El autocine (LXXXI): D.A.R.Y.L., de Simon Wincer

05 enero, 2021

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ESPECIAL NOCHE DE REYES


¿En qué consiste una familia? ¿Cómo se conforma y estructura? Supongo que el pegamento que los une, aún a riesgo de parecer anticuado, es el amor, o cuando menos el cariño. Pero sabemos que existen familias que no funcionan así; al menos, en su totalidad. Por eso cabe la posibilidad de formar un grupo familiar más allá de los lazos consanguíneos. Para aquellos padres que, por ejemplo, no pueden tener hijos, la adopción es un mecanismo legítimo y beneficioso.

Existe un muchacho que necesita una familia. Al menos, esto es lo que parece. Posee una memoria fuera de lo normal. Pero algunas personas parecen empeñadas en darle caza. Existe una razón para ello, aunque nada tiene que ver con que Daryl (Barret Oliver), que así se llama el muchacho, constituya una amenaza para las personas con las que se pueda relacionar. Es más bien al contrario, como pronto tendremos ocasión de averiguar.

De hecho, todo el proceso de huida de Daryl y su posterior adopción son segmentos bien narrados a través del montaje, de forma concisa, por Simon Wincer (1943) y su editor Adrian Carr (1952). El chico recala primero en un centro de acogida, hasta que aparecen unos padres adoptivos, Andy (Michael McKean) y Joyce Richardson (Mary Beth Hurt). El matrimonio observa que no nos van a dejar adoptar a un niño si no alojamos uno por un tiempo. Esa es la condición previa; bastante dura si tenemos en cuenta que no es difícil encariñarse con el chaval. Ambos adultos residen en una típica y acogedora población norteamericana. Pese a que no se nos indica su nombre, el rótulo Barkenton School, que es en realidad la Kaley School, nos conduce a la bella Orlando, Florida (EEUU). Un entorno con preciosas viviendas y un lago en las inmediaciones. Escenario que se completa con otras localizaciones en Carolina del Norte. En definitiva, un espacio donde, en sarcásticas palabras de Andy, el béisbol es poco menos que la esencia de la vida en el universo (como el fútbol en otros lugares). Pese a todo, la procedencia del muchacho queda envuelta en el misterio, pues además es amnésico y no recuerda nada de su anterior vida.


Daryl entabla una relación de complicidad con los hijos de Howie (Steve Ryan) y Elaine Fox (Colleen Camp), que son vecinos y amigos de los Richardson. Estos son Tortuga (Danny Corkill) y Sheryl (Amy Linker), apodada Puti (Hooker), porque según su hermano, sale todas las noches. Respecto al omnipresente béisbol, será el chico el que dé alguna que otra lección a los mayores (junto al hecho irónico de resultar toda una “máquina del deporte”).

Pero hay algo más. Como Andy y Joyce observan, Daryl no parece necesitar a nadie. Es extremadamente autosuficiente, de modo que expresan su desconcierto ante Howie y Elaine. Pero entonces entran en escena los auténticos progenitores de Daryl, Jeffrey Stuart (el estupendo característico Josef Sommer) y Ellen Lamb (Kathryn Walker), lo que no viene sino a añadir más confusión a los padres adoptivos. Parecen tan fríos como burócratas, aunque se presentan como médicos. En cualquier caso, como le recuerda Andy a una desolada Joyce, sabíamos que no iba a poder permanecer con nosotros mucho tiempo.

De este modo, Daryl se ve obligado a marchar, pero Andy y Joyce van a poder visitarlo en su nuevo “hogar”. Algo favorecido por los mencionados doctores, con la esperanza de salvar al chico de una amenaza que va cobrando forma: su destrucción. Por suerte, no todo está perdido. Tal y como declara Andy, los hijos pertenecen a sus padres, pensando en un principio en los supuestos padres biológicos, y luego dándose cuenta de que los verdaderos padres han sido ellos.


Siento desvelar el meollo, pero sin él no podemos proseguir. El caso es que Daryl pertenece a un reino distinto al nuestro, o al menos, adyacente, híbrido, el de la inteligencia artificial. Placer, dolor, miedo, angustia… el muchacho es un proyecto científico financiado por los militares que, como en tantas ocasiones, experimenta con los sentimientos humanos. Un “diseño” en el que el Ministerio de Defensa está sumamente interesado. Por supuesto que los auténticos autómatas acaban siendo estos últimos, en la figura del general Graycliffe (Ron Frazier).

Así, el protagonista es lo que podríamos llamar un ciborg, pero con un aspecto plenamente natural. Una combinación de máquina y ser humano.

Ambas condiciones le serán precisas para poder sobrevivir. Primero -y también último- como criatura con sentimientos propios, y luego como inteligencia avanzada que una vez usada, se pretende eliminar. Divertido es el momento en que, tras la sustracción de un caza militar, le es confirmado a Graycliffe que un crío acaba de inutilizar su juguete de un millón de dólares con un chicle. Esto será, por suerte para Daryl y su familia, después del intento de asesinato -desactivación- auspiciado por el Estado. Recordemos que Daryl es tan solo un robot en parte; también es orgánico.

En este sentido, la intervención del doctor Stuart es crucial. Como a posteriori la de la doctora Lamb, frente a todo el aparato militar (o una parte del mismo, para ser justos). Si antes nos referíamos a la buena realización del australiano Wincer en los prolegómenos del relato, de igual modo está expuesta la segunda huida del chico junto a Stuart. Una secuencia que contiene una persecución automovilística que, a su vez, encuentra su equivalencia en uno de los videojuegos a los que Daryl ha jugado con Tortuga.


A mí D.A.R.Y.L. (Íd., Columbia Pictures, 1985) me regresa a un mundo de estupendas películas para adolescentes, que hablaban nuestro idioma; al de los incipientes y sorpresivos videojuegos y las películas clásicas de ciencia ficción emitidas por los aparatos de televisión, mucho menos condensados que ahora. Así hermanamos dos etapas distintas a la hora de disfrutar este cine: la de los autocines de nuestra ya bien nutrida sección, y la de los videoclubs de más reciente época. Lugares casi mágicos y siempre sorprendentes. D.A.R.Y.L. cuenta, además, con la bonita música del estupendo Marvin Hamlisch (1944-2012), editada no hace mucho por el sello La La Land (LLLCD 1307, 2014).

Cine clásico, sonidos nuevos, videojuegos… Deuda de sangre e imaginación. En este caso, la película a la que se hace referencia es Planeta prohibido (Forbidden Planet, Fred McLeod Wilcox, 1956). A lo que se añaden algunos novedosos gráficos -ya saben, aquellos monitores con las letras en verde-, que aquí se trasladan a la descripción de los engramas mentales del cerebro de Daryl, el chico que aprendió que la naturaleza humana no está en la concepción, sino en las emociones.




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