¡A ponerse series! (XLI): Proyecto Blue Book

22 enero, 2021

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Ya me he referido en otras ocasiones, en varios artículos publicados en este blog, a la figura del investigador y astrofísico Josef Allen Hynek (1910-1986). Su trabajo se ceñía al de profesor de dicha materia en la Universidad de Ohio (EEUU), cuando fue requerido para desacreditar el fenómeno de los OVNIS por parte de las Fuerzas Armadas. Las razones eran y son muy variadas, y ninguna parece del todo convincente: que se comenzó a ocultar la información al público, y son tantas las mentiras que ya no saben cómo parar; que los OVNIS suponen una amenaza para nuestra seguridad, que el resto de los mortales no estamos preparados para conocer la verdad, que ellos ya están entre nosotros… Pese a todo, teniendo en cuenta que nos situamos en el perímetro de la prepotencia y ansia de dominio del ser humano, cualquier respuesta se convierte en algo más que una posibilidad.

Nuestro Antonio Ribera (1920-2001), de quien fue bastante amigo, siempre recordó a Hynek con afecto. Por lo demás, pasa como de costumbre, cuando se desconoce alguna disciplina, o no se está en disposición de asimilarla, se ataca. Tal y como se continúa haciendo en algunos medios de difusión donde se va de saberlo todo, y lo paranormal se toma a chufla, que es más sencillo y barato que ponerse a indagar (desde luego que hay personas que vienen al mundo no con esta misión en particular).

En calidad de astrónomo y figura científica respetada, Hynek fue reclutado para darle a la prensa las explicaciones lógicas que el fenómeno precisa (en pasado y presente). De esta guisa, todo aquello que no se pueda controlar, caerá en el socorrido ámbito de la histeria colectiva, la radiación anormal, la refracción, las corrientes de aire, el planeta Venus, y todo el arsenal de rigor que sigue vigente.

El joven encargado de este proyecto, bautizado como Libro Azul, el programado capitán Michael Quinn (Michael Malarkey), se lo expone así al profesor Hynek (Aidan Gillen): ¿le gustaría ayudar a las Fuerzas Aéreas a reinstaurar el razonamiento científico en la conciencia de la gente? (temporada I: capítulo I). Fácilmente controlable e inexperto en eso de la apertura de mente -no ya de conciencia-, Quinn tiene muy claro que su labor es lo que le digan que haga. Por su parte, como el científico no deja de enfrentarse a la burocracia académica, la oferta de Quinn le resulta altamente estimulante, aun en el caso de serle dictada de primeras la conclusión del primer avistamiento que se dispone a investigar, oficialmente, debido a un satélite de rastreo. A lo que Hynek argumenta que, si los “platillos” no existen, ¿por qué hay tantos testimonios?

Aquí entra ya en conflicto la libertad de pensamiento e investigación con la presión de los poderes fácticos, a los que se les presupone el libre desenvolvimiento (ya que no la libre circulación de los resultados). En este caso, no hablamos de un gobierno determinado, sino de un grupo -perdón por lo sobado de la imagen- en la sombra. Su misión: desacreditar y guardarse la información. Una postura encomiable para el descrédito, que se desmorona ante la presencia palpable de los diversos testigos y determinadas pruebas físicas. El problema es que la jugada les saldrá mal con el científico. Aunque en un principio, el proceso será largo y hasta cierto punto, exageradamente tortuoso. Sea como fuere, darse cuenta de la manipulación a nivel institucional no ha de ser plato de gusto para nadie.

Más para una personalidad Tauro: los pies de Hynek están bien anclados a la Tierra. No obstante, lo interesante y valioso de su progreso es que este se produce desde el raciocinio, poniendo en evidencia la muy extendida y falsa teoría de que sobre los fenómenos no mensurables en un laboratorio no se ocupan los científicos. Desde los tiempos de Hynek o Jacques Vallée (1939) no se puede afirmar semejante cosa.

J. Allen y Antonio Ribera

Todo esto es lo que nos narra Proyecto Libro Azul (Project Blue Book, 2018-actualidad), una serie producida por el Canal de Historia, red que ha ampliado su repertorio desde las familiares civilizaciones antiguas. Además, así nos alejamos de la órbita “progretona” de la invasiva Netflix. El presente es un producto relativamente modesto, bien ejecutado y entretenido, aunque con interferencias prescindibles, como veremos, que incita a reflexionar acerca de -lo primero de todo y como es usual- la naturaleza humana, y el lugar que ocupamos en el cosmos. El siguiente avance copernicano consistiría en la aceptación de la materia a tratar (o en plural).

Nuestro personaje central se debe a la ciencia. Por eso mismo no puede rechazar los datos objetivos que se muestran a sus ojos, y cuya meta son el entendimiento. De tal modo que, cuando estos datos resultan ser demasiado tozudos, conviene admitir que la ciencia no lo sabe todo, ni antes ni ahora. Una buena cura de humildad que para nada va en demérito de los avances que procura dicha técnica. Incluso para una mente científica como es la de Hynek, las pruebas físicas se acumulan y son las que mejor encajan en la (sorprendente) teoría que demuestra la (posibilidad) de la existencia de los llamados platillos volantes.

Creada y escrita en buena parte por David O’Leary (-), la serie desgrana muchos de los sucesos investigados por el petit comité, con píldoras de la vida del investigador principal, un expedicionario en su propio planeta. Lo hace en la línea de otros intentos anteriores de dignificar nuestra relación con los alienígenas y dejar expuesta la ocultación de esta probabilidad; más allá de la mítica V (Íd., Warner Bros., 1983-1984), digamos que en la estela de la bienhallada Expediente X (The X Files, Fox, 1993-2002) o la eufemística, arrinconada pero interesante Cielo negro (Dark Skies, Columbia, 1996), por ceñirnos únicamente a series de televisión. Por otro lado, Proyecto Libro Azul (paso a llamarla en español) nos retrotrae al especial encanto de los años cincuenta, estética y culturalmente… Otra época; casi otra dimensión, con el telón de la amenaza atómica de fondo.


La primera toma de contacto de Hynek con el fenómeno acontece en Fargo (Dakota del Norte, EEUU); claro está, en el primer capítulo. Aquí se pergeña el inaugural “simulacro de investigación”, con el caso del teniente Henry Fuller (Matt O’Leary), que ha visto “luces en el cielo”. En realidad, el avistamiento es mucho más complejo, como tendremos ocasión de comprobar, razón por la que se procede a echar tierra de por medio con la mayor premura. Sin embargo, nuestro científico investigador ya acomete una acción positiva y honesta durante el cenagoso empeño. Literalmente, se pone en el lugar del citado teniente, al penetrar y sentarse en la carlinga del aparato en el que se produjo el incidente. Más tarde, Hynek y Quinn realizan una repetición del avistamiento con un globo sonda (que culmina en desastre).

Pero los mecanismos de abuso de poder, en esta ocasión representados por los generales James Harding (Neal McDonough) y Hugh Valentine (Michael Harney), se van a poner en marcha desde el minuto uno, al quedar sometidos Hynek y Quinn a la disciplina de estos dos gerifaltes. Hasta la esposa del profesor, Mimi (Laura Mennell), que en principio está de acuerdo con su marido en que los OVNIS no existen, va a ser acechada.

Pronto averigua Hynek que el fenómeno nada tiene que ver con las tapaderas que se esgrimen, y que tras este existe algo mucho más profundo. Tú cierras el caso a la primera, le recrimina a Quinn (I: I).

La conclusión de este primer capítulo de la primera temporada, es que Hynek podrá creer o no en los OVNIS, pero en lo que sí empieza a creer es en la cerrazón y cerrojazo de los referidos poderes fácticos, y en la poca ejemplaridad de determinados estamentos y representantes estatales. La desinformación en este y otros temas continúa siendo brutal a nivel de calle.


En lo que respecta al aspecto visual y de puesta en escena, tal y como suele suceder con los insertos a modo de flashback, salvo que estos tengan una justificación argumental -no solo estética-, devienen totalmente innecesarios.

Se suceden los casos. Un OVNI se precipita a tierra en Flatwoods, West Virginia. A los testigos no les esperan más que sinsabores mediáticos. Sin contar con las secuelas físicas, como son las quemaduras de los muchachos de este segundo capítulo. De nuevo, Hynek y Quinn probarán una teoría, que igualmente da por tierra con toda posible explicación racionalista (que no racional). Es un buen trabajo de campo en equipo, pero de conclusiones apriorísticamente sesgadas. A los de Lubbock, Texas (I: III), se suman los avistamientos de todos los tipos, según la diestra clasificación del propio Hynek, en zonas como Terre Haute, Indiana, con el piloto Randall Kavanagh (Patrick Gallagher) (I: V), White Forest, en Nevada (I: VI), o Hopkinsville, Kentucky, donde salen a escena algunas naves terrestres que semejan las extraterrestres (y ahí acaban las analogías) (II: IV). Sin olvidar los célebres foo-fighter (I: I y V). Esto, por no salir del país, que Hynek lo hizo, por ejemplo, para participar en el primer Congreso Internacional sobre Ufología en Acapulco, México (1977), junto a Antonio Ribera.

Los sucesos son polimorfos, responden a distintos patrones, y no a uno solo. A veces los hay con multitud de testigos (I: III); algo sorprendente para los infatigables investigadores, acostumbrados a “lidiar” con uno solo, o con un desnutrido grupo de amedrentados observadores. 

Esta indagación se produce a la sombra de los “hombres con sombrero” y el espionaje soviético, personificado en la espía infiltrada Susie Miller (Ksenia Solo). Lo que incluye el temor al mencionado enfrentamiento nuclear. Asuntos tratados con respeto, sin estridencias, y con la incorporación esporádica de algunas figuras clave en la historia de la investigación OVNI, como el mayor Donald Keyhoe (1897-1988) (I: III), por desgracia, convertido aquí en poco menos que un farsante televisivo (como todos los personajes hayan sido re-adaptados de la misma forma engañosa estamos apañados). Son las asombrosas, pueriles e inútiles alteraciones geomagnéticas del guión a las que antes me refería.

La fuerza de impulso la toma la serie de lo que mejor se les da a los para-gobiernos: la ocultación y la mentira (al secretario del gobierno no le pasan cierta información determinante Harding y Valentine). Nuestro trabajo es cerrar el caso, se afana en explicarse más para sí que a los demás, el bien adiestrado capitán Quinn (amenazado además con perder su puesto de trabajo y graduación). A lo que, por supuesto, Hynek le responde que nuestro trabajo es buscar la verdad (I: III). Un Hynek paulatinamente alejado de la labor de procurar explicaciones “tan lógicas” que escapan a la misma realidad, y que le precipitan a la más hiriente de las patrañas (verbigracia, un búho, un cúmulo de avefrías, las luces de unas farolas, el gas de los pantanos…). Sucesos verídicos más ridículos que perversos.


El capítulo cuarto (seguimos en la primera temporada), tiene la particularidad, no pequeña, de que el testigo es el propio Hynek. Aunque los guionistas se siguen haciendo los remolones. Esto sucede en Gurley, Alabama, donde campa a sus anchas un siniestro Wernher von Braun (1912-1977), en versión nada edulcorada, distinta a cómo nos fue vendida su figura. Recordemos que el ingeniero aeroespacial fue el responsable de las fatídicas V-2. En cualquier caso, este asegura con perspicacia que los hombres adelantados a su tiempo son menospreciados en el presente. En este capítulo, también hacen su aparición los tan traídos y llevados Círculos de las Cosechas. Pero no se indaga mucho en esta vertiente del fenómeno. Sí en la posibilidad de ocultación de un cuerpo humanoide en una base militar.

Entre tanto, Hynek y Quinn prosiguen a la busca y captura del sufrido y evadido teniente Fuller, se desvela la verdadera identidad de Susie Miller, y emerge la emisión de una emisora clandestina. Un canal que solo pueden sintonizar los que han tenido un encuentro cercano (o al menos aéreo).

Estas derivadas conspirativas (me refiero a las terráqueas) me resultan bastante cansinas. La desconfianza de los que mandan, el secretismo, el oscurantismo. De la tal Susie acaba uno hasta la coronilla. Porque nos proponen un culebrón en paralelo a las investigaciones ufológicas, que es el único núcleo interesante -y menos trillado-; como si no se confiara en la efectividad y capacidad de fascinación de esta única componente, que se hace necesario adornarla -lastrarla- con las demás.

En suma, mucha tela que cortar para tan delimitadas pretensiones. A las que se añade la desaparición de una vecina cotilla, Donna (Heather Doerksen), o el aderezo de los experimentos del propio ejército con sus propios hombres (un ataque neuroquímico, I: VIII).

No por ello deja de ser el asunto de los contactados uno de los más espinosos de todo el entramado. Somos antenas, concreta Fuller, en un capítulo que nos lega las estimulantes imágenes de las ruinas de un viejo parque de atracciones (contraposición muy indicada), en Cedar Rapids, Iowa (I: V).

Después, hacen su aparición los famosos, sonados y enojosos -para Hynek- gases de los pantanos (I: VII). Con los que se pretendió dar carpetazo al asunto de Bowling Green, Ohio. Un episodio recogido por Frank Edwards (1908-1967) en su magnífico Platillos volantes, aquí y ahora (Flying Saucers, Here and Now, 1967; Otros Mundos, Plaza & Janés, 1972). Por algo el profesor Hynek sigue en sus trece de querer investigar bajo los bien pertrechados auspicios del ejército, y guardarse la información para sí, en lo que será el inicio de un rebosante archivo (como le comentaba a Antonio Ribera -cito indirectamente-, existen pruebas más que suficientes, lo que nos sobran son casos). De tal modo, comienza a desacreditar a modo para poder seguir en el ajo. Si bien es verdad que, en este caso tan polémico, se juega a la ambigüedad. ¿Realmente se persigue el proseguir con la investigación? ¿Es este avistamiento un auténtico fraude? Chi lo sa.


Y por fin arribamos a la base de Wright-Patterson, en Dayton, Ohio (I: VIII). Lo que nos sirve para constatar que, como es obvio, no todos los militares están involucrados en el menoscabo (de hecho, aquí el arroz lo reparten Harding y Valentine casi en exclusiva, con un puñado de subalternos sin identificar). Más bien, se trata de una fracción de mercenarios.

Y es que al de los contactados se añade el inevitable asunto de las abducciones, más que complicando el fenómeno y casuística OVNI, haciéndonos ver lo complejo que este resulta verdaderamente (I: IX). Aquí destaca el caso del matrimonio Hill, formado por Betty (1919-2004) y Barney (1922-1969), del que hemos de decir, de nuevo y por desgracia, que se solventa de modo equivocado con la irrupción del matrimonio en las dependencias del Proyecto Libro Azul. Una situación con rehenes que para nada tiene que ver con lo que sucedió -o pudo suceder- en la realidad. No sé si esto es flaco favor a la causa, o es aconsejable en nuestros días -ya digo que necesario no- a la hora de sostener una serie que, en principio, se encuadra en la no-ficción (puesto que de hechos históricos -reales o no-, hablamos). El caso es que Hynek y Quinn acaban tan “abducidos” como el matrimonio Hill bis, entre cuatro paredes. Con la inclusión del célebre mapa estelar transcrito a mano, que hace las delicias neurológicas del profesor Hynek. Unos engramas mentales de las Pléyades que han sido insertados en la mente de Barney Hill. La cuadratura del círculo la propone el empleo de la hipnosis, ¡que aquí aplica el propio Hynek!, en sustitución del médico Benjamin Simon [-], que trató el caso. Una vez más, se trata de una incorrección innecesaria. Por cierto, que el apellido Fuller, ya mencionado, se corresponde con el del autor del reputado libro donde, precisamente, se relataba la historia de los Hill, el famoso El viaje interrumpido (Interrupted Journey, 1966; Otros Mundos, Plaza & Janés, 1969), obra de John G. Fuller (1913-1990).

A lo que se suma la entrecortada -como mandan los cánones catódicos- información proporcionada por el cabo Thomas (Malcolm Goodwin), que también irrumpe en las oficinas de Blue Book. Dos visitas a la desesperada, pues en situaciones tan apuradas, ¿a quién acudir? Jocoso -aunque triste- es el momento en el que Thomas se sorprende de la incredulidad de quiénes se supone que están investigando el fenómeno. ¿Pero ustedes no eran los expertos?, se desespera, y con razón. También confiará en ellos el ingeniero mecánico John (Daryl Sabara), reclutado en el famoso Hangar 18 de Wright-Patterson. Donde se acumulan aparatos que van más allá de nuestras competencias. Trabajo en la Base, oficialmente no existo, les asegura John con su mejor voluntad (II: VIII).

Este episodio IX del percance con los Hill contiene, no obstante, la exposición de la no menos célebre taxonomía ufológica propuesta por el profesor Hynek. En realidad, el capítulo me resulta un punto de inflexión en varios sentidos. El cabo Thomas ha proporcionado a los dos miembros del Blue Book una prueba física, tangible (tan es así, que la tenía implantada, como Barney Hill). Información que deriva en la disputa, también física, entre Hynek y Quinn. Sin embargo, ¿hasta qué punto se nos va a relatar la verdad acerca de estas investigaciones, cuando un analista aficionado al fenómeno OVNI como yo ha sabido detectar tantas alteraciones e incongruencias gratuitas a lo largo de la serie? Es decir, ¿hasta qué punto la no-ficción, todo lo adornada y dramatizada que se quiera, pasa a ir de la mano de la ficción más pura y simple? Si la realidad es nebulosa de por sí, esta va a quedar mucho más oscurecida a partir de este momento.


La historia (ufológica) también es la gran protagonista del último capítulo de la primera temporada. Pues en él se aborda la espectacular oleada del diecinueve de julio de 1952 sobre los cielos de la capital norteamericana, Washington D.C. Un avistamiento “en público y en abierto”, a plena luz del día, donde los OVNIS juegan al gato y al ratón con los cazas del ejército. No hay problema, como declara el Secretario de Defensa de Truman, el pelele William Fairchild (Robert John Burke), la verdad será la que nos venga bien (aunque, claro está, a un Presidente también se le puede engañar, además de adular). Tampoco hay de qué preocuparse en este sentido, está cantado que el secretario pronto va a ser quitado de en medio. Por su parte, Hynek, al que siempre pillan en mitad de estos tira y afloja, comienza a admitir haber visto la luz, asegurando que no se me ocurre ninguna explicación lógica. También dispone de su Garganta Profunda particular -al punto de reunirse en un aparcamiento subterráneo-, en la figura del representante de esos conspicuos y extraños hombres con sombrero, William (Ian Tracey). Este trata de iluminarle el camino a Hynek, las más de las veces oscureciéndoselo.

No en vano, los personajes de soporte resultan a veces demasiado fríos, envarados, chulescos, estólidos y poco naturales. Pero esto es algo que observo no únicamente en la presente serie, sino en la mayoría de ellas. Un aspecto que afecta a Quinn y, por supuesto, a sus dos generales (a los que, pese a todo, casi hacen buenos los integrantes de la inminente CIA). La disciplina castrense junto a la científica. Por otra parte, en este capítulo décimo, podemos decir que Quinn prueba su propia medicina, siendo testigo directo de uno de esos hechos insólitos que él desacredita.

Haciendo frente al descrédito de los racionalistas –o razonalistas-, pero formando parte de los mismos, esta tensión se va a ir acumulando como la electricidad estática en el discurrir de las dos temporadas de que disponemos hasta el momento. Al igual que sucede con la obsesión por los rusos de los dos generales, Harding y Valentine, más allá de lo razonable que dictaba el clima de aquella época. Personajes que no se explica que puedan conciliar el sueño por las noches: quizá por ese motivo se trata de humanizar sus figuras a raquíticos rasgos durante la segunda temporada (por Dios, hasta Harding se llega a confesar, en un acto inaudito, II: III). En cualquier caso, todas estas bifurcaciones suponen la zona más endeble de las tramas.


Aún así, pese a adolecer del mal que aqueja a casi todas las series televisivas de la actualidad -guiones apresurados, datos alterados y música sosorrona-, procedemos con mal disimulado interés a adentrarnos en la segunda temporada de Proyecto Libro Azul, que incide y avanza en determinados aspectos. Que básicamente son estos: tibiamente ganado para la causa, Quinn continúa sus investigaciones (y cerrojazos) junto a Hynek. Lo que no es óbice para que, como recuerda el buen profesor, una cosa sea la explicación científica y otra la excusa científica. En los dos primeros capítulos de esta segunda andadura, el espacio a revisitar es nada menos que Roswell, Nuevo México, donde en 1947 se produjeron los incidentes que todos los aficionados e historiadores del fenómeno conocemos: el presumible accidente de una nave alienígena que cayó a la Tierra, el posterior acopio de pruebas y la consiguiente ocultación (torticera como pocas). Esta vez, Mimí se implica más en los asuntos del marido (allende las insinuaciones y situaciones “escabrosas” elaboradas por Susie Miller). A la fuerza ahorcan. Sin embargo, no nos libramos del recurso sobado de tratar de presentar unas pruebas “que van a cambiar el rumbo de la historia”, y que indefectiblemente, se frustran. Como las audiencias en el Congreso propuestas por el senador Andrew Garner (Brian Markinson) (II: VIII). Una conspiración, en palabras de este personaje, al más alto nivel del gobierno (que no es lo mismo que el núcleo visible de un gobierno).

Lo demás sigue igual, siendo la cadena de mando harto curiosa: todos han de obedecer ciegamente, excepto Harding y Valentine, que no obedecen a nadie. Y uno se pregunta para qué demonios les valdrá mantenerse en el secreto, salvo por el hecho de que son lo más parecido a unos hijos de perra, que ven en ello la excusa perfecta para recriminar a los soviéticos los avistamientos e iniciar una Tercera Guerra Mundial. Esa es la tramoya. En el fondo, resultan tan sectarios como los actuales progres millonarios de algunas redes sociales y medios de comunicación, que creo que ahora se llaman Big Tech. El acoso a civiles es brutal. Al punto de que ser testigo de un avistamiento es lo más parecido a estar sentenciado a muerte. O tratar de solicitar la verdad, en un mundo dominado por el encubrimiento (no sé si hemos mejorado en este sentido o estamos peor, eso cada cual), lo arroja a uno a los márgenes de la ilegalidad. Hagamos una cosa u otra, pasamos a convertirnos en enemigos del Estado, en palabras del investigador aficionado Evan (Keir O’ Donnell). Razón no le falta a este líder de un grupo ufológico asentado en Roswell.

La excursión por este enclave afamado prosigue en el capítulo segundo, donde emergen la autopsia alienígena (¿se acuerdan?), que resulta ser falsa (al menos, en la ficción). O no, no queda claro.


Antes me refería la CIA. La agencia creada por Truman (1884-1972) hace su aparición en el capítulo tercero (II: III). Es responsable de la gestión del Área 51, en Nevada. Resulta descorazonador. La gente confía en ellos, y esta es invariablemente burlada, pues ellos solo tienen por misión recabar y encubrir las pruebas, de forma tan privilegiada como cruel. Encubrimientos y ocultaciones que a veces se pagan a muy buen precio (II: VII). La CIA ha de operar en las sombras (…), se dedica al espionaje, declara Daniel Banks (Jerod Haynes), personaje que resultará ser un infiltrado, en un cambio de estrategia argumental no sé si muy creíble, aunque desde luego nada imposible. Al menos tan probable como la disección animal -y humana- que investigan nuestros protagonistas. A ellos se les reserva otro momento ciertamente estimulante, en el mismo capítulo: el descubrimiento del auténtico emplazamiento del Área 51.

De ahí pasamos a la Isla de Maury, en Washington. Donde resulta que los hombres trajeados con sombrero (no de negro), resultan ser unos ex agentes paranormales de la previa CIA (II: V). Nada es lo que parece. De hecho, lo más sensato y certero es admitir la visita de seres extraterrestres, habida cuenta de la cantidad de teorías disparatadas que nos depara el Proyecto Libro Azul, en nombre de la ciencia, y de que hasta el contactado David Dubrovsky (Bronson Pinchot), resulta ser otro topo de la pegajosa CIA. Traiciones que desembocan en el llamado Proceso Robertson (II: VI), destinado a finiquitar el Proyecto Libro Azul. Daniel Banks vuelve a dar en la diana: la CIA quiere arrebatarnos el control del programa de los OVNIS. Un cambio de polaridad, aunque no de intencionalidad, donde todo caso investigado es susceptible de ser malinterpretado… por la lógica científica. Es lo que, en esta temporada, aprenderá Hynek. La ufología sigue requiriendo de investigación y recursos, insiste.

Esto último se nos narra en retrospectiva desde el plató donde se está filmando la sensacional Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, Columbia Pictures, 1977), de Steven Spielberg (1946).

La temporada culmina con encuentros y desencuentros de todo tipo. Como los de la familia Chapman, en Uintah County, Utah (II: VII). O en Columbia Británica, Canadá, donde los protagonistas tendrán el encuentro cercano con una bomba atómica, en una coyuntura donde una nave no identificada ha interferido en nuestra historia evitando su uso -su entrega-. O con la aproximación a los OVNIS que proceden del mar, escenario donde concluye esta segunda etapa (II: X). No sin antes encontrar a alguien que por fin cree en la labor de Hynek y Quinn. Se trata del senador John Fitzgerald Kennedy (1917-1963) (Caspar Phillipson), futuro presidente de los EEUU, tan disperso como endiosado. Sin embargo, como advierte el taimado Daniel a este respecto, para la CIA no hay nadie intocable (II: VIII).


Por mi parte, no sé si tiraré la toalla. Con las series actuales sucede que se sabe que tienen un principio, pero nunca dónde está el final. Como en los agujeros de gusano. Creo que la figura de Hynek merecía más condensación y menos dispersión. Y esto parece que va para largo. Adquiere visos de telenovela. En cualquier caso, pese a las irregularidades, más o menos “ficticias”, lo que verdaderamente nos interesa resaltar aquí es el tributo que merece la figura del audaz y pionero investigador ufológico J. Allen Hynek. Ufo por los OVNIS, y lógico por su aplicación a esta labor.

Escrito por Javier Comino Aguilera




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