Monicelli y Steno |
Los mitómanos de las películas consideran que existe un número X de obras maestras del cine, tópicos que se perpetúan hasta el aburrimiento, por lo general dependiendo del peso de la “estrella” que interviene, de una más que superada “política de autor”, o atendiendo a otras consideraciones de tipo cultural. Naturalmente, la mayor parte de las obras citadas, son por lo general lo que denominamos una “obra maestra”, pero –y sin ánimo de disponer de una “última palabra”-, lo cierto es que para un conocedor desprejuiciado -mejor que “amante”- del séptimo arte, este ofrece multitud de sorpresas; cuanto más ve uno, más gratamente sorprendido queda uno. Así lo vemos, por ejemplo, dentro de la llamada serie B, o dentro de la basta filmografía de un realizador reconocido, o así mismo, dentro de la obra de directores que no son los más recordados o canónicos -teniendo en cuenta los estragos provocados por ideologías, gustos y modas-, e incluso dentro de otras geografías y géneros (con el western a la cabeza).
Las “sorpresas” son variadas y estimulantes: el cine tiene ya más de cien años. Por otra parte, no todas las películas tienen vocación de maestría, les basta con resultar buenas, o excelentes.
Las trayectorias de Mario Monicelli (1915-2010) y Stefano Vanzina “Steno” (1915-1988), siendo muy distintas, fueron injustamente ninguneadas (sobre todo en el caso del primero), pero por fortuna gozan hoy de un merecido reconocimiento. No es labor mía redescubrir nada, solo congratularme por ello (aparte de que la obra de cada realizador no suele ser un conjunto uniforme). Monicelli y Steno debieron sentirse cómodos trabajando juntos, puesto que lo hicieron en ocho ocasiones.
En la película que proponemos hoy, la picaresca asume el rostro de un delincuente de “poca monta” y lo que llamamos un guardia, a las puertas de una poco sustanciosa jubilación (interpretados respectivamente, y a la perfección, por Antonio de Curtis “Totò” y Aldo Fabrizi, este último, también colaborador en el guión). Ya desde el episodio inicial, en el Foro Romano, seguido del asunto con los niños, Guardias y ladrones (Guardie e ladri, Lux & Golden Films, 1951) hace gala de un tono tan caustico como divertido.
El escenario, la Roma de posguerra, la de la ayuda norteamericana propiciada por el Plan de George Marshall. De hecho, el año en que culminó este, Monicelli y Steno filmaban Guardias y ladrones, con producción de Dino de Laurentiis y Carlo Ponti, fotografía del futuro y muy estimable realizador Mario Bava, y música del maravilloso Alessandro Cicognini.
Pues bien, el ladronzuelo Ferdinando Esposito es cogido, como suele decirse, “in fraganti”, por el brigadier Bottoni, y tras una extenuante persecución campestre, cuyo ritmo sostenido ya resulta de por sí cómico, el policía logra detener al ratero, que a su vez se lamentará más delante de que “la gente se ha espabilado”, por lo que cada vez resulta más difícil ejercer tan noble y antigua profesión. Tras un breve descanso en una taberna, Ferdinando logra escapar de nuevo, dejando a Bottoni en una situación harto comprometida con sus superiores (hay otros testigos que reclaman sus pertenencias u “honorarios”).
Pero el hecho es que tanto Ferdinando como Bottoni tienen sus respectivas familias, y que ambas se pondrán contacto cuando el brigadier es conminado a llevar a cabo la labor detectivesca de localizar al ladrón que se le ha escapado, so pena de cerrar su fructífero expediente con una mácula, después de treinta intachables años de servicio. De este modo, el sobrino de Ferdinando, Alfredo (Gino Leurini), entablará una relación con Liliana, la hija del brigadier (Rossana Podestá), cual Romeo y Julieta de los arrabales.
Conviene señalar que los actores que conforman ambas familias están maravillosamente seleccionados: todos están estupendos, desde las esposas hasta el simpático Libero (Carlo Delle Piane), el hijo de Ferdinando, cuyo nombre es otro apunte humorístico.
En Guardias y ladrones el relato está pie de calle -que esto no fue “descubrimiento” exclusivo de la Nouvelle Vague-. El paisaje urbano, como en otras ocasiones, tiene una importancia física considerable, ya que también nos habla de una sociedad que, finalizada la guerra, trataba de sobrevivir entre edificios destartalados, interiores forzosamente minimalistas y un horizonte de descampados. A estos escenarios de añaden un teatro que aspira a volver a serlo, una barbería pobretona pero repleta de humanidad, tabernas en los extrarradios y gruesos abrigos para soportar el frío…
La comprensión entre los dos personajes principales se producirá solo cuando ambas familias, la del representante de la ley y la del caco, no solo se conozcan, sino se traten, estableciendo unos mínimos vínculos de humanidad. Vínculos que, por otro lado, proporcionan una visión de la tradicional institución familiar como un espacio tan castrador como divertido.
Entre los momentos más geniales de Guardias y ladrones, no podemos obviar aquel en que policía y ladrón se sinceran en el rellano del edificio donde habita Ferdinando, o aquel en que este último corrige la redacción colegial de su primogénito; el mundo de los niños sigue siendo puro, pese a todo. Es un mundo que los adultos, más que haber olvidado, parecen ansiosos de querer retomar.
Escrito por Javier C. Aguilera "Patomas"
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