Clásicos Inolvidables (LXXXVIII): La vida del Buscón, de Francisco de Quevedo

16 febrero, 2016

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No sería la primera vez que nos referimos al movimiento pendular del pensamiento humano y, por tanto, del arte. Un movimiento sujeto a las necesidades de sus creadores, atento así a lo que podríamos denominar modas y que versan tanto sobre el contenido como la forma. Si ha existido la pugna entre tradición y novedad, también se ha ahondado en la cuestión entre utilidad y belleza vacía o evasiva. Al final, se ha tratado de dar explicación a la forma de expresión del ser humano, tratando de justificar una de sus características más intrínsecas: la necesidad de comunicar, de meditar sobre sí mismo y de, en definitiva, justificarse a sí mismo.

El Renacimiento había traído consigo una época de esplendor para el estudio y el descubrimiento aún precientífico, aunque especialmente filológico, gracias sobre todo a la revisión de la sabiduría grecolatina y árabe. Sin embargo, las relaciones de poder ocasionan muchas veces retrocesos a favor de la opinión única. Durante el Barroco y justificado en el movimiento contrarreformista, existió la tendencia moralista de censurar pensamientos alejados del cristianismo católico y se impusieron ciertos ideales en España relativos al casticismo, a los buenos y viejos cristianos y al estoicismo. Se concluyó así un período donde el esplendor y el desengaño se habían dado la mano para erigir el denominado Siglo de Oro. 

Sin embargo, lo que no suele relucir demasiado es que esta época fue prolija sobre todo en la literatura de evasión, en obras que entretuvieran, generalmente faltas de didactismo y moralidad, incluso podríamos catalogarlas como ajenas a la realidad social del momento. Nos referimos a los libros de caballería, a las novelas pastoriles, moriscas o bizantinas, toda una serie de obras que servían para la corte, para la narración de historias ficticias ocasionalmente en clave y basadas en ideales y modelos de la época, pero sin remitir a la problemática social o a la maldad y el deshonor, que también existían (y existen). Ese hueco lo cubrieron poco a poco algunas obras de cierto renombre en la actualidad, hasta consolidar finalmente un género: la novela picaresca.

Si ya la aparición de La Celestina (1499), de Fernando de Rojas, La lozana andaluza (1528), de Franscisco Delicado, o El Lazarillo de Tormes (1554) insertaban el factor social, con mayor presencia de las clases bajas, la consolidación del género picaresco fue Guzmán de Alfarache (1599), de Mateo Alemán, siguiéndola en importancia el ejemplo que nos legó Francisco de Quevedo (1580-1645): La vida del Buscón (1626). 

Acercarse hoy a la novela de Quevedo supone realizar un esfuerzo de comprensión de otra forma de pensar muy alejada (aunque a veces pueda no parecerlo) de la nuestra. Como mencionábamos al principio, estamos ante una corriente casticista, que observa con malos ojos el ascenso social burgués y trata de reestablecer un mundo de corte medieval, algo que, como se ha podido comprobar con el paso del tiempo, era tan solo el retraso del inevitable progreso.

Sin embargo, el autor madrileño también pretendía divertir al lector y presenta toda una serie de escenas humorísticamente crueles para su personaje, aunque defendidas como inevitables por su conducta.

La historia nos transporta a la vida del segoviano Pablos, quien narra en primera persona, a la usanza de la picaresca, su historia desde la infancia hasta la edad adulta, contándonos sus peripecias por sobrevivir y ascender socialmente. Con esta descripción, es fácil la remisión a la imagen que todos conservamos del Lazarillo, pero lo cierto es que hay diferencias clave. 

Para empezar, Lázaro tiene un comportamiento travieso de niño, pero su situación desgraciada es una denuncia a la sociedad que le rodea, incluyendo estamentos como la nobleza (como los hidalgos) y la clerical, hacia la que se dirigen las principales críticas; además, la obra pretende que el lector juzgue también el comportamiento de Lázaro y sus circunstancias, considerando el personaje que sí ha alcanzado cierto ascenso social y que su comportamiento final no puede ser juzgado como negativo, sino como necesario. Por contra, el Buscón nos retrata a un personaje rodeado de un entorno familiar negativo y criminal, con una madre alcahueta y tachada de bruja y un padre criminal, que pese a tener una intención honorable en su infancia, pretendiendo ser similar a los caballeros, no evitará finalmente ni las travesuras infantiles ni el intento de prosperar mediante la estafa, la mentira y el crimen.

Niños comiendo uvas y melón, de Murillo
La intención de Quevedo era, por tanto, censurar este tipo de actitud, otorgando un matiz didáctico para el lector muy similar al que las series infantiles han realizado en los últimos años (mostrando a los protagonistas como ejemplos de virtud, con elementos como la amistad, el valor o el altruismo como valores positivos y a sus enemigos, rivales o antagonistas como ejemplos de egoísmo y cobardía cuyas acciones les llevan a acabar finalmente mal). 

Ahora bien, no se trata El Buscón de una obra didáctica al uso ni parece ser su principal objetivo, dado que no hay digresiones ni reflexiones explícitas sobre el comportamiento de su protagonista, sino que más bien se pretende ridiculizar al personaje y provocar la risa de los lectores ante los esfuerzos fútiles que lleva a cabo para prosperar. En efecto, todos los intentos de Pablos le llevan a la desgracia, incluyendo escenas asquerosas, daños físicos o penuria económica, llegando a burlas grotescas que nos recuerdan a ciertas escenas recurrentes en la época, como los vómitos de personajes como Lázaro en El Lazarillo o Sancho en El Quijote, incluso Cervantes llegará a maltratar a sus personajes en la segunda parte de forma similar, aunque injusta, por mero divertimento de los duques.

A su vez, retratará todo un universo social degradado, con los hidalgos pobres que tratan de sacar provecho y mantener las apariencias nobiliarias, el desprecio por los verdugos y las alcahuetas, la existencia del soborno, el egoísmo de los clérigos (representados por Dómine Cabra, al que acompaña una gran descripción satírica) o la crítica a los poetas del momento. Todo ello sazonado por el ingenio de Quevedo a la hora de jugar con el lenguaje y las situaciones cómicas basadas en lo repugnante y en el humor de golpes y porrazos

En este sentido, resulta un tópico afimar que hacer reír es más difícil que hacer llorar, pese a que lo segundo suela ser considerado más magistral y serio que lo primero. Acercarse a esta novela pone de relieve la distancia, temporal en este caso, que existe entre los lectores de hoy y los del siglo XVII. El cambio en la realidad afecta al lenguaje y aunque, sin duda, la labor de la RAE ha permitido la persistencia del castellano a lo largo de los últimos siglos, lo cierto es que los giros y los múltiples significados no han podido más que variar conforme cambiaba la sociedad, ¡aún más en el caso de la jerga de germanía!

El almuerzo, de Diego Velázquez
Quevedo siempre ha sido visto como un autor sarcástico y ácido, recurriendo al humor crítico junto a a chistes chabacanos y situaciones cómicas, hoy podríamos llamarlos sketches, pero gran parte del juego de dobles sentidos se ha perdido y aunque una buena nota a pie de página aclare la situación, nos encontramos ante la explicación de un chiste y no ante la gracia en sí, lo que hace perder la naturalidad del humor. A su vez, gran parte de lo que hacía reír a la sociedad nobiliaria de la época no se corresponde con lo que hoy nos haría gracia. Precisamente, la burla hacia ciertos sectores de la sociedad resultaría hoy de muy mal gusto, y en este caso Quevedo es consciente, es decir, pretende atacar y profundizar en las llagas de su sociedad. En este sentido, cabría mencionar que El Buscón sería hoy una novela difícil de publicar o, como poco, no exenta de la crítica de lo políticamente correcto. 

La división en tres libros de la novela funciona esencialmente en la primera parte, dedicada a la infancia, pero gran parte de los sucesos posteriores son intercambiables, incluso encontramos olvidos y equívocos que revelan falta de planificación, así como situaciones que se alejan de la vida pícara (en la etapa como comediante, donde sí se alcanza cierta prosperidad) o un final abierto que queda a la espera de una segunda parte que nunca llegaría. No obstante, al final lo importante es la idea que revela El Buscón: un protagonista de clase baja que trata de prosperar y ascender socialmente por vías cercanas a la criminalidad, por lo que es castigado de una u otra forma, para divertimento de los lectores y como forma de censura a sus intentos. No hay aquí un juicio hacia el determinismo social, sino hacia las acciones libres de un sujeto ciertamente deleznable, aunque este viva también en una sociedad que le permite ser de esta forma y donde conviven otros que malviven igual. Al final, un ejercicio cercano al esperpento de Valle-Inclán, aunque aquí parezca ser el reflejo de las argucias de todo un colectivo dedicado a la astucia y a la bellaquería, al menos según la mirada quevedesca.

Vieja friendo huevos, de Diego Velázquez
Antes de finalizar, debemos señalar que la edición de Cátedra, a cargo de Domingo Ynduráin, resultará más adecuada a los estudiosos de este tipo de obras y de esta época que al lector medio que trate de comprender la obra mediante la explicación de sus expresiones. No estamos menospreciando el trabajo de Ynduráin, todo lo contrario: es exhaustivo y eficaz, pero lo comentamos por quien quiera acercarse a esta obra con un fin dedicado a la lectura y no al estudio. 

En definitiva, una lectura que puede sorprendernos y agradar por su ingenio, pero que está muy alejada de ser una novela placentera. Por cierto, a pesar de ser la única de Quevedo, no fue lo único que escribió en prosa, como atestiguan sus Sueños y discursos, donde aparecen muchas imágenes y referencias similares al Buscón. En todo caso, muchos detalles humorísticos se nos escaparán y algunos no nos resultarán graciosos, debido al cambio tanto en el lenguaje como en la mentalidad, pero sin duda es un fiel reflejo de una de las principales tendencias de la época por parte de uno de los mejores autores barrocos.

Escrito por Luis J. del Castillo



2 comentarios :

  1. Me da (casi) vergüenza comentar aquí cuando, según parece, tu forma normal de escribir supera con mucho a mis mejores intentos. Pero bueno...
    Solamente quería comentar que sí, puede ser cierto que mucho del humor de esta época no es necesariamente gracioso en el terreno de la actualidad, pero simplemente hay que retroceder en el tiempo y disfrazarse de Quevedo, verlo desde su perspectiva y "vanagloriarse" del propio escrito. Es decir; tratar de entenderlo como él lo haría.

    Es innegable que de una u otra manera el conjunto va a ser horrorosamente inferior en cuanto a entendimiento se refiere, pero aún así a mí me parecen obras de calidad(y humor) supremo.
    No soy capaz de decir nada de Quevedo, porque: primero, me encanta; segundo, no soy quién para juzgar.

    Y en cuanto al placer o gusto de leer obras como estas(por simple gusto, nada de estudio)... simplemente creo que es cuestión de a qué te atengas.

    Un saludo.

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    Respuestas
    1. Hola :)
      En primer lugar, y muy importante, nada de vergüenza, estamos para compartir opiniones, debatir y hablar abiertamente. Para empezar, gracias por un comentario tan largo.

      En segundo lugar, tienes gran parte de razón en lo que dices, quizás me he explicado mal en la reseña o no me he referido a la necesaria lectura histórica de cualquier obra similar: en efecto, hay que leer la obra en su tiempo, aunque ello no evite tampoco una lectura actual. El principal problema que planteo con respecto al humor entre un tiempo y otro, es que a veces hay determinada clase de gracias que, por la cuestión de lo políticamente correcto, parecen más ofensivas que simplemente humorísticas, y Quevedo era especialista en apostillar de esa forma que linda (o se sumerge) en lo que ofende, por lo que hoy no sería bien visto. Pero es indudable que la calidad de su escritura es muy grande, aunque en concreto este Buscón esté falto de una planificación narrativa (errores de coherencia, olvidos y despistes varios).

      Ahora bien, el ingenio del autor no lo puedo poner en duda y debo reconocer que me pareció fabuloso especialmente en la primera parte del libro, con los capítulos de infancia o la convivencia con el Domine Cabra, muy similar al hambre de Lázaro, así como el intento de cortejo de una mujer en el segundo libro o la relación clandestina con una monja en el tercero. Sin embargo, conforme más oscuro se hacía el lenguaje en determinados momentos (por los cambios lingüísticos lógicos del tiempo que me obligaban a recurrir a las anotaciones aclaratorias), más fácil era que, sí, comprendiese el ingenio, pero perdiera la gracia.

      Por último, y ya a nota personal, me encanta la poesía de Quevedo, a la que todavía no hemos dado lugar en el blog, y aunque la prefiero a su prosa, no puedo negar, ni lo haré nunca, que toda su obra goza de un talento satírico único.

      De nuevo, gracias por comentar y me alegro de que te encante Quevedo, es uno de los grandes autores españoles y se puede disfrutar mucho. No dudes en pasarte de nuevo por el blog :)

      ¡Un saludo!

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