Pensar en la cantidad de mentes, sobre todo jóvenes, que quedarían cautivadas por la fantasía y espectacularidad de una obra maestra como King Kong (RKO, 1933) es uno de esos alicientes que proporciona el cine a todo buen cinéfilo. Realizada por Merian C. Cooper (1894-1973) y Ernest B. Schoedsack (1893-1979), la película fue producida por David O’Selznick (1902-1965) antes de establecerse en solitario, con música de un incipiente Max Steiner (1888-1971) y en base a un guión del propio Cooper y del brillante escritor de novelas policiacas Edgar Wallace (1875-1932), que, sin embargo, no pudo ver la película concluida.
A bordo del Ventura, el pragmático empresario de espectáculos Carl Denham (Robert Armstrong), que anteriormente ha sido definido como “honrado pero insensato”, ha puesto rumbo a lo fabuloso. Sin él sospecharlo, su aventura le conducirá hasta su siguiente y definitiva atracción, y, al hacerlo, sellará el destino iconográfico de la ciudad de Nueva York. Pero antes de partir, Denham es consciente de la necesidad de contar con una mujer para las filmaciones que, en principio, pretende llevar a cabo durante el exótico viaje.
Es una cuestión no exenta de importancia “porque el público lo exige”. Y curiosamente, a la chica estarán reservadas las imágenes más inolvidables del relato. Para Ann Darrow (Fay Wray) se tratará, sin duda, de “la oportunidad de una vida”. Un tercer personaje (o cuarto, si tenemos en cuenta al capitán: Frank Reicher), será el misógino, más por bravuconería o inexperiencia, John Driscoll (Bruce Cabot), el segundo de a bordo.
El guión fresco y disfrutable cimenta una historia narrada con sentido del humor y desparpajo, aunque en connivencia con una notable dosis de crueldad, rebajada, no obstante, en el montaje final. Otros aspectos de la época de producción tampoco son evitados: estamos en plena Depresión y una “casa-hogar” para la mujer se anuncia en las calles. En efecto, el pueblo de Nueva York necesita distracciones y alegría.
Como los aficionados saben, en King Kong sobresale todo el segmento que tiene lugar en la fascinante Isla Calavera, un enclave que no aparece “casi” en ningún mapa. Franqueada por el enorme muro de una civilización perdida, que al modo del de Adriano, delimita dos territorios completamente distintos, la permanencia de los tripulantes del barco se teñirá de asombro y, finalmente, de horror. Pero la estancia también certifica la convivencia de lo “terrenal” con lo fantástico u oculto, y no como una superstición, puesto que existe al margen de la interpretación que se le dé (la indígena, en este caso).
Destaquemos, además, el momento en que la Isla surge tras un velo de niebla o el inmediato ritual aborigen al estilo de la Bella y la Bestia, símil al que se alude continuamente en la película. Y seguidamente, el choque entre “primitivismo” y “civilización”, siempre entre comillas, tal y como advierte el primario John Driscoll al preguntar “¿y si al monstruo no le gusta que le saquen fotos?”. También es interesante el guiño propuesto en el instante en que Ann finge artificiosamente una forzada performance frente a la cámara de Denham; en “la realidad”, su actuación será totalmente creíble y más que convincente.
Hablar de King Kong es hablar también del artista que le dio vida, Willis H. O’Brien (1886-1962), cuyo mérito principal consistió en dar expresión de forma continua al gorila. De hecho, el encuentro en la Isla con animales antediluvianos, primero por parte de los expedicionarios, luego por Kong, es uno de los más celebrados pasajes de todo el cine fantástico. O’Brien se las ingenió para superponer a personajes y criaturas dentro del mismo plano, proporcionando, además, un entorno familiar a la vez de extraño, totalmente fantasmagórico y legendario, como es la selva o la cueva que sirve de refugio a Kong.
Y naturalmente, no podemos olvidar el clímax en el Empire State Building, junto al plano del enorme gorila escalando el edificio, mientras al fondo del mismo se aproximan unos aviones. El ritmo vertiginoso de los desastres desatados en Nueva York se quintaesencia cinematográficamente por medio de los puntos de vista alternos que tienen lugar en lo alto del edificio.
Willis O'Brien |
El guión es más endeble y de duración más estándar (con relación a una “serie B”). De hecho, la amenaza ha desaparecido y el pequeño Kong es un encanto de criatura, un personaje “humanizado”, por lo que la amenaza se traslada -por descontado- al hombre, en este caso, un capitán de barco renegado (John Marston; aunque tal amenaza dura poco).
Dilapidadas las sorpresas, ¡salvo un oportunísimo terremoto!, El hijo de Kong funciona más por acumulación. Sí podemos señalar el acierto de guión del “doble” amotinamiento de la tripulación del S. S. Ventura, primero para con su verdadero capitán (de nuevo Frank Reicher), pero inmediatamente después, para con el traidor que pretendía tomar el control.
Como curiosidad, anotar en la versión en español, la “misteriosa” incorporación de fragmentos musicales de Come rain or come shine de Harold Arlen (antes de un incendio), El aprendiz de brujo de Paul Dukas (durante la parada en una isla nativa) o del socorrido Tchaikovski (durante la travesía).
El gran gorila (Mighty Joe Young, RKO, 1949), dirigida por Schoedsack ya en solitario, sí es una excelente continuación, debido en primer lugar a que cuenta con la suficiente perspectiva temporal, que hace que no se trate de otra secuela al uso, sino de un nuevo relato, fresco y dinámico.
Se basó en una historia de Ruth Rose (1896-1978), en la que Merian C. Cooper y John Ford (1894-1973) ejercieron como productores. En su elaboración, ya intervino un primerizo pero ejemplar Ray Harryhausen (1920-2013), discípulo de O’Brien, y de la música se ocupó el compositor del estudio por excelencia, Roy Webb (1888-1982).
En “el corazón” de África tiene lugar una chiquillada, la compra por parte de una niña de un bebé “monísimo”, que además “es mejor que una muñeca”. Graciosamente, el gorilita se queda frito cuando escucha La bella durmiente de Tchaikovski (1840-1893). La acción se traslada entonces doce años en el tiempo. Ahora es Max O’Hara el nombre del publicista y empresario con ínfulas (aunque esté interpretado nuevamente por Robert Armstrong: ¿cambio de personaje o de nombre, debido a las anteriores demandas?). Con la colaboración del campeón de lazo Gregg Johnson (Ben Johnson, recién salido de La legión invencible), parten al continente africano en busca de nuevos animales para sus espectáculos. En este sentido, la secuencia del intento de captura del gorila llamado Joe es similar a la que se ofertará veinte años después en El valle de Gwangi (The valley of Gwangi, Warner Bros., 1969).
Destaca igualmente la competición que Joe establece, ya formando parte del “espectáculo”, con unos forzudos (entre ellos, Primo Carnera [1906-1967], que se prestó gustoso a la chanza) y en el que los auténticos animales serán, esta vez, los encopetados espectadores que se sientan a las mesas.
Junto al feliz y edificante desquite del gorila durante la que será la última de sus representaciones (una excelente labor de coordinación de la puesta en escena), debemos recordar la magistral y emocionante secuencia del rescate de los niños de un orfanato incendiado por parte de Joe.
Pese a que de nuevo se echó mano de las habituales transparencias en algunos planos, El gran gorila consiguió, justamente, un Oscar a los mejores efectos especiales en 1950, por todo su trabajo con maquetas y el espléndido empleo de las proporciones.
Una vez devuelto a su familia y entorno por Gregg y su ama y amiga Jill Young (Terry Moore), se hace evidente que, una vez más, la fauna urbana es más de lo que el pobre gorila puede soportar.
Escrito por Javier C. Aguilera
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