Umberto D., de Vittorio De Sica

11 noviembre, 2013

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Al final, lo que importa no son los años de vida, sino la vida de los años” (Abraham Lincoln).

El cartel español añadió H al título.
De un tiempo a esta parte parece haberse consolidado la idea de que el cine es únicamente sinónimo de adolescentes y palomitas, lo que en parte es cierto; pero el tópico (teniendo en cuenta que “cine” son ya más de cien años, y no únicamente lo que se estrena en una sala comercial), conlleva además que, las películas con mayores de sesenta, o setenta años -que cada cual ponga el límite-, son reiterativas, aburridas, y lo peor, poco rentables.

En este “mundo traidor”, como reza el verso de Ramón de Campoamor, otro ilustre ninguneado, solo parece contar lo inmediato, lo anecdótico, lo instantáneo (al menos eso me cuentan, yo procuro vivir de otra manera, y me parece de perlas lo que disponga cada cual). Aunque más grave sí parece el hecho de que la complejidad y expresión de unos personajes, haya derivado en una mera exposición de arquetipos. Por ejemplo, cuando retratamos la madurez, o como se dice de forma eufemística, “la tercera edad”, es para dar caramelos al nieto, como sonrientes bobalicones o como simpáticos tostones.

Pero la rapidez, lo superficial o la escritura vacía de contenido, traían sin cuidado a los talentos de Cesare Zavattini (guionista), Vittorio De Sica (dirección) y Alessandro Cicognini (músico), porque vivían en el mundo del cine, que tiene sus propias coordenadas espacio-temporales. Por suerte para todos.

Vittoria De Sica y Cesare Zavattini
Filmada con actores no profesionales, Umberto D. (Dear Film, 1952), película que De Sica dedica a su padre, es un conmovedor relato sobre esa madurez, en un momento histórico -más que geográfico- determinado, aunque socialmente cíclico. De hecho, la soledad, la pobreza y la vejez se dan la mano en la figura de Umberto Domenico Ferrari (Carlo Battisti, que según tengo entendido fue un destacado lingüista en la “vida real”). Pero se trata de una vejez, no triste por el hecho de suponer el final de un “trayecto”, sino por no haber sabido (o podido) desarrollar aquellos ocios, placeres y costumbres que La Fontaine reclamó en otros bonitos versos.

Tras su jubilación (que viene de “júbilo”, ironías de la etimología), como funcionario del Ministerio de Obras Públicas, Umberto se ve abocado a la invisibilidad más paupérrima. Como otros, se encuentra solo en una colectividad; es en cierto sentido, un inadaptado. De Sica expresa estas “soledades” de forma magistral cuando da preponderancia a los rostros de la gente común. De ese modo, no hay heroísmo ni mitificación en la descripción de su personaje. Umberto es totalmente humano.


El otro protagonista de Umberto D. es el tiempo, que parece como detenido, desparramándose por los desangelados intersticios de la pensión donde se aloja el jubilado; un lugar que sirve tanto de casa de lenocinio, como de ¡escuela de canto! (estamos en Italia). En definitiva, la opulencia en las apariencias y el miserabilismo en la cocina (otro espacio que proporciona detalles costumbristas).

Más aún, la pensión es un lugar opresivo, aunque De Sica lo filme a veces en planos abiertos, ligeramente contrapicados. Es, en este sentido, inolvidable la imagen de Umberto, encuadrado a través del boquete que han hecho los albañiles en su dormitorio, como lo son sus movimientos cotidianos en dicho aposento, con la inclusión de los ruidos de la calle. De este modo, la película se convierte en la conmovedora crónica de un urbanita, y en el demoledor retrato de una Italia, vía Roma, que también sufrió una posguerra. Una Roma en absoluto glamurosa, más bien somnolienta. Y es que, en Umberto D., la postura estética es una postura moral.


Por otra parte, para Umberto, el perro no solo es su mejor amigo, también es el único, excepción hecha de su bonita relación con la criada María (Maria Pia Casilio). No en vano, cuando necesita de la ayuda de otros colegas, estos se lo “quitan de encima”, hasta que finalmente, se ve obligado a vender sus objetos más preciados: los libros.

De hecho, la visión de la vejez desarrollada por Zavattini y De Sica no queda exenta de crítica: algunas “personas mayores” pueden resultar tan egoístas como (des)interesadas. Así, no es extraño que Umberto halle más compañerismo y empatía en el animal que en sus semejantes (o por diferencia generacional, en María). Por otro lado, cuando cierta ayuda se materializa, no resulta del agrado de Umberto, por la forma en que se produce: él la reclama de “amigos” y no de desconocidos. Guionista y realizador dedican a ello otro momento de lo más afortunado: aquel en que Umberto recibe limosna sin pretenderlo.

Y por supuesto, es imposible no hacer mención del emotivo y turbador desenlace (más que final), al que el jubilado parece abocado nada más comenzar la narración.


Bien, ya hemos insistido otras veces en que la modernidad de muchas creaciones cinematográficas no depende de si su fecha de realización es reciente o no. Al fin y al cabo, somos sujetos en el tiempo, y nos interesa la divulgación de unas determinadas obras. Para el De Sica neorrealista, la narración era una descripción con valor atemporal, casi una labor de entomología cinematográfica porque, incluso si las condiciones reflejadas no son ya las mismas -por fortuna, algunas cosas han cambiado “para mejorar”-, otras en cambio, más relacionadas con la naturaleza y capacidades del ser humano, persisten, o pueden ser compartidas, o merecen ser conocidas.

Este fue el legado de Cesare Zavattini (1902-1989) y Vittorio De Sica (1901-1974), o de Suso Cecchi D’Amico (1914-2010) y Roberto Rossellini (del que hablaremos pronto en este blog, 1906-1977); el legado de unos sentimientos a pie de calle que desbordaban la situación social y económica a la que se veían sometidos todos sus protagonistas, tan “reales como la vida misma”.

Auténtico cine comprometido, este sí, por no discursivo, y demostrando con ello que sencillez no es sinónimo de simpleza, Umberto D. es la demostración de por qué el Cine ha sido el Arte más importante del siglo XX.

Escrito por Javier C. Aguilera


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