Nos trasladamos de nuevo al Londres victoriano, en esta ocasión, al año 1893. Jack, el destripador continúa asesinando, pero la esperanza en un mundo más justo, con vistas al nuevo siglo, es compartida por muchos de los londinenses. Y concretamente, por H. G. Wells (1866-1946, al que encarna Malcolm McDowell), aún un escritor en ciernes, ¡pero notabilísimo inventor!
El retrato de Wells es el de un hombre comprometido (y no un extremista, como se da a entender en alguna página de uso frecuente, no muy valorada por su objetividad, precisamente), al que la contemplación del conjunto de la sociedad de su tiempo, define su carácter y moldea su ideología. O puede que tal vez no solo la sociedad de su tiempo…
Esa es la atractiva premisa de la que parte el escritor y realizador Nicholas Meyer (cuya contribución al fantástico es bien conocida por los aficionados), según la cual, y merced a la invención de una máquina del tiempo (otra de las obras más conocidas de Wells), a la que bautiza con el nombre de Argo, puede transportarse hasta el futuro, concretamente hasta 1979, aunque sea de manera forzada. Este nuevo Jasón se enfrenta de igual modo con lo inesperado.
Los pasajeros del tiempo (Time after time, Warner Bros, 1979), de Nicholas Meyer es una espléndida aventura, pese a que se sustenta en el derrumbe de las propias convicciones, el enfrentamiento con la realidad (del hombre), pero también con el renacimiento de la esperanza y la posibilidad del cambio: de resultas de su experiencia, Wells, según especula el relato, se verá más preparado para escribir sus obras maestras.
Pero antes de que el proceso culmine, el inventor deberá detener a un peligroso criminal, para lo que el tiempo sigue cruzando un papel crucial, y tratar de sobrevivir en un entorno ajeno, y a la certeza de que todo tu mundo ha sido aniquilado, y lo que es peor, que lo que lo sustituye no es mejor (lo que sería una buena definición de “crisis”).
Por ende, el joven Wells constata que, como le hace ver su contemporáneo, la única diferencia es que ahora se mata más eficazmente. La aquiescencia con el doctor John Leslie Stevenson (David Warner) es evidente. Por descontado, la elección del nombre es otro homenaje, en este caso al creador de Doctor Jekyll y Mister Hyde; y en cierto modo, Stevenson es el otro yo de Wells. De hecho, el buen doctor se encuentra en ese nuevo escenario como pez en el agua, ¡aunque tan sorprendido como el propio Wells!
Así, frente a determinados avances de orden social, otros aspectos de la sociedad parecen haberse anquilosado, o desaparecido. La solución de Wells será decisión suya, algo que al menos no le pueden quitar, y será no claudicar y ser fiel a los principios que considera fundamentales para la educación del sujeto, sin dejarse arrastrar por movimientos coyunturales, modas o lo impuesto por circunstancias mediatizadas; aunque esto, naturalmente, lo aboque al ostracismo (¡ser uno mismo es lo más subversivo que hay, entonces como ahora!).
De hecho, Wells se percata de que todos somos productos de nuestro tiempo. De ese modo, cuando propone a Amy (Mary Steenburgen) “regresar” con él, en un principio ella no se ve preparada para abandonar su siglo. Un siglo que ha permitido que fuera ella quien tomara la iniciativa de “entablar relaciones” con el despistado inglés.
Sin embargo, para Wells la oportunidad que le brinda el poder volver a su siglo es evidente; tal vez esté a tiempo de poder cambiar algo; tal vez lo relatado en Los pasajeros del tiempo no sea más que una realidad alternativa.
El relato de Meyer especula, además, con el interrogante de por qué el Destripador no dejó ni rastro, sino que pareció esfumarse en el aire. Junto a ello, está el entretenido choque de una civilización con otra. Para el inventor todo resulta nuevo y asombroso, desde un cacharro de cocina o un tocadiscos, hasta otro artefacto sumamente fascinante, el automóvil moderno.
Una diferencia cultural que no solo es de tipo temporal o mecánico. Por ejemplo, cuando Wells es invitado al apartamento de Amy, lo primero que éste le pregunta es que dónde están sus libros. Una situación que aún contrasta más, al comprobar cómo sus pertenencias forman parte de un museo, lo que por otra parte le dará ocasión de reemplazar sus lentes rotas, en un magnífico apunte. Otro momento divertido es el descubrimiento de una sucursal del Banco de Inglaterra. Para alguien que anda tan perdido como Wells, el hallazgo supone todo un alivio.
No es la primera vez que el cine propone un juego parecido. Salvando las distancias, están el Alonso Guillén de Contreras de La otra vida del capitán Contreras (Rafael Gil, 1955), el Barbanegra de Mi amigo el fantasma (Blackbeard’s ghost, Robert Stevenson, 1968) o el capitán Nemo del curioso telefilm El viaje a la Atlántida del capitán Nemo (The amazing captain Nemo, Paul March, 1978), por citar tres ejemplos que me vienen ahora a la cabeza, sin ánimo de exhaustividad.
Y sin duda, en el apartado artístico, Los pasajeros del tiempo se beneficia también de la música de Miklos Rózsa y el diseño de producción de Edward Carfagno.
Escrito por Javier C. Aguilera
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