideración que tiene el poeta religioso Gonzalo de Berceo (c. 1198-1264), sí podemos considerar que se trata del primer escritor preocupado por su obra y por alcanzar la fama. En cierta forma, alejado del ambiente monacal, quiso lograr también la fama y el reconocimiento a partir de sus escritos, intentando evitar el anonimato y pasar a la posteridad. Para lograrlo, legó manuscritos y dejó testimonio y listados de sus obras, habiéndose conservado ocho de trece mencionados. Entre todas ellas, la que tuvo mayor éxito y alcance fue el libro de El conde Lucanor (c. 1331), sobre todo su primera parte, compuesta de 51 cuentos ejemplares con los que don Juan Manuel quería guiar a los jóvenes nobles en su comportamiento futuro (no en vano llegó a ser tutor de Alfonso XI de Castilla).
No obstante, debemos tener en cuenta que esta obra no es original, no al menos en el sentido en que lo entendemos en la actualidad, imbuidos por la forma de entender el arte heredada del Romanticismo. Lo cierto es que la recopilación de cuentos y fábulas que Patronio narra al conde Lucanor para ayudarle en sus conflictos no fueron inventados por don Juan Manuel, sino que proceden de distintas fuentes que el noble tuvo que conocer y a los que aplicó su propio estilo, más depurado y ciertamente rico. Así pues, El conde Lucanor agrupa relatos de tradición oral, incluyendo dichos y refranes, junto a otros que proceden de obras latinas, como las fábula de Esopo, hebreas o árabes, muchas de ellas traducidas en aquellos siglos por la Escuela de Traductores de Toledo, como Calila e Dimna, el Sendebar o, incluso, Las mil y una noches, pero también se sirve de su propia experiencia personal o de los sermones eclesiásticos que leyó y escuchó. Más allá de las diferencias que llevaban a guerrear a cristianos y musulmanes en esta época, existió también un aprendizaje mutuo, fruto de la convivencia, del que muchos intelectuales se sirvieron. No en vano, don Juan Manuel, como ya mencionamos, se alió con unos y con otros como tantos otros nobles de aquella época.
Centrándonos en el aspecto más literario, vamos a encontrar en esta obra un ejemplario como tantos que se hicieron en la Edad Antigua y en la Edad Media, siguiendo un modelo que han recuperado algunos psicólogos o terapeutas en la actualidad, como Jorge Bucay (1949-), en que existe un marco narrativo que justifica la necesidad de contar diversas historias, ya fuera una princesa que trata de evitar su asesinato, como en las Las mil y una noches o unos jóvenes que buscan entretenerse mientras se aíslan de la peste que asola la ciudad, como sucede en el Decamerón (1351), de Giovanni Boccacio (1313-1375). Sin embargo, hay que destacar la forma en que don Juan Manuel le otorga su propia personalidad a los cuentos, modificando el estilo de las fuentes originales para impregnarles una retórica accesible y elegante. No se trata de un mero transvase de relatos, sino de una escritura trabajada en que se ha mejorado la materia prima.
Como hilo conductor, encontramos la necesidad de un conde de encontrar alivio o consejo ante diversos problemas, para lo cual consultará a su siervo Patronio. Se trata de una excusa poco verosímil, como comprobaremos si agrupamos las cincuenta y una peticiones que le realiza, ya que son muchas, en ocasiones son contradictorias y en realidad se nota de forma evidente que pretende dar respuesta a múltiples problemáticas que no se darían en un lapso de tiempo breve, sino a lo largo de toda una vida. Don Juan Manuel quiere aleccionar a la nobleza castellana y lo hace en el trasunto del conde Lucanor. Después de todo, el propio autor aparece al final de cada relato dando su aprobación y concluyendo con la moraleja, fundiéndose con la voz de Patronio.
Por tanto, la mayoría de relatos dan respuesta a conflictos propios de la nobleza medieval: ¿debo enfrentarme a mi enemigo aprovechando su debilidad?, ¿debo aliarme con alguien en quien no confío para enfrentarme a un enemigo mayor?, ¿cómo debo comportarme con mi señor si este ha empezado a desconfiar de mí? No obstante, aunque algunas de estas preguntas hayan quedado desfasadas, muchas otras siguen vigentes en las relaciones humanas: ¿qué debo hacer si los demás opinan mal de mí?, ¿qué debo de hacer con mis sueños y proyectos?, ¿cómo actuar ante una traición? De la misma forma que muchos de los cuentos han perdido su vigencia en los tiempos actuales y otros siguen latiendo con fuerza en el sentido común contemporáneo y se pueden aplicar a nuestra cotidianidad.
Como muestra de los ejemplos que han pervivido y que siguen siendo bastante atractivos, tenemos el cuento II nos habla de cómo un padre y un hijo viajan con un burro y según las opiniones que escuchan en el camino toman diversas decisiones sobre cómo actuar: dejar al burro sin carga, montarse los dos, que vaya uno de los dos... haciendo notar finalmente que no deberían hacer caso a todas las opiniones ajenas porque siempre habrá alguna voz discordante y que te señale que lo estás haciendo mal. Otro de los más populares, el cuento VII, que recoge don Juan Manuel es el cuento de doña Truhana, conocido habitualmente como cuento de la lechera, que nos alerta de que los sueños y proyectos que ideamos no deben despistarnos de nuestro presente, invitándonos a ser realistas y a cuidar lo que hacemos para lograr alcanzar esos ansiados sueños. De la misma forma que no debemos depositar todas nuestras esperanzas en una única solución.
Otros cuentos que tienen plena vigencia son el IV, en que se aconseja no arriesgar la estabilidad por negocios turbios; el V, que nos advierte a través de una fábula de que debemos huir de los halagos fáciles, de la idolatría de los demás, dado que pueden ocultar malas intenciones; el X, en que se apuesta por la individualidad y la necesidad de seguir adelante sin compararse con los demás; el XXI, sobre la forma de educar a los jóvenes sin atacarlos ni reñirles, sino mediante la comprensión de lo que está bien y mal, mediante el ingenio y la experiencia; el XXVI, en que se invita a no tomar decisiones desde la emoción, sino optando por la razón más sosegada y analítica; o, finalmente, el XXXVIII, que muestra cómo la avaricia puede causar la mayor de las desgracias, aconsejando no arriesgar la vida por ese afán de riqueza o por mera frivolidad, como puede suceder hoy con las redes sociales.
Sin embargo, como ya advertíamos, la obra es hija de su tiempo. Por ejemplo, la mayor parte de sus protagonistas son varones de alta alcurnia, el público objetivo al que iba dirigida la obra, aunque en ocasiones encontraremos también a árabes, como el caso del rey Saladino, debido a las fuentes que empleó don Juan Manuel, a animales, dentro de las pocas fábulas que recoge, y, en muy menor medida, a mujeres. El rol de la mujer en El conde Lucanor es mayoritariamente secundario y suele ser el objeto por el que se pregunta más que un agente activo de la obra (en los pocos casos en que lo es, suele ser para representar la dignidad del hogar y de su obediencia al marido); por ejemplo, se invita al hombre a controlar a su esposa, a someterla incluso mediante amenaza de muerte y a lograr que ella actúe de forma sumisa. Es una situación que nos encontramos, por ejemplo, en los cuentos XXVII y XXXV. Se trata de una visión misógina que debemos desechar y que debemos leer de forma crítica, comprendiendo que forman parte de la mentalidad de una época cuyo consejo debemos evitar y cuyas situaciones no debemos repetir. Advertimos, no obstante, que la censura en este caso sería contraproducente: debemos aprender también de los errores del pasado y debemos comprender que ni siquiera en un ejemplario de la talla de El conde Lucanor encontramos la perfección, sino una visión humana más que perfeccionar, que criticar y que mejorar.
También hay numerosos cuentos en que se aferra a la doctrina religiosa o tiene al Dios cristiano como epicentro. Por ejemplo, en el cuento III se recomienda al caballero cristiano que siga batallando y luchando en nombre de Dios, siendo útil a su cruzada contra los moros más que en el retiro espiritual de un monasterio, en una visión distorsionada de la doctrina primitiva y dejándose llevar por el extremismo más irascible y bélico de las religiones. O el cuento XVIII en que se advierte de la predestinación por la que Dios puede provocarnos una desgracia a fin de evitarnos un mal mayor. Seguramente, estos cuentos dedicados al cristianismo sean menos atractivos al lector poco interesado en la religión, pero sirven como una muestra de cómo se instrumentalizan las creencias para provocar y orientar ciertos comportamientos, aún cuando estos pueden ser contradictorios con la moral que defiende esa misma religión. Una contradicción que se explica por la realidad política de la época, en la que vive inmerso el autor. Y a pesar de que se recomienda combatir a los moros, a la par se alaba la virtud de personajes árabes, fruto de la mezcla de influencias que antes referíamos.
Sin lugar a dudas, la riqueza de una obra como El conde Lucanor radica en ese intercambio cultural, esa mezcla algo contradictoria de rivalidad y unión que muestra bastante bien lo que fue esa época convulsa y confusa que llamamos Edad Media. A lo que debemos sumar toda una serie de conocimientos y cultura popular que queda registrada en la pluma de don Juan Manuel y que se agrupa también en las restantes partes de la obra, que incluye, por ejemplo, listas de proverbios y frases hechas que aún hoy se siguen empleando. En conjunto, algunos de estos relatos o proverbios se podrían haber perdido de no ser por la perspicacia de este autor tan preocupado en dejar un legado literario. Entre todos esos cuentos, encontraremos algunos que deben ser leídos con cautela, con la conciencia del tiempo transcurrido, mientras que otros nos sorprenderán por su universalidad y plena vigencia, sobre todo cuando se refieren a cuestiones como la libertad del individuo, el comportamiento que debemos adoptar hacia los demás o las dificultades de las relaciones humanas. El ser humano no ha variado tanto en sus conflictos emocionales, tan solo es el contexto el que ha variado. Por último, cabe destacar que todos estos cuentos son accesibles en versiones que han actualizado el castellano, siendo una edición bastante recomendable la realizada por Castalia en su línea de Odres Nuevos.
Una muestra de cómo pervive parte de la cultura desarrollada en esta época medieval la encontramos en la considerable cantidad de cuentos y fábulas, que se agrupan como ejemplos (exempla) con moralejas y que satisfacían ese objetivo tan persistente de enseñar deleitando, que han logrado pervivir hasta nuestros días y que aún se pueden encontrar retransmitidos a través de distintas redes sociales, aunque sin mencionar al autor ni mucho menos su antigüedad, que tiende a ser desconocida. Es más, lo cierto es que podríamos hablar de un necesario y casi obligado anonimato de estas obras. A fin de cuentas, hubo una considerable cantidad de autores que las recopilaron y las patentaron como propias, a pesar de que ya existían de forma previa y tan solo les habían dado una forma personal.
Entre esos casos, encontramos a don Juan Manuel (1282-1348). Sobrino de Alfonso X el Sabio, fue un noble que alternó en su vida entre apoyar al rey de Castilla o a los árabes con los que se alió en ocasiones intentando así medrar en una sociedad medieval.
Aunque no se trata del primer autor en castellano de nombre conocido, consideración que tiene el poeta religioso Gonzalo de Berceo (c. 1198-1264), sí podemos considerar que se trata del primer escritor preocupado por su obra y por alcanzar la fama. En cierta forma, alejado del ambiente monacal, quiso lograr también la fama y el reconocimiento a partir de sus escritos, intentando evitar el anonimato y pasar a la posteridad. Para lograrlo, legó manuscritos y dejó testimonio y listados de sus obras, habiéndose conservado ocho de trece mencionados. Entre todas ellas, la que tuvo mayor éxito y alcance fue el libro de El conde Lucanor (c. 1331), sobre todo su primera parte, compuesta de 51 cuentos ejemplares con los que don Juan Manuel quería guiar a los jóvenes nobles en su comportamiento futuro (no en vano llegó a ser tutor de Alfonso XI de Castilla).
No obstante, debemos tener en cuenta que esta obra no es original, no al menos en el sentido en que lo entendemos en la actualidad, imbuidos por la forma de entender el arte heredada del Romanticismo. Lo cierto es que la recopilación de cuentos y fábulas que Patronio narra al conde Lucanor para ayudarle en sus conflictos no fueron inventados por don Juan Manuel, sino que proceden de distintas fuentes que el noble tuvo que conocer y a los que aplicó su propio estilo, más depurado y ciertamente rico. Así pues, El conde Lucanor agrupa relatos de tradición oral, incluyendo dichos y refranes, junto a otros que proceden de obras latinas, como las fábula de Esopo, hebreas o árabes, muchas de ellas traducidas en aquellos siglos por la Escuela de Traductores de Toledo, como Calila e Dimna, el Sendebar o, incluso, Las mil y una noches, pero también se sirve de su propia experiencia personal o de los sermones eclesiásticos que leyó y escuchó. Más allá de las diferencias que llevaban a guerrear a cristianos y musulmanes en esta época, existió también un aprendizaje mutuo, fruto de la convivencia, del que muchos intelectuales se sirvieron. No en vano, don Juan Manuel, como ya mencionamos, se alió con unos y con otros como tantos otros nobles de aquella época.
Centrándonos en el aspecto más literario, vamos a encontrar en esta obra un ejemplario como tantos que se hicieron en la Edad Antigua y en la Edad Media, siguiendo un modelo que han recuperado algunos psicólogos o terapeutas en la actualidad, como Jorge Bucay (1949-), en que existe un marco narrativo que justifica la necesidad de contar diversas historias, ya fuera una princesa que trata de evitar su asesinato, como en las Las mil y una noches o unos jóvenes que buscan entretenerse mientras se aíslan de la peste que asola la ciudad, como sucede en el Decamerón (1351), de Giovanni Boccacio (1313-1375). Sin embargo, hay que destacar la forma en que don Juan Manuel le otorga su propia personalidad a los cuentos, modificando el estilo de las fuentes originales para impregnarles una retórica accesible y elegante. No se trata de un mero transvase de relatos, sino de una escritura trabajada en que se ha mejorado la materia prima.
Como hilo conductor, encontramos la necesidad de un conde de encontrar alivio o consejo ante diversos problemas, para lo cual consultará a su siervo Patronio. Se trata de una excusa poco verosímil, como comprobaremos si agrupamos las cincuenta y una peticiones que le realiza, ya que son muchas, en ocasiones son contradictorias y en realidad se nota de forma evidente que pretende dar respuesta a múltiples problemáticas que no se darían en un lapso de tiempo breve, sino a lo largo de toda una vida. Don Juan Manuel quiere aleccionar a la nobleza castellana y lo hace en el trasunto del conde Lucanor. Después de todo, el propio autor aparece al final de cada relato dando su aprobación y concluyendo con la moraleja, fundiéndose con la voz de Patronio.
Por tanto, la mayoría de relatos dan respuesta a conflictos propios de la nobleza medieval: ¿debo enfrentarme a mi enemigo aprovechando su debilidad?, ¿debo aliarme con alguien en quien no confío para enfrentarme a un enemigo mayor?, ¿cómo debo comportarme con mi señor si este ha empezado a desconfiar de mí? No obstante, aunque algunas de estas preguntas hayan quedado desfasadas, muchas otras siguen vigentes en las relaciones humanas: ¿qué debo hacer si los demás opinan mal de mí?, ¿qué debo de hacer con mis sueños y proyectos?, ¿cómo actuar ante una traición? De la misma forma que muchos de los cuentos han perdido su vigencia en los tiempos actuales y otros siguen latiendo con fuerza en el sentido común contemporáneo y se pueden aplicar a nuestra cotidianidad.
Cuadro de Johannes Vermeer, c. 1660 |
Otros cuentos que tienen plena vigencia son el IV, en que se aconseja no arriesgar la estabilidad por negocios turbios; el V, que nos advierte a través de una fábula de que debemos huir de los halagos fáciles, de la idolatría de los demás, dado que pueden ocultar malas intenciones; el X, en que se apuesta por la individualidad y la necesidad de seguir adelante sin compararse con los demás; el XXI, sobre la forma de educar a los jóvenes sin atacarlos ni reñirles, sino mediante la comprensión de lo que está bien y mal, mediante el ingenio y la experiencia; el XXVI, en que se invita a no tomar decisiones desde la emoción, sino optando por la razón más sosegada y analítica; o, finalmente, el XXXVIII, que muestra cómo la avaricia puede causar la mayor de las desgracias, aconsejando no arriesgar la vida por ese afán de riqueza o por mera frivolidad, como puede suceder hoy con las redes sociales.
Sin embargo, como ya advertíamos, la obra es hija de su tiempo. Por ejemplo, la mayor parte de sus protagonistas son varones de alta alcurnia, el público objetivo al que iba dirigida la obra, aunque en ocasiones encontraremos también a árabes, como el caso del rey Saladino, debido a las fuentes que empleó don Juan Manuel, a animales, dentro de las pocas fábulas que recoge, y, en muy menor medida, a mujeres. El rol de la mujer en El conde Lucanor es mayoritariamente secundario y suele ser el objeto por el que se pregunta más que un agente activo de la obra (en los pocos casos en que lo es, suele ser para representar la dignidad del hogar y de su obediencia al marido); por ejemplo, se invita al hombre a controlar a su esposa, a someterla incluso mediante amenaza de muerte y a lograr que ella actúe de forma sumisa. Es una situación que nos encontramos, por ejemplo, en los cuentos XXVII y XXXV. Se trata de una visión misógina que debemos desechar y que debemos leer de forma crítica, comprendiendo que forman parte de la mentalidad de una época cuyo consejo debemos evitar y cuyas situaciones no debemos repetir. Advertimos, no obstante, que la censura en este caso sería contraproducente: debemos aprender también de los errores del pasado y debemos comprender que ni siquiera en un ejemplario de la talla de El conde Lucanor encontramos la perfección, sino una visión humana más que perfeccionar, que criticar y que mejorar.
También hay numerosos cuentos en que se aferra a la doctrina religiosa o tiene al Dios cristiano como epicentro. Por ejemplo, en el cuento III se recomienda al caballero cristiano que siga batallando y luchando en nombre de Dios, siendo útil a su cruzada contra los moros más que en el retiro espiritual de un monasterio, en una visión distorsionada de la doctrina primitiva y dejándose llevar por el extremismo más irascible y bélico de las religiones. O el cuento XVIII en que se advierte de la predestinación por la que Dios puede provocarnos una desgracia a fin de evitarnos un mal mayor. Seguramente, estos cuentos dedicados al cristianismo sean menos atractivos al lector poco interesado en la religión, pero sirven como una muestra de cómo se instrumentalizan las creencias para provocar y orientar ciertos comportamientos, aún cuando estos pueden ser contradictorios con la moral que defiende esa misma religión. Una contradicción que se explica por la realidad política de la época, en la que vive inmerso el autor. Y a pesar de que se recomienda combatir a los moros, a la par se alaba la virtud de personajes árabes, fruto de la mezcla de influencias que antes referíamos.
Sin lugar a dudas, la riqueza de una obra como El conde Lucanor radica en ese intercambio cultural, esa mezcla algo contradictoria de rivalidad y unión que muestra bastante bien lo que fue esa época convulsa y confusa que llamamos Edad Media. A lo que debemos sumar toda una serie de conocimientos y cultura popular que queda registrada en la pluma de don Juan Manuel y que se agrupa también en las restantes partes de la obra, que incluye, por ejemplo, listas de proverbios y frases hechas que aún hoy se siguen empleando. En conjunto, algunos de estos relatos o proverbios se podrían haber perdido de no ser por la perspicacia de este autor tan preocupado en dejar un legado literario. Entre todos esos cuentos, encontraremos algunos que deben ser leídos con cautela, con la conciencia del tiempo transcurrido, mientras que otros nos sorprenderán por su universalidad y plena vigencia, sobre todo cuando se refieren a cuestiones como la libertad del individuo, el comportamiento que debemos adoptar hacia los demás o las dificultades de las relaciones humanas. El ser humano no ha variado tanto en sus conflictos emocionales, tan solo es el contexto el que ha variado. Por último, cabe destacar que todos estos cuentos son accesibles en versiones que han actualizado el castellano, siendo una edición bastante recomendable la realizada por Castalia en su línea de Odres Nuevos.
Escrito por Luis J. del Castillo
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